DE LA MUERTE A LA VIDA. La historia de Somaratne

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Nací en un pueblecito del distrito de Gampaha (Sri Lanka). Éramos dos hijos y un hija. Yo era el segundo. Mi padre y mi madre eran ambos muy individualistas, egoístas, personas con corazón de piedra. Jamás nos sentimos amados. Además, mi padre era borracho. Desde nuestra tierna edad, mi hermano y yo huimos de esta casa sin amor. Nos las arreglamos para vivir por aquí y por allá: nadie se ocupaba de nosotros…

Nací en un pueblecito del distrito de Gampaha (Sri Lanka). Éramos dos hijos y un hija. Yo era el segundo. Mi padre y mi madre eran ambos muy individualistas, egoístas, personas con corazón de piedra. Jamás nos sentimos amados. Además, mi padre era borracho. Desde nuestra tierna edad, mi hermano y yo huimos de esta casa sin amor. Nos las arreglamos para vivir por aquí y por allá: nadie se ocupaba de nosotros.

Mi hermano menor regresó a casa un día, cuando mi padre estaba agonizando. Sentía tanto odio que tomó un trozo de madera y lo hundió en los ojos del moribundo. Eso muestra muy bien hasta qué punto había llegado su odio hacia él.

Joven todavía, encontré a una muchacha con la que me casé y formamos una familia. Yo tenía dos hijas. A inicios de los años 70, me adherí a un grupo rebelde llamado «Frente de Liberación Popular» (Janatha Vimukthi Peramuna). En esa época yo tenía alrededor de 35 años. Vivía entonces en la Provincia del centro-norte y consagraba todo mi tiempo y mi energía a trabajar por esta organización. Nuestra meta era tumbar al gobierno por cualquier medio. Yo había frecuentado muy poco la escuela y no era capaz de leer y escribir bien, pero tenía el don de la palabra. Por ello, durante numerosos encuentros, tomaba la palabra para adoctrinar con nuestra ideología a los otros jóvenes. Tras el fracaso de la insurrección de 1975, me capturaron y pusieron en prisión. Fui transferido a una prisión de Colombo. Y fué allí donde encontré mi liberación.

Mi celda se encontraba frente al pequeño vestíbulo donde las hermanas tenían la costumbre de encontrarse con los prisioneros católicos. Todos los domingos, yo veía a dos hermanas que les visitaban. Yo era budista y por lo tanto no tenía derecho a juntarme con los prisioneros católicos para hablar con ellos. Sin embargo, lo deseaba, pero al mismo tiempo me causaba miedo hacerlo. Estas hermanas me atraían, despertaban mu curiosidad. Ellas eran las únicas personas extranjeras que podían entrar en la prisión. Felizmente para mí, una hermana vino a visitar a los enfermos en el hospital de la prisión; yo me encontraba allí por una infección menor y tuve la posibilidad de hablarle. Ella me dijo que no tuviera miedo. Me despojé de todo temor y quise estar presente en el vestíbulo cuando las hermanas vinieran.

Me había dado cuenta de que una hermana tenía un pequeño libro del cual se servía para enseñarnos y que lo entregaba al sacerdote para que lo leyera durante la misa. Yo tenía muchas ganas de ver este libro, que contenía mensajes tan pertinentes que me ponían a reflexionar. Se lo pedí y ella me lo prestó. Jamás lo recuperó. Como yo no tenía nada que hacer, me puse a leer el Nuevo Testamento con pasión. Leía un pasaje por la mañana y otro en la noche, y, a partir de allí, reflexionaba sobre mi vida. La conversión aparecía lentamente en mí. Nadie sabía nada, ni siquiera las hermanas. Yo no hablaba a nadie de esta transformación interior que estaba operando.

Durante este tiempo, mi hermano había regresado a mi casa y había abusado de mi esposa. Ella me escribió diciéndome que no había tenido opción: ella debió someterse a él ya que su vida y la de los niños estaban en peligro. Le respondí que no se preocupara, que yo no tenía ningún sentimiento negativo para ella. De hecho, era yo el responsable de su soledad. Comprendí que ella estaba en una situación difícil y me sentía cercano a ella. Seguía leyendo el Nuevo Testamento, de donde sacaba mucha inspiración para mi vida. Trataba de ponerlo en práctica.

Regresé a mi casa. Al saber que yo estaba libre, mi hermano había desaparecido. Mi mujer había tenido un niño suyo. Retomé mi vida. Con muy pocos recursos y la ayuda de las hermanas, me puse a cultivar la tierra. Todos los del pueblo estaban sorprendidos de semejante cambio. Yo les hablaba mucho de perdón. Un día me fuí al convento de las hermanas y les expresé mi deseo y el de mi familia de ser bautizados. Eso ocurrió sin ningún problema y toda mi familia se hizo cristiana. Comencé a vivir mi vida de cristiano sabiendo muy bien que ya lo hacía desde hace mucho tiempo en mi corazón. Me volví muy ferviente y sentí una paz interior profunda.

Un día que estaba de visita en otra casa, alguien llegó gritando que mi esposa había sido apuñalada. Corrí a mi casa y descubrí a mi mujer bañada en su sangre. La cuchillada de mi hermano había sido fatal. La llevamos al hospital pero, en el camino, murió en mis brazos.

Es aquí donde el Nuevo Testamento me tocó profundamente. Me enseñó la paciencia y me permitió perdonar. Comprendí hasta qué punto Cristo había perdonado en su vida. Siguiendo a Él aprendí a perdonar a aquellos que me habían herido profundamente. Perdoné a mi hermano por ese gran crimen. Me negué ir a testificar contra él al tribunal. ¡Que Dios se ocupe de todo eso! Mi hermano sigue en prisión hasta el día de hoy. Yo no tengo ningún resentimiento contra él.

Ahora tengo más de 50 años. Mis dos hijas estudian donde las hermanas. Trato de ganar un poco de dinero para poder dejarles algo. Aparte de eso trato de practicar lo que Jesús nos enseña: «Amad a vuestros enemigos. Rogad por los que os persiguen… Si alguien te golpea en la mejilla derecha, déjale golpear la mejilla izquierda también». Y, a pesar de mis problemas, –porque no estoy bien en este momento–, estoy en paz.

(Tomado de la Revista Spiritus (Quito). Año 38/2.Nº 147. Junio 1997).