El magisterio solidario de JUAN PABLO II con los emigrantes

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Juan Pablo II : «Los países ricos no pueden desinteresarse del problema migratorio y aún menos cerrar las fronteras y hacer leyes más restrictivas, sobre todo porque aumenta cada vez más la diferencia entre ellos y los países pobres de donde las migraciones traen su origen»

En el Mensaje para la jornada del emigrante de 1987

«Las migraciones han de considerarse como la avanzadilla de los pueblos en camino hacia la fraternidad iniversal»

En otro de los párrafos del mismo mensaje

«Los países ricos no pueden desinteresarse del problema migratorio y aún menos cerrar las fronteras y hacer leyes más restrictivas, sobre todo porque aumenta cada vez más la diferencia entre ellos y los países pobres de donde las migraciones traen su origen»

En el mismo mensaje contra las discriminaciones

«Es tarea de las autoridades atender a la entera colectividad, evitando con esmero toda posible discriminación que dañe a los emigrantes».

Atendiendo al ejemplo de Jesús en el mismo mensaje

«Jesús ha querido prolongar su presencia entre nosotros en la condición precaria de los necesitados, entre los cuales incluye explícitamente a los emigrantes».

Y poco después:

«Hay que facilitar la participación de los emigrantes en la vida de la sociedad (…) Esta participación habrá de ser más evidente e inmediata en el ámbito de la Iglesia en donde nadie es extranjero. Cristo, muriendo por todos, ha suprimido todas las barreras que dividían al griego del judío, al esclavo del libre (…) La Iglesia local no solo ha de acoger

las distintas razas, sino realizar su comunión».

Al mundo rural en Bahía Blanca (Argentina 07-04-87)

«La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse en ocasión de explotación financiera y social».

En Bottrop (Alemania) a las representaciones de minas, artesanía, comercio y cultura

«Los trabajadores extranjeros viven puerta con puerta con vosotros. Abrid esas puertas (…) Nadie es extranjero en la Iglesia. Los «moradores de la casa de Dios'» viven todos bajo un mismo techo».

Homilía en el estadio III de Mulhouse (11-10-88)

El amor fraterno no tiene fronteras. Un constructor de paz reconoce en todo hombre un ser amado por Dios, sean cuales sean sus orígenes. Por su acogida, el discípulo del Señor se esfuerza por suavizar entre los que llegan, la prueba de la expatriación. Respeta la vida de las familias apegadas a sus costumbres y preocupadas por transmitirlas a sus hijos (… )

Por parte de los cristianos esta actitud acogedora; incluso vivida en el modesto nivel del barrio o del pueblo sirve realmente a la causa de la paz y de la unidad en el interior de Europa, y también entre los europeos y sus hermanos de otras regiones del mundo. No hay que contentarse con una especie de tolerancia mutua entre extranjeros, sino que hay que crear lazos profundos de otro modo: lo que nos acerca a todo hombre es el espíritu de las bienaventuranzas, la sed de justicia y de paz, el amor fraterno que hemos aprendido de Dios.

A las Comunidades neocatecumenales en el centro Siervo de Yalhvé de Porto S. Giorgio (30-12-88)

La familia de Nazaret vemos que es una familia itinerante y lo experimentó desde los primeros días del Niño divino, del Verbo encarnado. Tenía que ser familia itinerante, si, itinerante y también refugiada.

Muchas realidades dolorosas de nuestro tiempo, por ejemplo los refugiados o los emigrados están ya grabadas, presentes en la Sagrada familia de Nazaret.

Al Consejo y Junta Regional del Lacio Italia

Iglesia considera los fenómenos migratorios como un signo destinado a incrementar unidad de la familia humana.

Muchos emigrantes han dejado a sus espaldas problemas dolorosos de subdesarrollo económico, en muchos casos dicha emigración no está apoyada ni compartida o protegida por los países de proveniencia, de modo que no pocos emigrantes se encuentran casi abandonados a si mismos en la difícil tarea de encontrar elementales e indispensables seguridades sociales para introducirse en las estructuras de trabajo

A la asamblea de la Comisión católica internacional para las migraciones (05-06-90)

Para con los emigrantes (… ) las fronteras se cierran ante ellos; las legislaciones se endurecen hasta tal punto que originan formas de rechazo sumamente dolorosas, tienen separadas a las familias y crean auténticos apátridas. Habiendo entrado más de una vez clandestinamente, los emigrantes son explotados, su trabajo es mal retribuido, sus condiciones de vida y su estancia durante mucho tiempo son precarios.

Quisiera recordar aquí lo que escribió mi predecesor Pablo VI sobre los trabajadores emigrantes: «Urge superar una actitud estrictamente nacionalista para crear un status que les reconozca el derecho a la emigración, que favorezca su integración, facilite su promoción profesional y les permita la posibilidad de gozar de una morada digna»

¿Es preciso repetir que para los emigrantes o los refugiados, como para cualquier otro ser humano, el derecho no se funda en un tipo de pertenencia jurídica a una comunidad determinada sino, ante todo, en la dignidad de la persona humana?.

Los católicos que se ponen al servicio de los emigrantes y refugiados no pueden menos de recordar que son discípulos de Aquel que se reconoció en la actitud del buen samaritano y que El mismo afirma que se identifica con el pobre y el extranjero (… ) Hay que llegar a la conversión del corazón de cada hombre y también a la conversión de las mismas comunidades. Conversión que será real cuando comprenda que el servicio a los hermanos es una «obra buena» algo secundaria, sino que está íntimamente ligada a la relación personal del cristiano con su Señor, el Buen Pastor (…) Una ayuda mutua desinteresada es condición indispensable para la edificación del Cuerpo de Cristo en la unidad y en la diversidad de sus miembros, en un mismo Espíritu, bajo una misma Cabeza, el hijo de Dios

Mensaje para el día del emigrante (25-06-90)

No hay extranjeros en la Iglesia, pues en virtud de su bautismo el cristiano pertenece con pleno título a la comunidad cristiana del territorio en que reside. Y dicha comunidad debe reivindicar esa pertenencia, no tanto para hacer valer derechos, sino más bien para prestar servicios a los humildes.

La Iglesia está llamada a desempeñar un papel de acogida y de servicio hacia los emigrantes (…) La condición de desarraigo en que llegan a encontrarse y la resistencia con que el ambiente reacciona hacia ellos, tienden a relegarlos de hecho a los márgenes de la sociedad. Por esto la Iglesia debe intensificar más su acción (…) Su tarea permanente consiste en derribar todos los muros que el egoísmo levanta contra los más débiles.

Al tercer congreso de pastoral para emigrantes refugiados (05-10-91)

Resulta indispensable promover una política de acogida y cooperación constructiva, que tienda a garantizar el respeto a la dignidad de todo ser humano y la atención real a sus múltiples necesidades. Es necesario que los más ricos se muestren dispuestos a compartir sus propios recursos con la parte de la humanidad que se halla necesitada, creando allí posibilidades efectivas de progreso y desarrollo armonioso.

Por más comprometedor que pueda parecer, este esfuerzo de real solidaridad internacional, fundado en. un concepto más amplio: de bien común, representa el único camino que puede permitir asegurar a todos un futuro verdaderamente mejor. Para lograr eso, es preciso que se difunda y penetre en profundidad en la conciencia universal la cultura de la interdependencia solidaria, orientada a sensibilizar a los poderes públicos, a las organizaciones internacionales y a los ciudadanos acerca del deber de la acogida y de la comunión en relación con los pobres.

Junto al proyecto de una política solidaria a largo plazo, hay que dirigir la atención también a los problemas inmediatos de los emigrantes y refugiados que continúan presionando sobre las fronteras de los países de mayor desarrollo industrial.

En mi reciente encíclica «Centesimus Amius» recordaba que: «Será necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres -personas y pueblos- como una fardo o como molestos e importunos (…) La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral e incluso económico de la humanidad entera.

No basta abrir las puertas a los emigrantes con el permiso de ingreso; es necesario, después, facilitarles una inserción real en la sociedad que los acoge. La solidaridad debe

transformarse en «experiencia cotidiana de asistencia, comunión y participación».

Sed siempre defensores de los pobres y fieles apóstoles de la nueva evangelización.

Que os guíen en vuestro ministerio las palabras de Cristo: «Cuanto hicisteis a uno de esttos hermano núos más pequeños a Mí me lo hicisteis».

Queda mucho por hacer, sobre todo frente a algunas situaciones que en nuestra época inducen al éxodo a decenas de millones de hombres. Estos no emigran por una elección libre; con frecuencia lo hacen impulsados por el hambre y abrumados por condiciones de vida inhumanas; otras veces lo hacen para escapar a duras persecuciones a causa de sus convicciones políticas y religiosas.

Del Mensaje para la jornada del emigrante 1992

Ya forman parte de la crónica diaria las noticias de desplazamientos de países pobres a países ricos, de dramas de fugitivos rechazados en las fronteras y de emigrantes discriminados y explotados.

Esos hechos no pueden menos de repercutir en la conciencia de los cristianos, que han hecho de la acogida solidaria de quien se encuentra en dificultad un signo distintivo de su fe. La emigración trae consigo consecuencias preocupantes por las laceraciones familiares, el desarraigo cultural y la incertidumbre del futuro que tienen que afrontar las personas que se ven obligadas a abandonar su tierra.

Como he recordado en la encíclica «Centesimus Annus» los países más ricos están llamados a considerar de una manera nueva ese problema gravísimo, conscientes de que a su deber moral de contribuir con todas sus fuerzas a solucionarlo, corresponde un derecho preciso al desarrollo, no solo de los individuos, sino también de pueblos enteros.

En otro de los párrafos del mismo mensaje

Hay que dar gran importancia al saneamiento ambiental y social de los barrios degradados, en los que los emigrantes a menudo se ven obligados a vivir marginados.(…) Y comprometerse a eliminar toda discriminación en la búsqueda del puesto de trabajo, de la casa y del acceso a la asistencia sanitaria.

Mas dura es la situación de los clandestinos, que esperan reemplazar poco a poco a los emigrantes legales, a medida que estos suben en la escala social. Es innegable que el trabajo, con el que los clandestinos participan en el desempeño común de desarrollo económico constituye una forma de pertenencia de hecho a la sociedad. Se trata de dar legitimidad finalidad y dignidad a esa pertenencia, a través de medidas oportunas.

No todos los emigrantes clandestinos encuentran un empleo en el rico y variado ámbito de las sociedades industriales. Su adaptación a una condición de vida difícil constituye una confirmación ulterior de la situación humillante a que los reduce la pobreza en sus países. Antes se emigraba para buscar mejores perspectivas de vida; hoy, en cambio, de muchos países se emigra sencillamente para sobrevivir. (…) Aunque los países desarrollados no siempre están en condiciones de acoger a todos los que quieran emigrar, hay que notar que el criterio para establecer la cantidad de emigrantes que pueden entrar en un país no debe basarse solo en la simple defensa del propio bienestar, sin tener en cuenta las necesidades de quien se ve obligado dramáticamente a pedir hospitalidad.

Con su solicitud, los cristianos demuestran que la comunidad a la que llegan los emigrantes es una comunidad que ama y acoge también al extranjero con la actitud gozosa de quien sabe reconocer en él el rostro de Cristo.

Y más adelante decía:

Las emigraciones han permitido a menudo a las Iglesias particulares confirmar y reformar su sentido católico, acogiendo a las diversas etnias y, sobre todo, uniéndolas entre sí. La unidad de la Iglesia no se funda en el mismo origen de sus miembros, sino en las acción del Espíritu de Pentecostés que hace de todas las naciones un pueblo nuevo, que tiene como fin el reino, como condición la libertad de hijos, y como ley el mandamiento del amor (L. G. 9)

En el fenómeno de las migraciones se distinguen situaciones diversas. Hay emigrantes que viven y trabajan ya desde hace tiempo en la sociedad de adopción. Se trata de personas que, habiendo renunciado en la mayoría de los casos a regresar al país de origen, espera ser reconocidos como miembros de la sociedad cuyas vicisitudes y empeño por el desarrollo económico y social comparte. Apresurar su plena inserción es un acto de justicia .Cualquiera que sea su lugar de residencia, el hombre tiene derecho a una patria en la que pueda sentirse como en su propia casa, para realizarse en una perspectiva de seguridad, confianza, concordancia y paz.

Para ello es necesario tomar, medidas, específicas que favorezcan y hagan más fáciles los trámites necesarios para que los familiares puedan reunirse y para que se adopten normasjurídicas que aseguren una igualdad efectiva de trato con los trabajadores autóctonos.

Las emigraciones aumentan hoy en día porque se acentúan las diferencias entre los recursos económicos, sociales y políticos de los países ricos y los de los países pobres, y se reduce el grupo de los primeros, mientras que se agranda el de los segundos.

En este escenario, quienes logran superar las barreras «nacionales» pueden considerar: en cierto sentido, afortunados, porque son admitidos a gozar de las migajas que caen las mesas de los actuales «epulones». Pero ¿quién es capaz de contar los innumerable; pobres «lázaros» que ni siquiera de esto pueden sacar provecho?

En visita a Cáritas Diocesana de Roma (20-12-92)

ntre nosotros viven pobres italianos y de otras nacionalidades. Muchos de ellos han venido de países vecinos o lejanos, atraídos por la perspectiva de un trabajo y de condiciones de vida mejores. Algunos han logrado encontrar acogida, una ocupación y una colocación digna. Otros, menos afortunados, se encuentran en una situación de verdadera indigencia.

Ante los que sufren no podemos permanecer indiferentes o inactivos. Los creyentes, antes de preguntarse por la responsabilidad de los demás, escuchan la voz del Maestro Divino, que los exhorta a imitar al buen samaritano, que descabalgó para socorrer al hombre que había caído en manos de salteadores (…) y en su favor gastó energías, tiempo y dinero.

Hay que movilizar las energías orientándolas al servicio de cuantos, según el registro civil, pero no desde la perspectiva de la fe y la humanidad común, se suelen denominar «extranjeros» (…) Hay que sostener una línea cultural que considere a los inmigrantes no

como pobres que es preciso acoger, ni solo como ciudadanos cuyos derechos es necesario respetar, sino también como posibles miembros que hay que integrar en la sociedad, a la que pueden aportar energías nuevas y contribuciones originales.

Mensaje para la jornada del emigrante 1993

Las familias de emigrantes (…) deben tener la posibilidad de encontrar siempre en la Iglesia su patria. Esta es una tarea connatural a la Iglesia, dado que es signo de unidad en la diversidad (Famil. Consort. 77) (…) evitando el peligro de llevar a cabo una pastoral marginada para los marginados.

El Estado debe encargarse de que a las familias de los inmigrantes, teniendo en cuenta sus exigencias particulares, no les falte todo aquello que garantiza a las familias de sus propios ciudadanos. En especial, corresponde al Estado defenderlas de todo intento de marginación y racismo, promoviendo una cultura de solidaridad convencida y efectiva.

Con ese fin ha de tomar las medidas concretas más idóneas para su acogida, ofreciéndoles los servicios sociales que puedan proporcionarles también a ellos una existencia serena y un desarrollo que respete su dignidad humana.

Los creyentes, de una manera especial, están llamados a colaborar en esa obra de alto valor civil y espiritual. Ese compromiso, particularmente exigente y delicado, antes que clarividentes medidas sociales y económicas, supone la creación de un clima alimentado por espíritu de solidaridad y servicio. Los emigrantes no solo tienen necesidad de «cosas»: necesitan sobre todo comprensión fraterna y efectiva. Estar a su servicio exige que se sintonice con su deseo natural y legítimo de rescate, sosteniendo su aspiración a oportunidades de vida nuevas y mejores.

Como enseña el Concilio Vaticano II: Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares. (Gaud. Et Spes. 66)

Así se han de afrontar los problemas migratorios (…) especialmente los referentes a la casa, al trabajo, a la seguridad, y a la diversidad de lengua, de cultura y de educación.

Al consejo para la pastoral de emigrantes e itinerantes (21-10-93)

Por desgracia la guerra, el hambre, el subdesarrollo, la falta de trabajo y la violación de los derechos humanos obligan a decenas de millones de personas a abandonar su casa y a afrontar un exilio doloroso y a veces trágico. La dignidad humana es humillada la existencia de campos de refugiados, por episodios repetidos de xenofobia con respecto a los emigrantes y por la falta de solidaridad hacia los nómadas.

Acoger al prójimo es hacerle espacio en la propia ciudad, en las propias leyes, propio tiempo y en el círculo de las propias amistades. Y la persona a quien se ha de acoger es, al mismo tiempo, el prójimo a quien es preciso amar y servir con todo corazón: «Era forastero y me acogisteis» (Mt. 25,35), dirá el Señor el día del juicio. Aquí está el meollo del Evangelio.

Una parroquia acogedora ofrece (…) la amistad de la comunidad de fe, abierta a todos, que no excluye ni considera extranjero a nadie.

Información del Consejo de Pontificio para pastoral de emigrantes e itinerantes (21-10-93)

Nota: Más de cien millones de personas se ven obligadas a salir de su país por la miseria el hambre, la violencia, la opresión, la violación de los derechos humanos; los refugiados en sentido estricto (19 millones, aunque su número se duplica si se incluyen los que no atraviesan sus fronteras). Para todos estos y algunas categorías más se propus

sugerencias, entre ellas, la creación de una prelatura personal para el mundo de los nómadas.

Tomado del Libro «Juan Pablo II y la Justicia»

Eduardo García Candela

Movimiento Cultural cristiano, Voz de los Sin Voz


 

NOTA:

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