La lucha no-violenta es la mejor manera de convencer a tu enemigo

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Ela Gandhi, parlamentaria sudafricana, nieta de Gandhi

¿Cómo la llamaba su abuelo?


–Él me llamaba Elkus y yo le llamaba Papuchi. Gandhi murió cuando yo tenía siete años. Soy hija del segundo de sus cuatro hijos, el único que volvió a Sudáfrica, donde vivieron mis abuelos y mis tíos durante 21 años, de 1893 a 1914.


–¿Qué recuerda de Gandhi?


–Su capacidad de comprender a cada ser humano. Tenía detalles increíbles.


 –Cuénteme uno que le afectara a usted.


–Cuando se declaró la independencia de India, en 1947, la casa de mi abuelo, siempre muy concurrida, se llenó todavía más. Allí estaban Nehru y todas las personalidades del país. Pero aun así, mi abuelo desaparecía durante una hora: la hora de los nietos.


–Eso es respeto.


–Yo también lo pienso. Cada día dedicaba una hora a jugar con sus nietos y esa hora era sagrada. Tengo muy buen recuerdo de él, era muy cariñoso y jugaba con nosotros como si fuera un niño, con toda la entrega.


–¿Qué era lo importante entonces?


–Lo mismo que ahora. Yo nací en Sudáfrica, en una comunidad de marginados que creó mi abuelo y a la que he dedicado mi vida. La historia arranca en 1893, cuando Monadas Karamchand Gandhi, mi abuelo, se trasladó a Sudáfrica, entonces colonia británica, contratado como abogado por una empresa comercial de India.


–¿Recién llegado de Londres?


–Sí, un joven abogado de buena familia que se vio sufriendo las humillaciones que los blancos europeos imponían a los asiáticos: fue expulsado de hoteles, restaurantes, vagones de tren, le pegaron, le escupieron…


–Y así surgió el Gandhi que conocemos.


–Sí, comenzó a luchar contra la injusticia, creó el Frente Democrático Unido y empezó a organizar a sus conciudadanos por medio de mítines, reuniones, conferencias. Tenía un sueldo de 500 libras al mes y decidió que podía vivir con una libra al día.


–El resto lo repartía.


–Así es. También fundó un periódico, que heredaron mis padres, y organizó una comunidad multiétnica en la que se mezclaban las razas oprimidas. El Gobierno obligaba a cada etnia a vivir en un gueto, y la ley dictaba las profesiones que podían realizar.


–¿Usted ha vivido siempre en la comunidad que creó su abuelo?


–Sí, crecí algo salvaje, sin escolarizar, porque mi padre, que era periodista, no quiso llevarme al colegio segregado al que me destinaban los ingleses. Crecí con el estigma de la lucha tal y como la entendía mi abuelo: la no cooperación con las leyes abusivas de las autoridades y la resistencia sin violencia.


–Lo que no les impedía ir a la cárcel.


–La primera vez que se llevaron a mi padre yo era muy pequeña. Pero hubo momentos grandiosos: cuando hacían redadas y se llevaban a cientos de nosotros –mestizos, negros, indios–, se presentaban miles de voluntarios para ser también encarcelados.


–Gandhi cambió Sudáfrica y Sudáfrica lo cambió a él.


–Volvió a India con la típica túnica de Guajarat, el estado donde nació, y rico en ideas. En Sudáfrica consiguió que los asiáticos permanecieran en esa tierra como trabajadores libres, que se legalizaran los matrimonios hindúes, musulmanes y budistas y se derogaran las leyes con impuestos abusivos.


–La lucha acababa de empezar.


–Sí, quedaba mucho por hacer. Mi padre fue encarcelado, lo fueron mis hijos y yo misma estuve en la cárcel siete años.


–¿Con cinco hijos?


–A ellos eso no les importaba. Pero consiguieron que todos mis hijos fueran activistas políticos. Todos estuvieron en algún momento detenidos, incluso las tres niñas. El que más años pasó en la cárcel y fue más activo políticamente, Kush, fue asesinado en 1993,


a los 29 años. Su muerte fue terrible.


–¿Incluso en esas circunstancias fue fiel a la consigna de la no violencia?


–Sí; pero la no violencia que propugnaba mi abuelo no se limitaba a manifestaciones pacíficas, implicaba todo un estilo de vida. Él pensaba que la no violencia era la mejor manera de convencer al enemigo, de cambiar su manera de pensar, y para eso había que amarlo.


–¿Se ha acabado el apartheid?


–Las leyes apartheid ya no existen. Pero no es fácil acabar con el racismo cuando está tan arraigado en la población.


–La suya no ha sido una vida fácil. ¿Le ha compensado su lucha?


–Aunque parezca increíble, si te implicas para conseguir igualdad y justicia, para que los miserables mejoren sus condiciones de vida, y ves resultados, te sientes personalmente muy feliz. Junto con el nacimiento de mis hijos y de mi único nieto, el día más feliz de mi vida fue el día que conseguimos la libertad de voto después de tantos años de lucha.


–Toda su vida.


–Sí, y lo que me queda de ella.


–En su familia parece que las mujeres han sido las más luchadoras.


–Creo que sí, y en eso tiene mucho que ver el ejemplo. Si creces en una familia en la que la madre es un ama de casa, ese es tu ejemplo. En mi casa, padre y madre hacían por igual las labores del hogar y ambos trabajaban en el periódico. Lo mismo hemos hecho mi marido y yo.


–¿De qué se siente más orgullosa?


–De lo que ha sido de mis hijos: una es abogada, pero en lugar de trabajar para sí misma


en un bufete ha preferido luchar por las libertades. Otro trabaja en Acnur. No tengo hijos egoístas, son felices dedicándose a otros, y eso me llena de satisfacción.






Para acabar con la línea divisoria RIQUEZA- POBREZA, hay que terminar con el consumismo feroz


Se parece a Gandhi: tiene esa aparente fragilidad externa en una voz casi inaudible. Pero eligió vivir la dura vida de los marginados en Sudáfrica, luchar por la libertad y la igualdad. Ha pasado más de siete años en la cárcel, ha tenido cinco hijos, uno de ellos asesinado en 1993, cuyo caso fue presentado ante la Comisión de la Reconciliación y la Verdad de Sudáfrica. Antes de dejarla le pregunto si tiene algún mensaje para ustedes; me coge la mano en la que aguanto la grabadora y se la acerca: «El objetivo supremo es acabar con la línea divisoria entre riqueza y pobreza y para conseguirlo hay que terminar con este consumismo feroz. Mi abuelo siempre decía que en el mundo hay suficiente para satisfacer las necesidades de todos pero no la avidez de todos»