La grave crisis económica ha empujado a decenas de venezolanos a las calles, a lugares donde nunca pensaron buscar alimento: en basureros o en semáforos. Ahora en medio de la cuarentena por la COVID-19 no hay plan para ellos.
La estera de desechos con zamuros revoloteando a su alrededor contrasta con los grandes caseríos símbolos de tiempos de bonanza en las urbanizaciones del Campo B de Ferrominera. Aunque los vecinos se quejen de la inconstancia del aseo urbano, hay quienes dependen del cúmulo de basura para sobrevivir día tras día. Si bien las calles de este sector de Puerto Ordaz están desoladas por la cuarentena, desde las 8:00 de la mañana comienzan a aparecer hombres, mujeres y familias completas: unos a tumbar mangos para vender en las calles casi vacías, y otros para hurgar en el basurero con la esperanza de que ese sea un buen día.
Todos vienen de zonas lejanas hasta este sitio porque piensan que “los ricos botan cosas buenas”, aunque no siempre pueden recuperarlas. “Ayer estuvo la cosa floja porque el camión del aseo pasó, y no dejó nada por ahí”: José Yanes es una de los que acuden a diario al basurero del Campo B de Ferrominera en Puerto Ordaz en busca de alimentos. Cuando el camión no pasa, la basura se acumula y José y sus compañeros consiguen pasta, harina, arroz y otros desechos orgánicos que se hacen impagables en hiperinflación.
Si no fuera por este botadero, José no sabría qué hacer. Gana más recogiendo basura de las urbanizaciones y vendiendo envases plásticos reciclados (200 a 300 mil bolívares diarios) que trabajando con las compactadoras de desechos sólidos del Sistema Urbano de Procesamiento y Recolección de Aseo de Guayana (Supra Guayana), como lo hacía antes.
Por eso vive metido en el botadero aunque le queda lejos. Si se queda en su casa, en San Félix, no come, dice señalando el cúmulo de basura tras de sí y unos cuantos zamuros que revolotean alrededor. Como todo, hay días buenos y días malos, repite. Este día, por ejemplo, no pinta bien para él y sus compañeros: apenas han recogido unas cuantas botellas.
En todo caso, esto es la mejor opción en medio de la pandemia y el pronóstico de millones de desempleados en todo el mundo, especialmente en Venezuela donde la contracción económica se proyecta en niveles históricos.
Desde que comenzó la cuarentena son menos las horas que José puede trabajar para completar la dieta de su madre, una mujer diabética que requiere alimentación baja en azúcar y calorías. “Arroz y harina, es lo que llevo día a día para la casa, ojalá quiten esto rápido (la cuarentena) para poder trabajar fuertemente”, aspira.
El año pasado José trabajaba en Supra Guayana, la empresa que presta el servicio de aseo urbano en Ciudad Guayana, pero solo ganaba 150 mil bolívares semanales que no le alcanzaban para nada. Antes trabajó en Sidor y luego se empleó en empresas recolectoras de basura, primero Sabenpe, luego Supra Guayana y ahora por su cuenta en los botaderos.
Pero tampoco es un oficio nada seguro. Constantemente la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim) y el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) los amenaza con sacarlos de la zona. José teme más que al coronavirus, al hambre. Aunque les ordenan desalojar, la única forma en la que José y sus compañeros dejen de aferrarse al basurero es que les aseguren un empleo que pague la comida y la salud.
Por ahora, y mientras tanto, se apertrecha con lo que puede. Sospecha que la cuarentena extendida es una bomba de tiempo de la que algunos no podrán escapar, así que espera lo peor: “La gente por donde vivo seguramente va a comenzar a saquear. No tenemos nada”.
“Somos basura para los políticos”
Luciano Pinto también recoge basura en este botadero de Ferrominera. Es padre soltero con tres hijos adolescentes de 12, 13 y 15 años, y todos viven en Cambalache, una zona apartada de Puerto Ordaz y donde hasta 2015 funcionó el relleno sanitario municipal. “Yo no estoy aquí porque quiera. Soy un profesional”, dice mientras se sienta en el muro que separa el botadero de la calle. Este hombre de 48 años es técnico en reparación de motores monobásicos, trifásicos, pintura y soldadura. Hasta 2017 trabajó en Alcasa y Sidor, pero tras el declive productivo y la anulación de los contratos colectivos, uno de los mayores atractivos de las empresas básicas, renunció. “Yo vi a las empresas caerse”, sentencia Luciano.
Al menos el 80% de los más de 40 mil empleados del sector aluminio y acero fueron enviados a sus casas con salarios devaluados, luego del apagón nacional de 2019 que terminó de apagar a la industria.
Así que, sin más opción, decidió reparar calzados, ventiladores y televisores pero el emprendimiento no duró mucho. Al poco tiempo esos oficios también se pusieron duros, y la entrada económica más estrecha. Fue entonces cuando comenzó a recoger basura y cazar chigüire, lapa y venado para redondear la semana. “El país me obliga, yo tengo que cargar con mis muchachos y hacer esto”, expresa apenado.
Ahora gana poco más de sueldo mínimo en el botadero de basura, y aunque no es a lo que le gustaría dedicarse, lo hace por sus hijos: para ayudarlos a que puedan completar sus estudios en el Colegio José María Vargas de Cambalache. Ese esfuerzo, por cierto, últimamente luce en vano. Sin internet, ni telefonía, los tres hijos adolescentes de Luciano se quedaron sin clases a distancia y en consecuencia sin el derecho a la educación por razones ajenas. “Somos tomados en cuenta solo cuando hay elecciones, ahorita somos basura para los políticos”.
Si no me hubiera enfermado…
Pedro llegó hace siete años de Barquisimeto a Guayana a continuar con un oficio al que se ha dedicado casi toda su vida: vendedor ambulante en semáforos y calles. Siempre le funcionó, pero ahora a sus 57 años está casi ciego de un ojo, tiene sordera y dice que le toca sobrevivir con que le den en el semáforo de la avenida Atlántico, en el cruce de la Universidad Experimental Antonio José de Sucre (Unexpo).
Le resulta más rentable así porque cuando se ofrece a rastrillar patios, o sacar la basura, le pagan muy poquito: “100 bolos que no alcanzan”. En Barquisimeto, Pedro también trabajaba en una tienda donde vendía mueblería y electrodomésticos. Renunció porque la paga era poca, y vino a Guayana con la idea de comenzar de nuevo. Primero vendió café, Toddy y panes en las calles hasta que lo atropellaron en la misma avenida Atlántico y le fracturaron el pie derecho que ahora mismo mantiene vendado.
Se apoya en una muleta rota que fabricó con cabillas soldadas porque no tenía dinero. Hace dos meses no toma antinflamatorios o medicinas para el dolor (cuestan más de 600 mil bolívares) porque no tiene para comprarlas.
Hasta hace poco pedir dinero en el semáforo le permitía comer, pero con la COVID-19 y la escasez de gasolina, hay poco tránsito y sus benefactores ya no pasan con la misma frecuencia. Con su gorra y su franela, Pedro es parte del paisaje urbano.
En el Centro de Diagnóstico Integral (CDI) de Los Olivos entregan gratuitamente las gotas que necesita, mas Pedro se cansó de esperar un turno que parecía que nunca le tocaría. Hizo la cola cuatro veces y nunca alcanzó a que lo atendieran en el horario reglamentario de la cuarentena.
“Si me sale un trabajo no vengo más para acá”, es la promesa que Pedro se hace. En otros tiempos vendía flores para los enamorados, con arreglos que él mismo hacía. “Si no me hubiese enfermado estaría trabajando”, se repite a sí mismo. Le apena pedir en el semáforo, pero por ahora no encuentra otra solución. El certificado de discapacidad al menos le permite conseguir comida a menor precio. Quedarse en casa no es una opción, nunca lo ha sido.
“Yo me siento bien porque no me ha dado eso”
William dice que no es de la calle, que él es de Sucre, aunque lleva 20 años viviendo en Guayana, 12 de ellos en las calles. Perdió a su madre cuando tenía 12 años, y cuando llegó a Guayana vivió con su tío y abuelo, hasta que lo encontraron drogándose y lo corrieron. Ahora William está recuperado, pero no vuelve porque siente vergüenza.
También es epiléptico. Sus compañeros de calle siempre le piden que cuente la historia la vez que se quedó pegado al transformador del mercado de Puerto Ordaz, electrocutado. Nadie sabe cómo es que sigue vivo, explica su amigo Jimmy: “Temblaba como un ratón, quedó pegao, no podíamos despegarlo, tuvimos que llamar a Corpoelec”.
William tiene varias cicatrices en su brazo derecho que dan fe de lo sucedido. Después de pasar el susto, él mismo sano sus heridas con sábila porque no quería exponerse al rechazo en un hospital. Dice que los médicos lo ignoran porque piensan que es un delincuente, por eso no quiere ni imaginarse cómo lo tratarían si tuviera coronavirus.
Así que en las veredas del centro de Puerto Ordaz aprendió a curarse las heridas. En el mercado trabajaba como asistente, cargaba la verdura y limpiaba los alrededores.
A veces se le ve hurgando en los desechos para conseguir algo de comer, o para vender. “Puede haber cadenas, relojes incluso. Es que busco trabajo y no me dan”. Si tuviese dinero volvería a Sucre, al campo de su familia donde aprendió a sembrar piña, yuca, pimentón, plátano, pero no tiene cómo y perdió el contacto con ellos hace muchos años.
Por ahora, y quién sabe hasta cuándo, su lugar son las calles ya no tan desiertas del antiguo centro de Puerto Ordaz. Pese a la extensión de la cuarentena, cada vez más personas salen de sus casas en busca de lo esencial para volver al encierro. De hecho, desde hace dos semanas los comerciantes intentan conciliar sin éxito un método con el Gobierno para reactivar parcialmente.
Así que no hay bululú en las paradas de autobuses, tampoco tráfico, pero sí personas deambulando en búsqueda de comida en los deprimidos basureros de esta zona comercial. El confinamiento redujo el comercio, y también los desechos de los que cada vez echan manos más guayaneses. El 12 de mayo Nicolás Maduro extendió la cuarentena por 30 días más.