1 DE ENERO: TESTIGOS de la NO VIOLENCIA

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Todos los santos son pacíficos pero los hay que están específicamente dedicados a esta tarea. El año lo empezamos celebrando con el Día Mundial de la Paz y con las vidas de Odilón y Almaquio, que proclamaron con su vida la lucha por la NO violencia.



El 1 de enero día de Mundial de la Paz, se celebra también la onomástica de dos No Violentos o luchadores de la PAZ ACTIVA.

Todos los santos son pacíficos pero los hay que están específicamente dedicados a esta tarea. El año lo empezamos celebrando con el DIA MUNDIAL DE LA PAZ y con las vidas de Odilón y Almaquio, que proclamaron con su vida la lucha por la NO violencia.

ALMAQUIO LLAMADO TELEMACO Y EL FIN DEL CIRCO ROMANO:

Después de esta afortunada victoria sobre los godos, se celebró un «triunfo», como se llamaba, en Roma. Durante cientos de años se había concedido este gran honor a los generales victoriosos al volver de una campaña victoriosa. En tales ocasiones la ciudad era dada durante días a la marcha de tropas cargadas de botín, y que arrastraban tras sí a prisioneros de guerra, entre los que a menudo había reyes cautivos y generales vencidos. Este iba a ser el último triunfo romano, porque celebraba la última victoria romana. Aunque había sido ganada por Stilicho, el general, fue el emperador niño Honorio quien se arrogó el triunfo, entrando en Roma en el carro de la victoria, y conduciendo hasta el Capitolio entre el clamor del populacho. Después, como se solía en tales ocasiones, hubo combates sangrientos en el Coliseo, donde gladiadores, armados con espadas y lanzas, luchaban tan furiosamente como si estuvieran en el campo de batalla.

La primera parte del sangriento espectáculo había terminado; los cuerpos de los muertos habían sido arrastrados fuera con garfios, y la arena enrojecida había sido cubierta con una capa nueva, limpia. Después de esto, se abrieron los portones en la pared de la arena, y salieron un número de hombres altos, apuestos, en la flor de su juventud y fuerza. Algunos llevaban espadas, otros tridentes y redes. Dieron una vuelta alrededor de la pared, y, deteniéndose delante del emperador, levantaron sus armas extendiendo el brazo, y con una sola voz lanzaron su saludo: ¡Ave, Caesar, morituri te salutant! «¡Ave, César, los que van a morir te saludan! »

Se reemprendieron los combates; los gladiadores con redes trataban de atrapar a los que tenían espadas, y cuando ello sucedía daban muerte, implacables, a sus antagonistas con el tridente. Cuando un gladiador había herido a su adversaro, y lo tenía yaciente impotente a sus pies, miraba a los anhelantes rostros de los espectadores y gritaba: Hoc habet! «¡Lo tiene!», y esperaba el capricho de los espectadores para matar o dejar con vida.

Si los espectadores le extendían la mano con el pulgar para arriba, el vencido era sacado de allí, para que se recuperara, si era posible, de sus heridas. Pero si se daba la fatal señal de «pulgar abajo» el vencido debía ser muerto; y si éste mostraba mala disposición a presentar su cuello para el golpe de gracia, se gritaba con escarnio desde las galerías: Recipe ferrum! « ¡Recibe el hierro! » Personas privilegiadas de entre la audiencia incluso descendían a la arena, para poder contemplar mejor los estertores de alguna víctima inusualmente valiente, antes de que su cuerpo fuera arrastrado hacia la puerta de los muertos.

El espectáculo proseguía. Muchos habían sido muertos, y el populacho, excitado hasta lo sumo por el valor desesperado de los que seguían luchando, gritaban sus vítores. Pero de repente hubo una interrupción. Una figura vestida rudamente apareció por un momento entre la audiencia, y luego saltó atrevidamente a la arena. Se vio que era un hombre de aspecto rudo pero impresionante, con la cabeza descubierta y con el rostro tostado por el sol. Sin dudarlo un momento, se dirigió a dos gladiadores enzarzados en una lucha de vida o muerte, y poniendo las manos encima de uno de ellos lo reprendió duramente por derramar sangre inocente, y luego, volviéndose hacia los miles de rostros airados que le miraban, se dirigió a ellos con una voz solemne y grave que resonó a través del profundo recinto. Estas fueron sus palabras: «¡No correspondáis la misericordia de Dios al alejar de vosotros las espadas de vuestros enemigos asesinándolos unos a otros!»

Unos enfurecidos clamores y gritos pronto ahogaron su voz: «¡Éste no es un sitio para prediicar!–las antiguas costumbres de Roma deben ser observadas!-¡Adelante, gladiadores!» Echando al extraño a un lado, los gladiadores se habrían atacado otra vez, pero el hombre se mantuvo en medio, apartándolos, y tratando en vano de hacerse oír. Entonces el clamor se transformó en «¡Sedición! ¡Sedición! ¡Abajo con él!»; y los gladiadores, enfurecidos ante la interferencia de un extrafio, lo traspasaron matándolo en el acto. También le cayeron encima de parte del furioso público piedras o todos los objetos arrojadizos que hubiera a mano, y así murió en medio de la arena.

Su hábito mostraba que era uno de los eremitas que se entregaban a una vida santa de oración y abnegación, y que eran reverenciados incluso por los irreflexivos romanos tan amantes de los combates. Los pocos que le conocían dijeron cómo había venido de los desiertos de Asia en peregrinación, para visitar las iglesias y guardar la Navidad en Roma; sabían que era un hombre santo, y que su nombre era Telémaco —nada más. Su espíritu se había movido ante el espectáculo de los miles que se congregaban para ver cómo unos hombres se mataban entre sí, y en su celo sencillo había tratado de convencerlos de la crueldad y maldad de su conducta. Murió, pero no en vano. Su obra quedó cumplida en el momento en que fue abatido, porque el choque de tal muerte delante de sus ojos movió los corazones de la gente: vieron el aspecto repugnante del vicio favorito al que se habían entregado; y desde el día en que Telémaco cayó muerto en el Coliseo jamás volvió a celebrarse allí ningún combate de gladiadores.

ODILON Y LA TREGUA DE DIOS:

Odilón, abad de Cluny cuando los supuestos terrores del año mil, tenía un talante muy compasivo («prefiero condenarme por mi misericordia que por mi dureza»), y se le atribuye la tregua de Dios, que paliaba la crueldad de las guerras, tambien tenía como objetivo manifiesto de mitigar la violencia y de amparar a los más débiles (los campesinos que sufrían las consecuencias). A esta iniciativa unió la de la fiesta de los fieles difuntos, abarcando así la triple paz que contempla la fe, la interior, la del mundo y la de la eterna gloria.