Cuidar de otros y dejarse cuidar por otros: una experiencia desde la enfermedad

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 La autora, profesora de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla), nos ofrece sus reflexiones –sus confesiones– sobre la enfermedad, que nos hace vulnerables y, por eso mismo, nos sitúa más cerca del amor Dios, quien invita a los hermanos a socorrernos y, de este modo, a ser ellos mismos sanados.

 La oración del Padre Nuestro introduce este texto. En ella se nos reconoce como hijos de un mismo Padre. Esa filiación común conlleva una responsabilidad con el otro, un otro en el que me reconozco, pero que a la vez me excede y me interpela.

Cuando hablo de cuidar-de y de dejarse cuidar, quiero significar que constituyen un acto de reciprocidad de amor a fondo perdido. No es un dar para recibir. No es una renta de afecto, tal como pueden señalar algunas teorías antropológicas.

Sabemos que la enfermedad es un hecho que afecta a la globalidad de nuestro ser (cuerpo, mente, espíritu) y transforma la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás y también con Dios.

El proceso de enfermedad viene acompañado de dolor, sufrimiento, negación. También es posibilidad de apertura a una realidad nueva, una oportunidad de encontrarse con la propia debilidad y de poder reconciliarse con ella. En esta debilidad, en este abandono en los propios escombros (como señala André Louf en su libro A merced de su Gracia), es donde uno puede reencontrarse con Dios y con los hermanos.

No obstante, parece que el ambiente cultural de nuestros días nos llama a otra cosa. Hay una exigencia a ser fuertes, a resistir estoicamente los embates del dolor, de la enfermedad, y al mismo tiempo nos tienta a recluirnos hedónicamente en nosotros mismos, abocándonos muchas veces a una insoportable soledad.

De una u otra forma, todos cargamos en la vida con hechos que dolorosamente nos configuran. Para los cristianos, ese peso es la cruz. Todos llevamos nuestra cruz a cuestas. Mi cruz tiene mucho de enfermedad, dolor y pérdida. La enfermedad y la muerte han estado siempre presentes.

Aún no había cumplido los diez años cuando mi madre enfermó de cáncer. Desde entonces, el cáncer me ha acompañado hasta hoy, como una inquietante presencia, como un duelo ininterrumpido. Me he sentido muchas veces interpelada por esta enfermedad: ¿acaso quiere algo de mí? Intenté responder a esta pregunta acompañando a enfermos de cáncer en una Unidad de Cuidados Paliativos. Con el tiempo, llegué a creer que ya sabía lo suficiente.

Fue entonces cuando me tocó vivir esta enfermedad en carne propia.  El cáncer llegó a mi vida volviéndolo todo del revés; perdí ‹‹mi salud››, ‹‹mi trabajo››. Las cosas cotidianas, que precisamente por serlo parecen invisibles e insignificantes, cobraban ahora una importancia crucial (poder caminar, comer, atender las necesidades de mis hijos). Anhelaba la bendita rutina alterada en una espiral de imprevistos, fuera de todo control. Dependía tanto de los demás que a veces se me hacía insoportable. Era imposible planificar algo a medio o largo plazo. Y siempre acaba todo mediado por la enfermedad y por las constantes pruebas médicas. Siempre la pesadez de la debilidad y de la incertidumbre.

Cuando gozaba de buena salud cuidar de los otros era reconfortante, quizás, entre otras cosas, porque ahí se siente que se ejerce el control. Hay una lógica cultural que nos lleva a actuar como si todo, o casi todo, dependiera de nosotros mismos. Y uno acaba incorporando a su lenguaje los eslóganes más de moda: ‹‹uno es el dueño de su propio destino, puedes conseguir lo que te propongas››.

Dejarse cuidar es mucho más difícil, requiere una gran dosis de humildad. A lo largo de estos últimos años lo más difícil ha sido aceptar la enfermedad y dejarme cuidar por otros: familiares, amigos, incluso desconocidos que en la distancia me hacen llegar sus oraciones.  En la debilidad las expectativas sobre la vida decrecen, o mejor dicho, uno aprende a vivir creciendo hacia abajo. Los planes de futuro se perciben entonces como un artificio; hay tanta incertidumbre que la realidad se concibe en presente. El dolor solo puede expresarse en presente,  y uno solo desea ‹‹poder vivir lo mejor posible este día que empieza››.

Uno de los comentarios que peor he llevado durante mi enfermedad era: ‹‹Olga, eres muy fuerte; un ejemplo de fortaleza››. No sabía por qué, pero escuchar esa frase me generaba crispación. No me reconocía ahí. Con el tiempo lo he entendido: ¿fuerte? que en la soledad lloro de impotencia porque no me reconozco en este cuerpo; que mi cabeza me lleva a donde no quiero, a obsesiones, miedos y a veces me siento enloquecer. ¿Fuerte? que dependo para levantarme de los cuidados de mis hijos, de mi marido y de su infinita paciencia; que me sostienen permanentemente los cuidados del oncólogo, el cirujano, las enfermeras y auxiliares, la psiquiatra y sus antidepresivos. ¿Fuerte? A ti Dios mío no puedo engañarte cuando me arrodillo ante ti rogándote que tengas misericordia de mí.

Creo que esta tendencia a crearse una armadura de fortaleza nos impide acoger los dones que la vida, Dios Padre, pone en nuestras manos. Me detengo en dos aspectos que para mí han sido cruciales:  la apertura al amor y la creatividad.

La apertura al amor de Dios que nos llega a través de sus infinitas mediaciones: la oración, los sacramentos, los cuidados de los otros, la familia, los hermanos, la naturaleza, el tiempo. Acoger el amor de Dios nos lleva a descubrir en nosotros una nueva sensibilidad, esa que nos hace poner en valor aspectos de la vida que antes pasaban desapercibidos.

Recuerdo con gran cariño un hecho que podría parecer intrascendente. A la mañana siguiente de salir de la UCI, entraron en la habitación del hospital dos auxiliares de enfermería. Era la hora del aseo y yo estaba totalmente inmóvil en la cama. Sentí un pudor, una vergüenza tremendos. Solo pude decirles: ‹‹lo siento, me da mucha vergüenza››. Y cerré los ojos, como si así pudiera esconderme de mí misma. Sentí entonces el agua templada sobre mi mutilado cuerpo, el olor fresco a limón del jabón, y unas manos cuidadosas que me acariciaban mientras me hablaban con ternura. Pasaron los días y la escena se repetía, pero mis sentimientos fueron cambiando. Sentía una gratitud inmensa hacia ellas. Sabía que sus cuidados habían restaurado la dignidad que aquel día yo misma me había negado.

El amor siempre es creativo. Esa frase la escuché por primera vez, siendo muy joven, de Julián Gómez del Castillo, un testigo de Cristo que amó profundamente a la Iglesia. El amor no desiste, es fecundo, es esperanza.

La enfermedad nos deja secuelas, en especial cuando hablamos de enfermedades crónicas. Hoy dominan las enfermedades crónicas y las grandes dependencias. Este tipo de situaciones, cuando llega, lo hace para quedarse y, de alguna manera, nos transforma. Intenté repetidamente reanudar las cosas que antes de la enfermedad ocupaban mi tiempo. Volver a impartir clases, seguir acompañando enfermos en el hospital, retomar el control sobre las tareas domésticas. Mientras más empeño ponía en recuperar mi vida anterior más fuerte era la decepción. Mi cuerpo y mi cabeza se resistían, era un querer y no poder. Entonces tomé conciencia de mi cuerpo (cuando el cuerpo no duele, no se siente, es como si no existiera), un cuerpo que tengo que cuidar para hacer lo que más me importa, poder cuidar a los que tengo más cerca.

Una experiencia que me ha sostenido durante la enfermedad ha sido la cercanía con jóvenes inmigrantes procedentes de África. Era una realidad nueva para mí. Ellos necesitaban practicar español y me he prestado a visitarlos con cierta frecuencia, siempre que la enfermedad me da tregua.

Con ellos he aprendido todo aquello que nos une más allá de las diferencias de lengua, religión, nacionalidad. Nos reconocemos en lo esencialmente humano: en la conciencia de la vida, de la muerte, en el deseo, en la necesidad de ser queridos, acogidos, cuidados.

Habíamos experimentado la cercanía de la muerte, pero ellos, a sus 17 o 18 años, habían sufrido la violencia, el rechazo, el hambre, el abandono. Yo en ese momento vivía mis heridas con resentimiento, con miedo, apesadumbrada. Ellos llegaron atemorizados, desconfiados, famélicos. El tiempo, los afectos, los cuidados de unos y otros nos han ido poco a poco transformando.  Hoy podemos expresar la gratitud, la alegría y las nuevas oportunidades que nos brinda la vida. Sabemos que estamos vivos, gracias a Dios.

Como dice Alexandre Freire sobre la enfermedad en Basilio de Cesarea: ‹‹solo quien pide ser-y se sabe- amado logra amar; solo quien pide ser-y es-consolado logra consolar; solo quien pide ser –y es- acompañado puede conocerse mejor para acompañar a quien no se resigna a la dificultad de conocerse›› (De la Torre, 2019: 24).

Dejarse cuidar es aceptar la fragilidad, acoger la misericordia, vivir con gratitud los dones que Dios pone en nuestras manos cada día. Es abandonarse al Padre con la esperanza de saber que ‹‹Él hace nuevas todas las cosas›› (Ap 21,1-5).

Olga Soto Peña

Artículo de la revista Id y Evangelizad. Suscríbete.