Recogemos algunas palabras del mensaje del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno 2016
En el siglo pasado, Europa ha dado testimonio a la humanidad de que un nuevo comienzo era posible; después de años de trágicos enfrentamientos, que culminaron en la guerra más terrible que se recuerda, surgió, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en la historia.
Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito
Las cenizas de los escombros no pudieron extinguir la esperanza y la búsqueda del otro, que ardían en el corazón de los padres fundadores del proyecto europeo. Ellos pusieron los cimientos de un baluarte de la paz, de un edificio construido por Estados que se unieron por la libre elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse. Europa, después de muchas divisiones, se encontró finalmente a sí misma y comenzó a construir su casa.
Esta «familia de pueblos», en los últimos tiempos parece sentir menos suyos los muros de la casa común. Aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad, parecen estar cada vez más apagados. En el Parlamento Europeo me permití hablar de la Europa anciana. En diferentes partes crecía la impresión general de una Europa cansada y envejecida, no fértil ni vital, donde los grandes ideales que la inspiraron parecen haber perdido fuerza de atracción.
Una Europa que se va «atrincherando» en lugar de privilegiar las acciones que promueven nuevos dinamismos en la sociedad, capaces de involucrar y poner en marcha todos los actores sociales (grupos y personas) en la búsqueda de nuevas soluciones a los problemas actuales, que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos.
¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad?
¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores?
¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?
Es necesario «hacer memoria», tomar un poco de distancia del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados. La memoria nos dará acceso a aquellos logros que ayudaron a nuestros pueblos a superar positivamente las encrucijadas históricas que fueron encontrando.
Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, dijo: «Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho».
Precisamente ahora, en este nuestro mundo atormentado y herido, es necesario volver a aquella solidaridad de hecho, a la misma generosidad concreta que siguió al segundo conflicto mundial, porque —proseguía Schuman— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan».
Capacidad de integrar
Erich Przywara, en su magnífica obra La idea de Europa, nos reta a considerar la ciudad como un lugar de convivencia entre varias instancias y niveles. Él conocía la tendencia reduccionista que mora en cada intento de pensar y soñar el tejido social. La belleza arraigada en muchas de nuestras ciudades se debe a que han conseguido mantener en el tiempo las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones.
Las raíces de nuestros pueblos, las raíces de Europa se fueron consolidando en el transcurso de su historia, aprendiendo a integrar en síntesis siempre nuevas las culturas más diversas y sin relación aparente entre ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural.
En la actividad política, estamos invitados a promover una integración que encuentra en la solidaridad el modo de hacer las cosas, el modo de construir la historia. Una solidaridad que nunca puede ser confundida con la limosna, sino como generación de oportunidades para que todos los habitantes de nuestras ciudades —y de muchas otras ciudades— puedan desarrollar su vida con dignidad.
La comunidad de los pueblos europeos podrá vencer la tentación de replegarse y redescubrirá la amplitud del alma europea, nacida del encuentro de civilizaciones y pueblos, modelo de nuevas síntesis y de diálogo.
En efecto, el rostro de Europa no se distingue por oponerse a los demás, sino por llevar impresas las características de diversas culturas y la belleza de vencer todo encerramiento. Sin esta capacidad de integración, las palabras pronunciadas por Konrad Adenauer en el pasado resonarán hoy como una profecía del futuro: «El futuro de Occidente no está amenazado tanto por la tensión política, como por el peligro de la masificación, de la uniformidad de pensamiento y del sentimiento; en breve, por todo el sistema de vida, de la fuga de la responsabilidad, con la única preocupación por el propio yo».
Capacidad de diálogo
Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado.
Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones».
La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. Hoy urge crear «coaliciones», no sólo militares o económicas, sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que pongan de relieve cómo, detrás de muchos conflictos, está en juego con frecuencia el poder de grupos económicos. Coaliciones capaces de defender las personas de ser utilizadas para fines impropios. Armemos a nuestra gente con la cultura del diálogo y del encuentro.
Capacidad de generar
Nadie puede limitarse a ser un espectador. Todos, desde el más pequeño al más grande, tienen un papel activo en la construcción de una sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es posible si todos participamos en su elaboración y construcción. La situación actual es un firme llamamiento a la responsabilidad personal y social.
Nuestros jóvenes no son el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son los que ya hoy con sus sueños, con sus vidas, están forjando el espíritu europeo. No podemos imaginar Europa sin hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño.
Me he preguntado: ¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta construcción cuando les privamos del trabajo; de empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías?
¿Cómo pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando los índices de desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos van en aumento?
«La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral». Necesitamos crear puestos de trabajo digno y bien remunerado, especialmente para nuestros jóvenes.
Esto requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la economía social de mercado, alentada también por mis predecesores. Pasar de una economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el préstamo con interés, a una economía social que invierta en las personas creando puestos de trabajo y cualificación.
Tenemos que pasar de una economía líquida, que tiende a favorecer la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social que garantice el acceso a la tierra y al techo por medio del trabajo como ámbito donde las personas y las comunidades puedan poner en juego muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración.
Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo para todos”.
Si queremos mirar hacia un futuro que sea digno, si queremos un futuro de paz, tenemos que qpostar por la inclusión «esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario». Este cambio, de una economía líquida a una economía social, nos abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que Europa ha sido la cuna y la fuente.
La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y de potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima.
Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas. En esto, el camino de los cristianos hacia la unidad plena es un gran signo de los tiempos, y también la exigencia urgente de responder al Señor «para que todos sean uno».
Con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe, sueño «un proceso constante de humanización», para el que hace falta «memoria, valor y una sana y humana utopía».
Sueño una Europa joven, capaz de ser todavía madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de vida.
Sueño una Europa que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no tienen nada y piden refugio.
Sueño una Europa que escucha y valora a los enfermos y a los ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de descarte.
Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano.
Sueño una Europa donde los jóvenes respiren el aire limpio de la honestidad, amen la belleza de la cultura y de una vida sencilla, no contaminada por las infinitas necesidades del consumismo; donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran alegría, y no un problema debido a la falta de un trabajo suficientemente estable.
Sueño una Europa de las familias, con políticas realmente eficaces, centradas en los rostros más que en los números, en el nacimiento de hijos más que en el aumento de los bienes.
Sueño una Europa que promueva y proteja los derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con todos.
Sueño una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última utopía.