El OFICIAL que SALVÓ al PIANISTA

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Sale a la luz la historia de Wilm Hosenfeld, el capitán alemán en el que se inspiró Roman Polanski . Su interpretación de la barbarie tendía a ser religiosa: ´¿Será que el diablo ha tomado forma humana? No lo dudo´. Hosenfeld, el patriota, se fue volviendo fatalista y apocalíptico: ´Nos hemos llenado de una vergüenza inexpugnable, de una maldición imborrable. No merecemos misericordia, todos somos culpables. Me avergüenzo de caminar por la ciudad, cualquier polaco tiene el derecho de escupirnos en la cara´, escribió en su diario el 16 de junio de 1943. Los alemanes acababan de reducir a escombros el gueto de Varsovia. A su manera, y aunque perteneciente al bando de los asesinos, también fue víctima del horror. ´Hay que sellar los ojos y el corazón. La población es destruida inmisericordemente. Menos mal que tengo mucho, mucho trabajo´, escribió a su amada Annemarie en agosto de 1944, con Varsovia sumida en la hecatombe. Tres meses después, en una casona abandonada, salvaría la vida de Wladyslaw Szpilman. El pianista recordaría meses después: ´[Hosenfeld] Fue el único ser humano con uniforme alemán que yo conocí´.



Por CIRO KRAUTHAUSEN
DOMINGO – 25-07-2004

Fue un encuentro en el infierno. La sublevación de la resistencia ya había sido reprimida a sangre y fuego aquel 17 de noviembre de 1944 en Varsovia, y las fuerzas alemanas estaban cumpliendo a rajatabla la orden de Hitler de no dejar en la capital polaca una piedra sobre otra. En una abandonada casona residencial a punto de ser convertida en el cuartel general de las fuerzas de ocupación, el destino ese día juntó a dos hombres: Wladyslaw Szpilman, pianista milagrosamente escapado del Holocausto, y Wilm Hosenfeld, un capitán alemán ya desprovisto de cualquier ilusión o esperanza.

El oficial pidió al pianista probar su condición de músico y Szpilman, con las manos aún entumecidas por el horror, tocó el de Chopin. Tras descubrir que aquel hombre era judío, Hosenfeld le ayudó a perfeccionar un escondite en la buhardilla y durante un mes le proveyó de comida, envuelta en periódicos que daban fe del inminente final del Tercer Reich.

Por lo que cuenta Szpilman en su libro de recuerdos, ambos hombres poco pudieron hablar por temor a ser descubiertos. Pero Szpilman alcanzó a expresar su sorpresa ante lo que estaba sucediendo: «¿Es usted alemán?», increpó al uniformado. Hosenfeld reaccionó muy alterado: «Sí. Soy alemán», vociferó. «Y después de todo lo que ha sucedido, me avergüenzo de ello». El libro de Szpilman fue recreado por Roman Polanski en la película El pianista, que en 2003 obtuvo el Premio Oscar a la mejor dirección, al mejor guión (Ronald Harwood) y al mejor actor protagonista (Adrien Brody).

Szpilman había tocado la fibra más íntima y convulsa de este hombre que, aparte de ser soldado nazi, era también entusiasta pedagogo, cariñoso padre de familia, devoto católico y, ante todo, orgulloso patriota. Extractos de su diario y sus cartas han sido publicados en Alemania bajo el título Ich versuche jeden zu retten (Intento salvar a todos, editorial Deutsche Verlags-Anstalt, 2004).

Hosenfeld nació el 2 de mayo de 1895 en una familia relativamente acaudalada de un pequeño pueblo de la región de Hesse. Su padre fue maestro de escuela, la misma profesión por la que también él optaría. A los 19 años fue enviado a la I Guerra Mundial antes de acabar sus estudios y enrolarse a fondo en los Wandervögel, un movimiento juvenil que pregonaba la vuelta a la naturaleza y la camaradería entre los sexos, pero también coqueteaba con la mitología germánica. Combatió en Flandes, en los países bálticos y en Rumania. Herido de gravedad en dos ocasiones, nunca dejó de considerar como una humillación la derrota alemana, más aún por la manera como quedó sellada en el Tratado de Versalles.

De regreso a casa, se casó con Annemarie Krummacher. La pareja tuvo cinco hijos, y se interesaba por la música, el arte y la literatura. Hosenfeld tenía verdadera vocación de maestro y era un apasionado de una pedagogía más respetuosa con las personalidades individuales de los alumnos. Pero pese a este espíritu crítico y a alguna que otra simpatía republicana, el ex combatiente de la I Guerra Mundial rápidamente sucumbió al discurso nacionalsocialista de Adolf Hitler, una vez que su partido tomó el poder, en 1933. Se afilió a las fuerzas parapoliciales de las SA y al partido único, NSDAP, a cuyos congresos de Núremberg asistió en dos ocasiones. «Una vez más se apodera de mí la experiencia de la gran comunidad de la que formo parte. Es como en la guerra», escribió a propósito de uno de ellos, en 1936.

Sin embargo, nunca llegó a ser «cien por cien nazi», según se le reprochó en su entorno. A juzgar por sus escritos, ni compartía el virulento antisemitismo del Tercer Reich, ni estaba de acuerdo con los métodos de adoctrinamiento imperantes en las Juventudes Hitlerianas. Tampoco comprendía cómo el régimen podía prescindir del sustento de la Iglesia.

Pero la subordinación al designio nacional fijado por el Führer seguía incólume. Cuando Hitler ordenó atacar Polonia, en 1939, Hosenfeld sentenció: «Ahora, todas las diferencias políticas e ideológicas han de relegarse a un segundo plano. Todos tenemos que ser alemanes y dar la cara por nuestro pueblo».

El oficial de la reserva fue enviado a Polonia, donde hasta el final de la guerra formó parte del mando medio de las fuerzas de ocupación. Se encargó de la administración de un campo de prisioneros de guerra y de labores de capacitación en los batallones. «Me desvivo por mis tareas porque la entereza del soldado fluye por mis venas y me satisface la responsable dirección de mis hombres», anotó en una ocasión.

Al mismo tiempo, fue temprano testigo de las atrocidades cometidas en contra de la población civil tanto por parte de las SS y del llamado Servicio de Seguridad (SD) como por el mismo Ejército alemán, aunque en menor medida. La II Guerra Mundial apenas había comenzado y Hosenfeld ya se indignaba en su diario por los «crímenes contra la humanidad» que en Polonia cometían los alemanes.

Sabía lo que estaba ocurriendo. Su interpretación de la barbarie tendía a ser religiosa: «¿Será que el diablo ha tomado forma humana? No lo dudo». Hosenfeld, el patriota, se fue volviendo fatalista y apocalíptico: «Nos hemos llenado de una vergüenza inexpugnable, de una maldición imborrable. No merecemos misericordia, todos somos culpables. Me avergüenzo de caminar por la ciudad, cualquier polaco tiene el derecho de escupirnos en la cara», escribió en su diario el 16 de junio de 1943. Los alemanes acababan de reducir a escombros el gueto de Varsovia.

A su manera, y aunque perteneciente al bando de los asesinos, también fue víctima del horror. «Hay que sellar los ojos y el corazón. La población es destruida inmisericordemente. Menos mal que tengo mucho, mucho trabajo», escribió a su amada Annemarie en agosto de 1944, con Varsovia sumida en la hecatombe. Tres meses después, en una casona abandonada, salvaría la vida de Wladyslaw Szpilman. El pianista recordaría meses después: «[Hosenfeld] Fue el único ser humano con uniforme alemán que yo conocí».

SIETE AÑOS EN CAMPOS DE CONCENTRACIÓN DE STALIN

HOSENFELD LO PREDIJO una y otra vez al final de la guerra: los alemanes acabarían pagando por sus crímenes. Como pueblo, pero también como individuos. Resultó ser la cruel premonición de un hombre que, pese a sucumbir a la alucinación nacionalista, nunca perdió su decencia personal. Hosenfeld fue hecho prisionero por el Ejército Rojo en enero de 1945 e internado durante siete años en diversos campos de detención soviéticos.

Al despedirse de él en la casona de Varsovia, Szpilman le había pedido que memorizara su nombre por si algún día necesitaba de un testigo que declarara a su favor. Cuando fue detenido Hosenfeld, alcanzó a transmitirle un mensaje, pero el pianista ya no pudo dar con él, entre otras razones porque ignoraba su nombre. También otros de sus protegidos -entre ellos un antiguo comunista alemán y una familia polaca- intercedieron a su favor y ayudaron a su esposa, Annemarie. «El hecho es que toda suerte de canallas y malhechores siguen libres, mientras que este hombre, que merece una condecoración, tiene que sufrir», se lamentó en 1950 Leon Warm, otro judío a quien Hosenfeld había salvado en Varsovia.

Las peticiones de clemencia, sin embargo, o nunca llegaron a oídos de las autoridades soviéticas o fueron descartadas de plano por el aparato represor de Stalin. En juicio sumario, sin abogados ni garantías jurídicas, Hosenfeld finalmente fue sentenciado a 25 años de prisión. Para entonces había sufrido varios infartos. Su salud se fue deteriorando, como evidencia la errática caligrafía en las pocas cartas que desde aquel infierno pudo enviar a su familia. Wilm Hosenfeld falleció el 13 de agosto de 1952 en un campo de prisioneros en Stalingrado.