Un continente en proceso de mutación

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Es como si África se hundiera bajo el peso de los problemas: guerras, masacres, golpes de Estado, crisis políticas y sociales, dictaduras, enfermedades, éxodos… Y sin embargo, aquí y allá, las mujeres y los hombres luchan por sus derechos y su dignidad, las asociaciones de carácter cívico se multiplican…

13-03-2005
Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique

Es como si África se hundiera bajo el peso de los problemas: guerras, masacres, golpes de Estado, crisis políticas y sociales, dictaduras, enfermedades, éxodos… Y sin embargo, aquí y allá, las mujeres y los hombres luchan por sus derechos y su dignidad, las asociaciones de carácter cívico se multiplican, las experiencias democráticas son más duraderas, los creadores, los artistas y los artesanos dan muestra de una formidable vitalidad, la sociedad cada vez más urbanizada se mueve, se transforma y se proyecta con confianza hacia el futuro.

No obstante, en Occidente, son muchos los especialistas que le vaticinan aún más desgracias. Algunos culpan a los propios africanos. Como si no le bastara con morirse, África, aquejada del “síndrome de victimización”, estaría suicidándose, apoyada por las lagrimas de sus enterradores, los “negrólogos” que le mienten. Demasiado sencillo para ser cierto. Porque las sociedades africanas que se baten y se debaten merecen nuestra atención tanto como el “África de pesadilla” venerada por algunos intelectuales occidentales que están de vuelta de todo.

Muchos países, tras alcanzar la independencia, optaron por políticas de desarrollo voluntaristas, que no lograron el despegue económico debido al peso aplastante de la deuda externa y a una división internacional del trabajo falta de equilibrio. Desde entonces, las instituciones financieras del Norte imponen, con la complicidad de las elites locales, políticas liberales que agravan la crisis. Con los acuerdos de Lomé, la Comunidad Europea intentó suavizar la dureza de la competencia mundial concediendo a los países de África, el Caribe y del Pacífico ventajas unilaterales, tales como el acceso preferencial al mercado europeo. Se intentaba también compensar la variación de los precios mundiales de las materias primas y de los productos agrícolas. En el año 2000, con la aprobación del acuerdo de Cotonou, los europeos abandonaron estas aspiraciones y adoptaron el libre cambio clásico.

Pero la globalización no beneficia al continente. El premio Nobel de economía y antiguo vicepresidente del Banco Mundial Joseph Stiglitz demostró, a partir del caso de Etiopía, lo estériles que resultan las directivas que el Fondo Monetario Internacional impone a los Estados africanos. “Lo que dicen las estadísticas, escribe Stiglitz, lo ven con sus propios ojos en los pueblos de África los que salen de las ciudades: el abismo entre ricos y pobres se ha acentuado, el número de personas que viven en la pobreza absoluta –menos de 1 euro al día- ha aumentado. Si un país no responde a ciertos criterios mínimos, el FMI suspende su ayuda y, al hacerlo, lo normal es que otros donantes le imiten. Esta forma de actuar del FMI plantea un problema evidente: implica que, si un país africano obtiene la ayuda para un proyecto cualquiera, nunca podrá gastar ese dinero. Si, por ejemplo, Suecia concede una ayuda financiera a Etiopía para que construya escuelas, la lógica del FMI obliga a Addis Abeba a reservar esos fondos, con el pretexto de que la construcción de esas escuelas entrañará gastos de funcionamiento (los sueldos del personal, el mantenimiento de los equipos) que no estaban previstos en el presupuesto y producirá desequilibrios perjudiciales para el país”.

Estas políticas neoliberales debilitan especialmente a los productores de algodón africanos, de forma que toda la economía de los grandes países del Sahel estaría amenazada. En el Chad, el algodón constituye el principal producto de exportación; en Benín, representa el 75% de los ingresos de las exportaciones; en Malí, el 50% de los recursos en divisas y en Burkina Faso, el 60% de los ingresos por exportaciones y más de un tercio del producto interior bruto (PIB). El aceite que se obtiene de la semilla del algodón representa la mayor parte del consumo de aceite alimenticio en Malí, en el Chad, en Burkina Faso, en Togo, y una proporción importante en Costa de Marfil y Camerún. Esto sin mencionar la alimentación para el ganado derivada del algodón.

La devaluación del franco CFA, impuesta en 1994 no ha mejorado las cosas, sino que ha aumentado los desequilibrios estructurales de los catorce Estados afectados, once de los cuales figuran entre los países menos avanzados del mundo. El fracaso económico de gran parte del África subsahariana obliga a redefinir el propio concepto de desarrollo.

En cuanto a la política extranjera, desde la abolición del apartheid en Sudáfrica y el final del conflicto Este-Oeste, en el conjunto del continente se han redistribuido los papeles. Varios países desarrollan una diplomacia autónoma, especialmente la República Sudafricana, que se ha convertido en protagonista, incluso cuando, al margen de iniciativas puntuales, la política de Pretoria parece ir a tientas.

Las potencias occidentales ejercen una nueva guerra de influencias a golpe de acuerdos económicos y ayudas militares. Con el pretexto de luchar contra el terrorismo, en los últimos años Estados Unidos ha multiplicado los acuerdos militares con los países africanos, incluyendo a los Estados francófonos vinculados a París. Washington toma de este modo posiciones sobre el vedado territorio francés. Hay que decir, que cuarenta años después de las declaraciones de independencia, París ya no tiene ningún proyecto firme. Francia era antes “hacedora de reyes” en su “reserva” africana. Y sus embajadores, respaldados en el Chad, en África Central o en Gabón por influyentes agentes más o menos secretos, dirigían abiertamente la política interior. Así fue como París, incapaz de romper con esta tradición “francafricana”, se encontró metida en la trampa de Costa de Marfil.

Al bombardear la zona rebelde del Norte, el 4 de noviembre de 2004, el presidente Laurent Gbagbo empeoró gravemente la situación política del país. Los militares franceses de la operación “Licorne” desplegados en el país tras la rebelión de parte del ejercito, con el mandato de la ONU de controlar una “zona de seguridad” que dividiera Costa de Marfil en dos partes, tuvieron que intervenir en el centro de la ciudad para proteger a los extranjeros –africanos y europeos- que eran perseguidos en Abidján por manifestantes, con el riesgo de parecer un “ejercito de ocupación”.

Las crisis que golpean África son también de tipo sanitario. Como el paludismo que afecta a entre 1 y 2 millones de personas al año o el SIDA cuya repercusión es mucho mayor. El principal aliado del SIDA es la pobreza. En los países africanos, los ciudadanos y los Estados no pueden hacer nada para intentar parar la enfermedad por falta de medios. No hacer nada significa resignarse a ver desaparecer poblaciones enteras. Solo el África subsahariana tiene un 71% de personas afectadas, es decir 24,5 millones de personas adultas y niños. Entre las jóvenes africanas las tasa media de infección es cinco veces más elevada que entre los hombres.

Sin embargo, las razones para conservar la esperanza son abundantes. Por poco curioso que uno sea, puede ver el pulular de experiencias que revelan una excepcional vitalidad. Por ejemplo, en diciembre de 2004, en Lusaka (Zambia), tuvo lugar el 3er Foro Social Africano. A pesar de la falta de medios, esta reunión -precedida por varios foros locales- mostró la diversidad y la riqueza del movimiento social. Pese a la crisis y a la inestabilidad política, las experiencias democráticas se han multiplicado desde 1990. Y a partir de ellas han ido surgiendo prácticas cívicas originales. La llegada del multipartidismo ha hecho posible, en casi todo el continente, la eclosión de nuevos espacios de libertad, incluso aunque rara vez haya llevado a transformaciones cualitativas irreversibles, tanto desde el punto de vista cívico como del bienestar material de las poblaciones. Además, por todas partes, la falta de alternativas creíbles al modelo neoliberal ha provocado el repliegue en un discurso moral o religioso, o bien crisis de identidad, o incluso el agravamiento de las luchas por conquistar o conservar el poder. Es el caso de Senegal en donde, en marzo de 2000, la derrota electoral del presidente Abdou Diouf y el acceso al poder de Abdoulaye Wade suscitó una gran esperanza de cambio político y social. Pero, hasta ahora, el nuevo equipo no ha sabido implantar las grandes reformas indispensables.

A escala continental, el fracaso de la Organización de la Unidad Africana (OUA), que nació en 1963 en Addis Abeba (Etiopía), se ha confirmado. Globalmente, el balance resulta negativo respecto a los objetivos marcados en su acta de fundación, especialmente el artículo 2, que preveía el refuerzo de la solidaridad entre los Estados y la coordinación de sus políticas. En lo que se refiere a otro punto esencial, la defensa de la soberanía, de la integridad territorial y la independencia de los Estados miembros, la OUA se mostró incapaz de resolver los conflictos de Liberia, Somalia, Sierra Leona, Ruanda, Burundi y la República Democrática del Congo. Por lo tanto, no resulta sorprendente que, ante tantos fracasos, la OUA fuera reemplazada en julio de 2000 por la Unión Africana que deberá hacer frente a los graves desafíos del continente. Una nueva etapa se abre así en la historia del panafricanismo.


Traducido para Rebelión por Rocío Anguiano Pérez