D. EUGENIO MERINO

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125 años del nacimiento de un místico entregado al apostolado entre los obreros.

El 26 marzo de 1881 nacía en Villalán de Campos (Valladolid) D. Eugenio Merino, consiliario de la HOAC. Tras muchos años dedicado a la formación sacerdotal en los seminarios de León, en enero de 1950, el cardenal Pla y Daniel había nombrado consiliario de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) a este sacerdote, ciego y enfermo.

En 1948, en una semana de formación celebrada en el seminario de León, un grupo de anarquistas asturianos habían abrazado la fe y la militancia cristiana gracias a sus charlas sobre la Gracia, el Bautismo y la Extremaunción.

Su mensaje de que la vida cristiana consiste en vivir las 24 horas del día de vida honrada en gracia de Dios, su crítica a una espiritualidad burguesa, rutinaria y ajena a las preocupaciones y sufrimientos de la vida obrera, y su propuesta de un apostolado que busque engranar con las preocupaciones obreras en materia de vivienda, salario y justicia social, los había convencido de que desde la fe podían continuar con mayor radicalidad la lucha por el ideal obrero.

Guillermo Rovirosa, responsable de la expansión de la HOAC, se entusiasma con la propuesta de Mística de la HOAC que hace D. Eugenio. Ambos comparten la profunda convicción de que el cristianismo sólo merece la pena si es vivido como radical vocación a la santidad, encarnada en la lucha apostólica por la justicia. Ambos van a presentar un cristianismo de conversión que dará como fruto las generaciones de militantes y sacerdotes capaces de tender puentes entre la Iglesia y la clase obrera vencida en la Guerra Civil.

Esta ruptura entre la Iglesia y la clase obrera marcaba profundamente el corazón de D. Eugenio desde su ordenación en 1905. La gran preocupación de muchas de sus obras anteriores a la guerra (Tierra de Campos, Cura y mil veces cura, El espíritu de la Acción Católica…) era precisamente cómo llegar a dialogar desde la fe con los profesionales salidos de las universidades laicas y con los campesinos y obreros que creían encontrar en el socialismo ateo el remedio a las injusticias y el hambre que padecían.

Su intuición era que para lograrlo la Iglesia debía afrontar dos grandes retos: la restauración de una vida cristiana auténtica y la vuelta al espíritu apostólico de las primeras comunidades cristianas. En ambos casos, San Pablo era su referencia de radicalidad bautismal y de diálogo con la cultura de su tiempo (hacerse todo a todos para ganar a algunos).

Por este empeño de buscar el encuentro entre la fe y los hombres del siglo XX, D. Eugenio llega a tener un pensamiento y una predicación caracterizada por romper barreras que parecen insalvables en la mentalidad común de su tiempo. Rompe la separación entre religiosidad y vida profana, pues para él la vida cristiana es sobre todo vida -las 24 horas del día- y no sólo el rato en que se practica la religión.


Rompe la barrera entre santidad y vida laical (todavía en 1949 le tocaba discutir en el seminario de León con predicadores jesuitas que negaban a un cura secular la posibilidad de ser santo) y propone a las madres cristianas pobres como modelo de perfección, pues ellas, con su vida de entrega desinteresada, son la que viven en plenitud el significado del sacrificio de la Eucaristía.

Rompe la separación entre teología profesional y catequesis popular, pues para él todos los dogmas están destinados a ser vividos en la vida cotidiana y está convencido de que las cartas de San Pablo se escribieron para los cargadores del puerto de Corinto y no para que se las encerrara en los sesudos comentarios de los teólogos.

Y rompe la separación entre la Iglesia y la clase obrera pues descubre como la honradez y la solidaridad eran los principales valores de la militancia obrera atea en la historia de España, y ambos coinciden plenamente con la aportación más genuina del Evangelio y de la Iglesia a la promoción de los pobres: la vocación a la santidad vivida como lucha en la militancia cristiana.

Para él los pobres eran los auténticos protagonistas de la evangelización y promoción del mundo obrero. Lo había propuesto Pío XI y D. Eugenio lo practicaba con todas las consecuencias, hasta dar la cara contra quienes se empeñaban en dirigir a los que consideraban permanentes menores de edad.

Cuando los jesuitas como el P. Azpiazu (autor de varias leyes del Franquismo) o Florentino del Valle mandaban callar en una asamblea a un joven obrero, como era entonces Julián Gómez del Castillo, Merino tomaba la palabra decididamente en su defensa. Puso de manifiesto que las minorías selectas no tenían derecho a dirigir a los pobres creados libres por Dios, y defender esto le costó al consiliario duras críticas desde el diario católico YA.

Con todo ello, D. Eugenio supo engranar -como él decía- con la mentalidad obrera para que los trabajadores se encontrasen con Cristo y llegasen a vivir en él. Logró así entusiasmar con la vocación bautismal y convertir en apóstoles a quienes habían vivido desde su juventud sin Dios o contra Dios. ¿No tenemos delante el mismo reto en la España del siglo XXI?