A la caza del extranjero… en África

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Sobre las expulsiones masivas de congoleños de Kinshasa de la vecina Brazzaville que tuvieron lugar de abril a septiembre del año pasado.

Acabo de leer un informe reciente de Amnistía Internacional sobre las expulsiones masivas de congoleños de Kinshasa de la vecina Brazzaville que tuvieron lugar de abril a septiembre del año pasado y pone los pelos de punta. Durante una operación policial llamada “Mbata ya Makolo” (la bofetada de los viejos, en Lingala), unos 180.000 congoleños fueron cazados como animales y expulsados de Congo-Brazaville en condiciones que, según la organización de defensa de los derechos humanos, pueden ser consideradas como crimen contra la humanidad.

Según se lee en el informe, bajo pretexto de luchar contra la criminalidad, la policía de Brazzaville hizo un uso desproporcionado de la fuerza, extorsionó, destruyó propiedades de los inmigrantes y en algunos casos se aprovechó de la circunstancia para violar a mujeres y niñas. En el colmo de la vileza, en esta caza masiva al extranjero participaron incluso estaciones de radio y de televisión, que alentaron a la población a denunciar a sus vecinos extranjeros, y también músicos locales, que compusieron canciones de contenido xenófobo con estribillos que rezaban: “que se vayan los extranjeros, así salvaremos nuestros puestos de trabajo”. La policía recorrió barrios populares dando mensajes con megáfono en los que se decía que alquilar una casa a un congoleño de Kinshasa se podía multar con 300.000 francos CFA (unos 550 euros). También amenazaron con multar a iglesias que albergaran en sus servicios de culto a extranjeros (me pregunto, con indignación, si el arzobispado de Brazzaville emitió alguna protesta, por tímida que fuera…) En esta operación, numerosos congoleños que tenían sus papeles de residencia en regla y solicitantes de asilo fueron también expulsados sin contemplaciones. Es un episodio más de la criminalización de la inmigración, que se da tanto (o más) en África como en Europa.

La libre circulación de personas en países africanos no pasa de ser, en la mayoría de los casos, una mera declaración de buenas intenciones que en la práctica casi nunca se lleva a cabo. Los países de la zona CEMAC, en el África Central, decidieron en junio de 2013 suprimir los visados para los ciudadanos de sus países miembros (Chad, República Centroafricana, Camerún, Congo Brazzaville, Guinea Ecuatorial y Gabón) con efecto desde el 1 de enero de 2014. Cuando faltaban dos meses, en noviembre de 2013, Guinea Ecuatorial y Gabón se echaron atrás y dijeron que no estaba preparados. En mayo de este año, durante la cumbre de jefes de Estado de los mismos países, acordaron aplicar la libre circulación sin visados “con efecto inmediato”. Dos meses después, si un chadiano, congoleño, centroafricano o camerunés quiere entrar en Guinea Ecuatorial o en Gabón, tendrá que procurarse un visado (un trámite que podrá llevarle meses y mucho dinero) o bien verá que le rechazan en la frontera.

Pero lo peor de todo es la verdadera caza al extranjero que tiene lugar, desde hace años, en numerosos países de África, y que pone muy en tela de juicio uno de los grandes mitos africanos: el de la hospitalidad. Lo siento, pero después de vivir 25 años en este continente cada vez me convenzo más de que la tan cacareada hospitalidad es, en realidad, algo que se da en el seno de la propia familia, pero muy raramente con los de fuera. Gracias a esta desconfianza hacia el extranjero, los gobiernos pueden desatar toda su represión y maquinaria de abusos contra los inmigrantes de fuera, en muchos casos aplaudidos por una población que no solamente ve las expulsiones masivas con buenos ojos, sino que incluso colabora denunciando al vecino. Así ocurrió con las expulsiones masivas de congoleños de Kinshasa en año pasado en Congo Brazzaville, y así ha vuelto a ocurrir a mediados de mayo de este año en la segunda ciudad congoleña, Pointe Noire. En esta segunda fase, los extranjeros en busca y captura son, sobre todo, los procedentes de países de África Occidental. En medio de esta barbarie, la comisión Justicia y Paz de la diócesis católica de Pointe Noire (cuyo obispo es el salesiano español Miguel Ángel Olaverri) protestó enérgicamente contra las redadas policiales y el trato vejatorio dado a los extranjeros. Si la Iglesia, que tiene una gran influencia social, en los lugares de África donde se cometen estos abusos reaccionara siempre de esta forma, sistemáticamente y a tiempo, tal vez otro gallo cantaría.

Cito brevemente el caso de otros cuatro países africanos donde cada vez se criminaliza más la inmigración: en Chad, los recientes atentados del grupo islamista Boko Haram en la capital, Yamena, han servido de pretexto a la policía para expulsar a cientos de inmigrantes de África Occidental, sobre todo malienses y senegaleses, incluyendo muchos que estaban en situación legal. En Guinea Ecuatorial, en marzo y abril de este año cientos de ciudadanos también de países de África Occidental, fueron deportados, en la mayor parte de los casos sin haberles dado ni siquiera tiempo a avisar a sus familias o recoger sus pertenencias. En bastantes casos, los policías que les detuvieron les obligaron a realizar chapuzas gratis en sus viviendas particulares si los detenidos eran albañiles, electricistas o tenían alguna otra habilidad profesional.

En Angola, el gobierno expulsa cada año a miles de congoleños refugiados en su territorio. En mayo de este año expulsaron a 30.000 de ellos. En febrero de este año, cientos de ciudadanos de Guinea Conakry fueron detenidos y expulsados del país, la mayor parte de ellos cazados a la salida de la mezquita el viernes. Desde que en noviembre de 2013 el gobierno de Angola anunció que tomaría medidas para limitar la práctica del Islam en el país, los inmigrantes musulmanes se quejan de un acoso interminable.

En Gabón, el país donde vivo, los policías irrumpen sin previo aviso en los barrios conocidos por su población inmigrante y acosan a ciudadanos de África Occidental para, en la mayoría de los casos, meterles miedo y obligarles a pagar dinero por dejarles en paz. Los taxistas son una presa fácil, puesto que la mayor parte de los conductores de taxi son extranjeros. Da lo mismo que tengan los papeles en regla. Y a los que han pedido el refugio o el asilo tras huir de países en guerra –como ocurre con los centroafricanos- les dejan en un limbo legal en el que les pueden dejar durante años sin darles una respuesta y sin proporcionarles ningún documento identificativo que acredite que son solicitantes de asilo, lo cual les deja en la vulnerabilidad.

Los gobiernos que realizan estos abusos, actúan con la ventaja de saber que la población, en general, tiene bastante ojeriza a los extranjeros y les ve como rivales que vienen a quitarles el trabajo o, en el caso de las mujeres inmigrantes, como prostitutas que vienen a quitar el marido a las mujeres locales. Si estos hechos suceden en un país donde se acercan las elecciones, como es el caso de Gabón, Congo Brazzaville, Guinea Ecuatorial o Angola, las expulsiones masivas sirven como publicidad barata para el gobierno, que de esta forma busca hacer ver a los ciudadanos que se toman en serio la seguridad y toman medidas adecuadas.

El domingo pasado, al salir de la casa donde vivo, me encontré con el triste espectáculo de ver a varios taxistas detenidos, rodeados de policías y de viandantes que les increpaban. Un gendarme pedía a uno de ellos, que tenía sus documentos en regla, a gritos mostrarle el certificado médico con el que se había sacado el carné de conducir. El interpelado, en un impulso quien sabe si de ira o de dignidad, miró fijamente al gendarme y aún tuvo agallas de gritarle: “¿Y qué más? ¿Quieres también que te enseñe mi partida de nacimiento? Vosotros sólo queréis aprovecharos de nosotros para sacarnos el poco dinero que tenemos”.

Autor: José Carlos Rodríguez Soto

Fuente: Mundo Negro