RICARDO ORTEGA había sido CESADO como CORRESPONSAL en Nueva York por la presión del GOBIERNO ESPAÑOL

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Ricardo Ortega, el periodista español muerto en Haití, había sido cesado en octubre como corresponsal en Nueva York de «Antena 3», «por una presión expresa de La Moncloa». Esas fueron las palabras de Ricardo en uno de los últimos intercambios de correo que mantuvimos. No fue una frase suelta, era un texto largo, con todo lujo de detalles y lleno de reflexiones amargas. Gracias a los periodistas muertos, el público puede irse enterando de lo que es en realidad ésta profesión, en nuestra democrática y transparente sociedad. Un mundo de censura, autocensura, clientelismo y precariedad laboral…

Por RAFAEL POCH – 08/03/2004
Diario La Vanguardia

«Salgo para Haití»

Ricardo Ortega, el periodista español muerto en Haití, había sido cesado en octubre como corresponsal en Nueva York de «Antena 3», «por una presión expresa de La Moncloa». Esas fueron las palabras de Ricardo en uno de los últimos intercambios de correo que mantuvimos. No fue una frase suelta, era un texto largo, con todo lujo de detalles y lleno de reflexiones amargas.

Gracias a los periodistas muertos, el público puede irse enterando de lo que es en realidad ésta profesión, en nuestra democrática y transparente sociedad. Un mundo de censura, autocensura, clientelismo y precariedad laboral. Un medio ambiente mediocre y corrupto, como el de la época de Brezhnev en la URSS. Un universo en el que ascienden los disciplinados y conformistas, con poco margen para el espíritu crítico que surge de la honestidad y de la elemental sensibilidad ante la injusticia.

Las crónicas de Ricardo durante la guerra de Irak no habían gustado. Desentonaban con el infame alineamiento del gobierno del PP. Ya le habían llamado la atención en varias ocasiones. En mensajes anteriores me adelantó, que la cosa acabaría estallando. Pero con Ricardo no era fácil. Era listo, inteligente. Sabía cómo maniobrar, practicar el posibilismo, torear a los mediocres censores. Así, lograba seguir diciendo cosas, incluso en una cadena de televisión de la España actual.

«Lo que siempre me temí, ya ha llegado», me anunciaba en octubre. No tenía vuelta atrás, porque el cese venía «por una presión expresa de La Moncloa», decía. Pedía consejo. ¿Qué hacer?

Con la alegría de quien no se está jugando su propio puesto de trabajo, le propuse el recetario de Don Quijote; poner en evidencia a los censores con escándalo. Lo más importante es no hacerles el juego, llamar a las cosas por su nombre. Llevar la honestidad hasta sus últimos extremos. Será un glorioso desastre para tu carrera, porque te sentirás orgulloso ante tu consciencia.

«Pidió una excedencia», leo en las notas que se publican sobre su trayectoria. Aparentemente, todo muy limpio. No fue así. Ricardo calculó friamente sus posibilidades. Le interesaba más no romper con «Antena 3». Con algunos de sus jefes mantenía una excelente relación personal. Se trataba de intentar seguir vendiendo reportajes a esa y otras cadenas en calidad de autónomo… En nuestra correspondencia, Ricardo me pidió absoluta discrección. Ahora ya no hay secreto que valga. No habría citado todo esto, si no fuera por las inexactitudes que rodean su necrológica. ¿Es posible disimular, sin traicionar mi propio y grandilocuente consejo?

Lo más dificil es hablar friamente de Ricardo como periodista y persona. Ha sido de lo mejor. Dos anécdotas chechenas. Buscando un lugar para grabar una entradilla en los alrededores de Grozny, con su cámara (Kique o Manolo). Deciden subirse a la terraza de una casa destruida, a unos cien metros del lugar en el que se encuentran. Comienzan a caminar, y, en ese momento, cae un proyectil de artillería que destruye lo que quedaba de la casa y su terraza. Cuestión de pocos minutos. Otra, en los alrededores de Argún, en compañía de guerrilleros en campo abierto. Son detectados por un helicóptero ruso que comienza a ametrallarles. El único accidente del terreno es un riachuelo. Ricardo se mete en él junto con su cámara. El agua helada les llega a la rodilla y están solos. No hay follaje, son un blanco claro y fácil. El helicóptero, que distingue perfectamente la cámara, maniobra para enfilar de frente la vaguada. Ahora ya no hay cobertura ni error posible. En el momento en que va a empezar a disparar, el helicóptero es derribado por un guerrillero… con un lanzagranadas. Una especie de milagro. «!Allah Akhbar!».

Ricardo fue el mejor en Chechenia. Todos vivíamos de él, de sus contactos y relaciones. Conocía a todos los comandantes. Era una persona que inspiraba confianza a aquellos fieros personajes, mitad héroes, mitad hidalgos, mitad bandidos. Era un tipo valiente. Estaba acostumbrado a jugarse la vida por informar.

En Afganistán fue el primero en llegar a Talukán, cuando esa capital de provincia fue recuperada por el ejército del fallecido Masud. Ricardo accedió a la ciudad atravesando campos de minas, muy a su pesar. «Cuando me di cuenta, era más peligroso retroceder que continuar». Siempre me salía el mismo comentario: «pero, Ricardo, ¿tú crees que vale la pena tanto riesgo y sacrificio por una televisión tan mediocre?». No era un «guerritas», ni un inconsciente ávido de gloria periodística. Era el oficio.

Diecinueve meses antes habíamos entrevistado a Masud cerca de Talukán, en la visita más peligrosa a Afganistán que recuerdo. El 11 de septiembre de 2001, dos horas antes del atentado contra las torres gemelas, Ricardo, que para entonces ya trabajaba en Manhattan, me telefoneó a Moscú. Dos días antes habían matado a Masud en un atentado suicida muy poco afgano y Ricardo estaba «mosca», me dijo. Otra de sus grandes cualidades periodísticas era la intuición. «¿Se estará preparando algo en Afganistán?», se preguntaba. La respuesta la obtuvo aquel mismo día en Nueva York, junto a su oficina.

Ricardo Ortega había buscado contactos con la red de Ben Laden en Florida antes del 11-S. En Nueva York hay bastantes taxistas afganos y todo había empezado con una carrera casual por Manhattan con uno de aquellos taxistas, con quien había entablado conversación en ruso sobre Afganistán. El taxista le dio alguna pista y le dejó su teléfono. Ricardo hizo varias llamadas a aquel teléfono antes del 11-S. Luego se enteró de que su nombre figuraba en las listas de sospechosos del FBI, que había indagado sobre su persona ante el CESID a causa de aquellas llamadas.

Todo esto me lo explicó en el contexto de una conversación mucho más interesante, general y profunda sobre Estados Unidos, país con el que, naturalmente, estaba fascinado. Una fascinación inteligente, desde el cinismo y escepticismo resultado de nuestra común experiencia moscovita. Nada que ver con las bobadas del «sueño americano» y todo eso.

Ricardo se dio cuenta enseguida de que la política americana -lo que se cuece realmente en los pasillos del poder- es algo tremendamente opaco y secreto, sin apenas nada que ver con lo que ventila la «prensa más libre del mundo». Contra lo que se piensa, los americanos están pésimamente informados sobre su política y sobre el mundo en general. Sus medios de información consumen fundamentalmente el pienso que les ofrece la política informativa de su gobierno, incluidas filtraciones confidenciales o accidentales, que sirven para dirigir la atención hacia las convenientes falsedades. Recordemos los cuentos anteriores; el «expansionismo soviético», la «amenaza china en Asia», el «efecto dominó» y sus fantasías en las portadas de «Time», «Newsweek» y los demás; el inexistente «incidente del Golfo de Tonkin», que sirvió para iniciar la guerra de Vietnam. Todo eso ayuda a situar hoy la «guerra contra el terrorismo», la «amenaza de Corea del Norte», las «armas de destrucción masiva de Saddam», etc, etc. Gracias a esos medios, los ciudadanos de ese país creen, en serio, que Saddam representaba una amenaza de destrucción masiva para Estados Unidos, no para Kuwait, ni para Israel, o Irán, para Estados Unidos, y que estaba vinculado a redes terroristas.

«Al lado de esto, lo del Kremlin es un cuento de niños», me dijo Ricardo. Efectivamente, en Moscú, podíamos seguir las líneas maestras de la política rusa a grandes rasgos. Políticos y analistas con información de primera mano eran accesibles. «Nada de eso ocurre aquí, este es un mundo hermético, sin apenas fisuras». Entrevistar a un polítologo retrógrado de tercera categoría, o a un ayudante de senador, es complicadísimo en Washington para un medio español. Intuitivamente, Ricardo se acercaba así a conclusiónes parecidas a las del Profesor disidente, Noam Chomsky, una de las mentes más sanas y preclaras de ese gran país, que está llamando la atención hacia la conversión de Estados Unidos en una especie de estado totalitario, con intelectuales y medios de comunicación bien pagados de vocación orwelliana. Nosotros, en España, seguimos esa estela.

Otra consideración interesante sobre Ricardo Ortega es cómo llegó al periodismo. Su trayectoria demuestra que un buen periodista surge de lo más insospechado. Ricardo había estudiado físicas en Moscú y comenzó trabajando como intérprete en la delegación de la agencia Efe. De ahí pasó a hacer algunas fotos y a redactar algunos despachos, hasta que Lourdes García, que entonces llevaba la corresponsalía de «Antena 3» en Moscú, se quedó embarazada de nuestra segunda hija. Como periodista, Ricardo fue resultado de mi hija Elisa, una gloriosa carambola. La mejor consecuencia. Un lujo.

La tendencia a elogiar al querido compañero muerto puede parecer irresistible. No lo es al escribir estas líneas tan tristes. La profesión periodística es dura, individualista y competitiva. No suele expresar nuestras mejores cualidades. En ocho años de contacto con Ricardo, no recuerdo un sólo episodio mediocre. Mucha generosidad, nobleza de carácter, muchas risas y mucho ingenio. Sus padres, pueden sentirse orgullosos.

Los menos valientes nos sentíamos arropados con Ricardo. Viajar con él hacia la aventura, era una cierta garantía de seguridad. Era un tipo carismático, que inspiraba confianza y seguridad. Lo que le ha ocurrido en Puerto Principe ha sido mala suerte. Sin haber estado allá, se cómo fue su muerte. Conociéndole no tengo ninguna duda acerca de sus últimos momentos antes de ser herido: midió la situación, tomó la mejor decisión posible en aquel instante y a continuación le alcanzaron las balas. Es como cuando un buen conductor tiene un accidente de tráfico. Mala suerte.

Su último mensaje me anunciaba, la semana pasada, su próxima visita a Taiwán con motivo de las elecciones. «Me ha tocado un viaje gratis para cubrir las elecciones en una rifa de la ONU», decía. Un viaje organizado y financiado por la «diplomacia de los dólares» de Taipei, ahora que se había quedado sin el sueldo de «Antena 3». Y la última línea, «Salgo para Haití».