…’Debemos ir por todas partes para introducir en las masas la conciencia de nuestra acción; debemos, una vez más, confirmar en todos los parlamentos que queremos la paz’
Ante ese riesgo de conflagración europea, que en cierto modo ya había comenzado como colisión entre países menores, la Internacional convoca el Congreso extraordinario de Basilea. Tan importante fue en esta ocasión el Congreso mismo, como la extraordinaria manifestación popular que se llevó a cabo durante la tarde del primer día de la reunión.
En efecto, una inmensa muchedumbre llegada de todo el país, y de expediciones al efecto, se puso en marcha al medio día desde la sala donde se celebraban las sesiones hacia la vieja catedral de Basilea. Aquel histórico templo de resonancias europeas, sede de antiguos concilios de la Iglesia cristiana medieval, fue el escenario elegido para acoger bajo sus bóvedas en este caso la invocación laica en pro de la paz.
Las autoridades civiles de la ciudad, así como el Consejo de la Iglesia, que desde la Reforma administraba el templo, aguardaban la llegada de los más notables dirigentes del socialismo, de los quinientos cincuenta y cinco delegados del Congreso y de los miles de trabajadores que les acompañaban. Cuando la multitud invadía las naves y sus banderas se situaban bajo el coro, el órgano hizo sonar el «Himno a la Paz» de Beethoven.
En el exterior del recinto, desde otras tribunas dispuestas con ese objeto, otros oradores habrían de dirigirse igualmente en son de paz al grueso de la manifestación que no tuvo cabida en la catedral. En el interior, Jean Jaurés pronuncia uno de los discursos más bellos y más graves de su extensa vida política: «Hemos sido recibidos en esta iglesia al son de las campanas, que me pareció, hace un momento, como un llamamiento a la reconciliación general» (…) «el momento es serio y trágico. Cuanto más se precisa el peligro, se acercan las amenazas, más urgente se vuelve la pregunta que el proletariado nos plantea, no, se la plantea a sí mismo: si la cosa monstruosa está verdaderamente allí, si efectivamente será necesario marchar para asesinar a hermanos, ¿que haremos para escapar a ese espanto?» «… la Internacional debe velar por hacer penetrar en cada lugar su palabra de paz, desarrollar en cada lugar su acción legal o revolucionaria que impida la guerra o sino a pedir cuentas a los criminales que serán responsables de ella… «Debemos ir por todas partes para introducir en las masas la conciencia de nuestra acción; debemos, una vez más, confirmar en todos los parlamentos que queremos la paz.»
Jaurés, símbolo del pacifismo combativo, que todavía volvería a proponer en julio de 1914, en el Congreso del Partido Socialista francés, la huelga general contra la guerra, fue asesinado dos semanas más tarde, justo cuando comenzaba la I Guerra Mundial.
A partir de estas solemnísimas e inolvidables jornadas de Basilea, la II Internacional se encamina como guiada por un halo trágico hacia su propia destrucción, desbordada por unos sucesos que no sólo le es imposible detener sino que forzarán a cambiar las posturas de sus principales componentes, de todo lo cual acaba produciéndose una nueva ruptura o desgarro histórico en el cuerpo y en el espíritu del movimiento obrero. (Escisión socialismo-comunismo). (…)
En efecto, buena parte de aquellos dirigentes que en noviembre de 1912 hablaron en la catedral o en la plaza de Basilea y que votaron a favor de la resolución única y unánime contra la guerra, y que arengaban a la multitud pidiéndole una resistencia total, se integraban, en 1914, en los gobiernos de guerra de sus respectivos países y, muchos más, votaron los créditos de guerra en los parlamentos a que pertenecían. Igualmente, aquellos líderes sindicales que en noviembre de 1912 alzaban su voz reclamando la huelga general contra la guerra, convencidos de que ésta no es posible sin las manos activas de los obreros que fabrican y transportan las armas para los soldados, en 1914 estaban fielmente a las órdenes de sus gobiernos para asegurar el funcionamiento del aparato industrial diezmado por las movilizaciones e, incluso, incrementar su rendimiento productivo. Sólo una exigua minoría se mantuvo íntegramente fiel a lo dicho por todos en 1912 -quizá con sincera emoción- en Basilea.
L. GÓMEZ LLORENTE.
Apuntes sobre el movimiento obrero.1992. 278-280