Hacia una sociedad universal del consumo. El consumismo mundial hace planear el peligro de una sociedad en la cual el consumo se convierta en la única actividad humana y, por tanto, en lo que defina la esencia del individuo. ¿Existe una actividad intrínsecamente más mundializadora que el comercio, una ideología más indiferente al destino de las naciones que el capitalismo, un desafío a las fronteras más audaz que el mercado?
02/05/2003
Por Benjamin R. Barber
Revista Autogestión
La cultura mundial americana -la cultura Mc World- es menos hostil que indiferente a la democracia: su objetivo es una sociedad universal de consumo que no estaría compuesta ni de tribus ni de ciudadanos -todos ellos malos clientes potenciales- sino solamente de esta nueva raza de hombres y mujeres que son los consumidores. Esta nueva cultura globalizante deja fuera de juego no sólo a los que la critican desde un punto de vista reaccionario sino, igualmente, a sus competidores democráticos que sueñan con una sociedad civil internacional constituida por ciudadanos libres partícipes de las culturas más variadas.
Los colonizados y las culturas locales (porque desean minimizar el grado de su servidumbre) así como los colonizadores y los mercados mundiales (porque desean relativizar el grado de su hegemonía) viven con la ilusión de la reciprocidad, el verdadero poder se sitúa en una de las partes, como cuando la pitón se traga la liebre. Lo mismo que la pitón, McWorld se adorna un instante con los colores de las culturas que ingurgita: la pop music, mezclada con ritmos latinos y reggae en los barrios de Los Ángeles; los Big Macs, servidos con vino francés en París o fabricados con buey búlgaro en Europa del Este; Mickey hablando francés en Disneyland-París. Pero, a fin de cuentas, Music Television (MTV), McDonald’s y Disneyland son, ante todo, iconos de la cultura americana, caballos de Troya de Estados Unidos que se inmiscuyen en las culturas de las demás naciones.
McWorld es una América que se proyecta en un porvenir configurado por fuerzas económicas, tecnológicas y ecológicas, que exigen la integración y la uniformización. Un porvenir que reúna a todos los países en un vasto parque temático mundial, enteramente intercomunicado por las tecnologías de la información, los intercambios comerciales y la industria del espectáculo. Incluso en los lugares en que las fuerzas de la religión y el tribalismo se oponen a McWorld, éste lo hace mejor que sus adversarios. Los integristas iraníes tienen, quizá, un oído dirigido hacia los mulás que les exhortan a la guerra santa, pero el otro está vuelto hacia Star Television, la cadena de Rupert Murdoch que retransmite por enésima vez, por satélite, episodios de Dinastía.
En Europa, en Asia y en las Américas, los mercados ya han erosionado las soberanías nacionales y han engendrado una nueva cultura, la de los bancos internacionales, las organizaciones comerciales, los lobbies transnacionales como la Organización de países exportadores de petróleo (OPEP), los servicios mundiales de información (CNN y BBC), y las compañías multinacionales. Son los nuevos soberanos de un mundo en el que los Estados-naciones ya no pueden controlar su propia economía y menos todavía dominar los movimientos de capitales sobre los mercados planetarios.
Una «videología» casi irreversible
Aunque no generen ni intereses comunes ni una legislación común, estos mercados exigen no solamente una moneda común, el dólar, sino también una lengua común, el inglés. Además engendran comportamientos idénticos en todas partes, los de una vida a la vez urbana y cosmopolita. Los pilotos de líneas aéreas, los programadores informáticos, los realizadores de films, los banqueros internacionales, las celebridades del espectáculo, los especialistas en ecología, los petroleros, los demógrafos, los contables, abogados y atletas, constituyen una nueva especie de hombres y mujeres para quienes la religión, la cultura y la pertenencia étnica son elementos marginales: su identidad es, ante todo, profesional.
Los bienes de la nueva cultura mundial son más imágenes que formas materiales, más una estética que una gama de productos. Es una cultura reducida al estado de producto, donde el hábito hace al monje, o el «look» se convierte en una suerte de ideología. Las galerías comerciales, las plazas «públicas» privatizadas y los barrios sin vecinos de las afueras residenciales son las nuevas iglesias de esta civilización mercantil. Los nuevos productos son menos bienes que imágenes que contribuyen a crear una sensibilidad planetaria, vehiculada por logotipos, stars, canciones, marcas y jingles. La correlación de fuerzas se convierte en fuerza de seducción; la ideología se muta en una especie de «videología» a base de sonidos expresados en bits y de videoclips.
La videología es más borrosa que la ideología política tradicional, lo que la hace mucho más eficaz para insuflar los valores que los mercados mundiales requieren. Estos valores no son impuestos por gobiernos coercitivos o sistemas educativos autoritarios; son transfundidos en la cultura por pseudo-productos culturales -películas o publicidad- de los que se deriva un conjunto de bienes materiales, de accesorios de moda y de diversiones. El rey León, Parque Jurásico y Titanic no son solamente películas sino también verdaderas máquinas para comercializar alimentos, música, vestidos y juguetes.
La cultura americana universal de McWorld es casi irresistible. En Japón, por ejemplo, los burgers y las patatas fritas han reemplazado, prácticamente, a los fideos y los sushi; los adolescentes se pelean con expresiones inglesas en las que se percibe apenas el sentido afín de parecer «cool». En Francia donde, hace menos de diez años, los puristas de la cultura luchaban contra las depravaciones del «franglés», la salud económica se mide también por el éxito del Disneyland-París. La aparición repentina de Halloween como nueva fiesta francesa para estimular el comercio en el período de calma que precede a la Navidad es el ejemplo más consternador de esta tendencia a la americanización.
La uniformización no es lo único controvertible. Frente a la realidad persistente de las rivalidades tribales, del terrorismo, del integrismo religioso, del fanatismo de extrema derecha y de las guerras civiles, las profecías sobre el fin de la historia a la salsa Fukuyama (1), han errado el tiro. Aunque persisten las micro-guerras, la homogeneización producida por los mercados de McWorld conseguirá probablemente instaurar una macro-paz favoreciendo el triunfo del comercio y el consumismo y dando a los que dominan la información, la comunicación y la diversión, el control último sobre la cultura… y el destino humano. Lo que significa que los temores de un Paul Kennedy sobre el declive de América (2), con el pretexto del declive de su economía tradicional a base de bienes materiales, no son ciertos en absoluto. Más razonable parece el panorama de una nueva hegemonía apoyada en el poder de la información y la tecnología y no sobre el volumen del producto interior bruto o del potencial del sector manufacturero.
¿Existe una actividad intrínsecamente más mundializadora que el comercio, una ideología más indiferente al destino de las naciones que el capitalismo, un desafío a las fronteras más audaz que el mercado? Para muchos, las compañías gigantes desempeñan a menudo un papel más decisivo en los negocios internacionales que las naciones o las etnias. Nosotros les llamamos «multinacionales», pero los calificativos de «postnacionales» o de «anti-nacionales» serian más apropiados. Rechazan toda idea de frontera o de provincialismo, que les atarían en el tiempo o en el espacio. «En el planeta Reebook, proclama la campaña del fabricante de zapatos deportivos, no hay fronteras».
En Estados Unidos, en una pegatina popular a favor del proteccionismo, se podía leer: «Los verdaderos americanos, compran americano» y muchos ciudadanos estiman que el Acuerdo de Libre Cambio Norteamericano (ALENA) ha liquidado los intereses de los trabajadores. Pero ¿cuál es el coche más «americano»? ¿El Chevy, fabricado en México con piezas separadas importadas de otros países, y luego re-exportado a Estados Unidos por consumidores que piensan que «compran americano»? ¿El Ford fabricado en Alemania, por mano de obra turca, para ser exportado a Nigeria? En el mercado mundial, los factores determinantes no son ya ni el capital, ni el trabajo ni las materias primas, sino, sobre todo, la forma en que estos tres elementos son manipulados por la información, la comunicación y la administración, esas auténticas palancas de la nueva economía.
Esas palancas, más virtuales que concretas, resisten a las reglamentaciones físicas y territoriales de los órganos de control gubernamentales ya influidos por la ideología del Estado minimalista. Un gran número de analistas aceptan hoy, como cosa hecha, el concepto de «empresa virtual», que, lanzado hace algunos años por Robert Kuttner, parecía entonces original. Kuttner pensaba en una empresa que no era ya una entidad física, con una implantación o una misión fijas, sino un conjunto, en perpetuo movimiento, de relaciones temporales coordinadas por una red de ordenadores, teléfonos y teleco- piadoras.
La mundialización así definida ¿cómo podría ser compatible con la concepción tradicional de la soberanía nacional y democrática? Ciertamente, las nuevas obligaciones de los mercados son invisibles, es decir, amables, combinadas con una retórica complaciente de libertad de elección y de libertad del consumidor. «Os ofrecemos la libertad, proclama la publicidad de una cadena de fábricas de patatas cocinadas del Midwest americano, porque os damos la elección de la salsa de acompañamiento. La libertad mundial se parece cada vez más a la elección de la salsa de acompañamiento del único plato disponible.
En los años 60, Herbert Marcuse predecía la reducción del individuo a una sola faceta: un conformismo domesticado por la tecnología más que por el terror y en el que la civilización no produciría más que un «hombre unidimensional» (3). Pero, en aquella época, la otra vertiente de la dialéctica de Marcuse -la capacidad de respuesta- dominaba y su profecía parecía excesiva. Aunque se notara como aumentaban las tendencias totalizantes, incluso totalitarias, de la cultura industrial, presentía qué fuerzas podrían romper este enclaustramiento.
Hoy, la capacidad del mercado para asimilar todas las diferencias y todas las rebeliones y para mezclar todas las oposiciones ideológicas -gracias a la nebulosa entretejida entre información y espectáculo- vuelve a poner a la orden del día los temores de Marcuse. El consumismo mundial hace planear el peligro de una sociedad en la cual el consumo se convierta en la única actividad humana y, por tanto, en lo que defina la esencia del individuo. La unidimensionalidad adquiere una realidad geoespacial palpable en la arquitectura de las galerías comerciales, donde las plazas públicas han sido reemplazadas por espacios privados destinados a optimizar el comercio. Son emblemáticas de Privatopía, esta nueva ciudad al margen de la ciudad de las mayorías -vulgar, multirracial y peligrosa- que ofrece un universo de calma y seguridad situado bajo estrecha vigilancia.
Los turiferarios del mercado continúan considerando este tipo de crítica como algo ya muy visto de las profecías, a sus ojos confusas, de Herbert Marcuse. Muchos sostienen que la sociedad de consumo, pese a que degrade el gusto, multiplica las posibilidades de elección creando así una democracia de consumidores. Pero las relaciones que se crean en el mercado no podrán reemplazar a las de la sociedad. El problema no se sitúa respecto al capitalismo en tanto que tal sino con la idea de que el capitalismo puede responder, por sí solo, a todas las necesidades humanas y proporcionar la solución a todos los problemas. Y, lo mismo que en otros tiempos algunos progresistas creían que un gobierno paternalista podía resolver todos los problemas, los conservadores antiestatistas están convencidos no solamente de que el Estado no puede resolver ningún problema humano, sino de que el mercado puede hoy tener éxito en todas partes donde el Estado ha fracasado.
Se ha instalado una desastrosa confusión entre la afirmación razonable -y ampliamente difundida- de que un mercado regulado con flexibilidad es el instrumento más eficaz de la productividad económica y de la acumulación de riqueza, y la delirante pretensión de que un mercado libre de toda reglamentación sería el único medio de producir y distribuir todo lo que queremos: de los bienes duraderos a los valores espirituales, de la reproducción del capital a la justicia social, de la rentabilidad del momento presente a la preservación del medio ambiente para el próximo siglo, de Disneylandia a la alta cultura, del bienestar individual al bien común. Esta pretensión conduce a algunos a preconizar la transferencia al sector privado de sectores tan claramente públicos como la educación, la cultura, el pleno empleo, la protección social y la supervivencia de los medios naturales, ¿Y por qué no la «externalización» a sociedades comerciales de la silla eléctrica?
El «gobierno» que han desmantelado en nuestro nombre es, en realidad, el único garante de nuestras libertades y nuestros intereses comunes. Destruirle no es emanciparnos sino hacernos pasar bajo el yugo de empresas mundiales y del materialismo consumista. Esta evidencia ha sido, por otra parte, admitida por conservadores americanos como William Bennet y Patrick Buchanan. Los mercados no están ahí para hacer lo que incumbe a las comunidades democráticas. Nos permiten, en tanto que consumidores, decir a los fabricantes lo que queremos. O mas bien, permiten a los fabricantes, vía la publicidad y la persuasión cultural, decirnos lo que queremos. En todo caso nos impiden dialogar entre ciudadanos para discutir las consecuencias sociales de nuestras elecciones privadas de consumidores. El consumidor puede desear un coche capaz de alcanzar los 220 Km/h, pero el ciudadano votará a favor de una limitación de velocidad que economizará gasolina y preservará la seguridad en las carreteras.
Los mercados son contractuales más que comunitarios. Hinchan nuestro ego individual, pero dejan insatisfecha nuestra aspiración al bien común. Ofrecen productos duraderos y sueños efímeros, pero no crean identidad o adhesión colectiva. Es así como abren la vía a formas identitarias y no democráticas, como el tribalismo. Si no podemos garantizar a las comunidades democráticas la expresión de su necesidad de pertenencia, comunidades no democráticas llenarán el vacío así creado en detrimento de la libertad y la igualdad. Los gangs tomarán el lugar de las asociaciones de barrio; las tribus de sangre las de las asociaciones voluntarias.
El mercado asegura a quienes tienen los medios, los bienes que desean, pero no las vidas a las que aspiran; la prosperidad para algunos, la desesperación para muchos y la dignidad para nadie. Las cerca de 26.000 organizaciones no gubernamentales internacionales no tienen envergadura para luchar contra las 500 primeras compañías multinacionales del McWorld censadas por la revista americana Fortune. ¿Qué es el Pentágono comparado con Disneyland? El Pentágono tiene miedo a arriesgar la vida de un solo soldado americano, mientras que Disney se permite todas las audacias: la empresa ha comprado una red de televisión, ABC; un equipo de baseball; ha fundado una «comunidad» de pueblos residenciales en Celebration, Florida; ha recuperado -pero aseptizado- Times Square en Nueva York, y ha intentado recrear los campos de batalla de la Guerra de Secesión sobre terrenos «que no servían para nada» donde tuvieron lugar los combates en el siglo pasado.
¿La United States Information Agency (USIA) es más hábil que Hollywood para irradiar la imagen de América? ¿Qué peso tienen las Naciones Unidas o el Fondo Monetario Internacional (FMI) confrontados a la crisis financiera asiática, en relación a los 1.500 millardos de dólares que transitan cada día por los mercados de cambios?
Los mercados, incapaces de satisfacer las necesidades de las comunidades democráticas no saben tampoco regularse para sobrevivir. Son incapaces de producir los anticuerpos necesarios para su propia protección contra los virus del monopolio y de la rapacidad que llevan en si mismos. Dejados a su suerte, se «desengrasan» hasta despedir no solamente a sus empleados sino, de hecho, también a sus consumidores, que, Henry Ford ya intuyera certeramente, no son mas que uno. Esta es la paradoja de McWorld: destruye el cimiento financiero de los consumidores que necesita vendiéndoles productos a precios mas competitivos; sobre-produce bienes y sub-produce empleo, incapaz de ver que ambos son interdependientes.
Vencer cualquier resistencia
Los abogados de la privatización pretenden que los mercados son, por esencia, democráticos. Se trata, una vez más, de confundir las elecciones privadas del consumidor y las elecciones cívicas del ciudadano. La libertad de elegir entre veintisiete variedades de aspirina y la de optar por un sistema de salud universal, no son comparables. Pero la pretendida autonomía de los consumidores permite a los mercaderes mantener un discurso «populista»: si a ustedes no les gusta la homogeneidad de McWorld no culpen a los proveedores sino a los consumidores.
Como si los 200 millardos de dólares gastados en Estados Unidos en publicidad no fueran mas que para el decorado; como si los gustos de los consumidores se hubieran creado a partir de nada; como si los deseos sobre los que prosperan los mercados no hubieran sido engendrados y conformados por esos mismos mercados; como si lo que un reciente ensayo, publicado en The New-Yorker, ha llamado «la ciencia de la compra» no se hubiera convertido en una actividad lucrativa para los consultores de la industria del consumo, que enseñan a los detallistas cómo disponer estratégicamente los productos para crear un ambiente propicio a la compra en sus almacenes.
Con la saturación de los mercados tradicionales y la superproducción de bienes (4), el capitalismo no puede permitirse servir solamente las necesidades reales de los consumidores. Estas necesidades están creadas, en todas sus piezas, por la promoción, el condicionamiento, la publicidad, la persuasión cultural, con el fin de absorber la oferta de los industriales. Mientras que la antigua economía de bienes materiales se dirigía al cuerpo, la nueva economía de servicios inmateriales tiene como objetivo la cabeza y el espíritu. «Yo no quiero que los clientes tengan la impresión de deambular por un almacén de ropa, explica la estilista Dona Karan; yo quiero que tengan la impresión de pasearse por un ambiente nuevo, que les aleja de su existencia cotidiana para hacerles vivir una experiencia que no tiene nada que ver con los vestidos y que expresa su identidad en tanto que individuos».
Para crear una demanda mundial de productos americanos, las necesidades deben estar igualmente fabricadas a la misma escala. Para las grandes marcas -Coca-Cola, Malboro, Nike, Hershey, Levi’s, Pepsi, Wrigley o McDonald’s- vender productos americanos es vender América: su cultura popular, su pretendida prosperidad, su imaginario e incluso su alma. El marketing se hace tanto sobre los símbolos como sobre los bienes y no está destinado a comercializar productos sino estilos de vida e imágenes: el ciudadano acomodado, el cowboy austero, las estrellas de Hollywood, un jardín del Edén sin fronteras, la consciencia social, lo «políticamente correcto», un universo comercial invadido y a menudo -de forma irónica- dominado por las imágenes de la vida de los negros en los guetos. Pero de negros de tipo raperos, modernos y desestructurados, a lo Michel Jordan, más que del tipo marginal que vive de la ayuda social y está destinado a terminar en prisión.
Las ventas de Coca-Cola tienen poco futuro entre los bebedores de té: en Asia, la firma de Atlanta ha declarado la guerra a la cultura india del té. La tradición de largos desayunos en casa, en los países mediterráneos, es un obstáculo para el desarrollo de los fast-food: las cadenas que se implantan actualmente conocen los valores familiares lo mismo que las películas de acción hollywoodenses. En la cultura del fast-food, el trabajo es primordial y las relaciones humanas secundarias, lo rápido adelanta a lo lento y lo simple se impone sobre lo complejo.
Igualmente los transportes comunitarios eficaces frenan la venta de automóviles y causan perjuicios a las industrias del acero, el cemento, el caucho y el petróleo. La forma de vida agrícola tradicional (levantarse al alba, trabajo en el campo de la mañana a la noche y acostarse al crepúsculo) es difícilmente compatible con el consumo televisual. Las personas que no se interesan por el deporte en la pequeña pantalla compran pocas zapatillas de tenis. La lógica moral de la austeridad, que seduce a los cristianos y musulmanes auténticos, así como a los ascetas laicos, es un obstáculo para la lógica económica del consumo. Los fabricantes de cigarrillos deben dirigirse a los jóvenes porque sus productos tienen tendencia a disminuir entre los consumidores de más edad.
La mayor parte de los nuevos objetos de consumo tecnológicos, destinados a «librarnos» de la oficina, nos hacen de hecho prisioneros en una esfera de trabajo en constante expansión. Con la excusa de la autonomía, los fax, los teléfonos móviles y otros módems para ordenadores personales ¿no nos tienen, en realidad, atados de pies y manos a los tentáculos electrónicos del trabajo «durante todo el tiempo»? El walkman, invitación a escuchar música en la oficina o durante el tiempo libre, empuja a comprar cassettes para veinticuatro horas de escucha diaria. Conlleva otros consumos ligados al jogging, cassettes y calzado deportivo. A la inversa, el calzado deportivo hace vender walkmans y cassettes.
En el McWorld de la soberanía de los mercados, los dirigentes de grandes empresas ¿no están condenados a ser ciudadanos irresponsables? Y, para dar salida a todo lo que debe ser vendido, ¿los ciudadanos a tiempo parcial deben transformarse en consumidores a tiempo pleno? Por eso las viejas plazas y los centros de los pueblos, con actividades diversificadas, se han quedado desiertos en beneficio de complejos comerciales cerrados que no tienen nada que ofrecer más que comercio. Estos complejos se dedican a fabricar un hombre nuevo adaptado a su obsesión por el beneficio.
Los centros comerciales constituyen las capitales y los parques temáticos el universo en expansión de McWorld. No se encuentra en ellos ni teatro de barrio, ni dispensario para los cuidados de los niños, ni un lugar en el que puedan disfrutar los paseantes, ni un centro de cultura, ni alcaldía, ni cooperativa agrícola, ni escuela… Únicamente series de almacenes que nos exigen deshacernos de nuestra identidad, excepto en su aspecto de consumidor, renunciar a nuestra ciudadanía para disfrutar mejor del placer solitario de hacer compras.
Existe una ilusión más antigua y más fundamental que la de la autonomía del consumidor: aquella según la cual los mercados son democráticos e incluso más libres que los propios consumidores. Sin embargo, una competencia capitalista, más o menos leal, sólo ha existido bajo la mirada vigilante de gobiernos democráticos que han practicado políticas keynesianas. Dejados a su aire, los mercados son incapaces de llegar a este resultado. También hay que decir que en este período de desregulación y de retirada del Estado, la vitalidad de los mercados competenciales se ha visto gravemente amenazada como nunca antes. Sobre todo cuando un mismo sector económico reúne a la vez información, espectáculo y telecomunicaciones, el «tele-sector del info-espectáculo», en el que fusiones y monopolios se han convertido en la regla (5).
Después de haber domado al Rey León y haberse anexionado Times Square, Walt Disney ha comprado Capital Cities/ABC por la suma de 19 millardos de dólares y posee el equipo de baseball de los Anaheim Angels. La News Corporation de Rupert Murdoch se ha hecho con el equipo de Los Ángeles Dodgers para animar su red, la Fox Television Network, y para hacer competencia a los Atlanta Braves de Ted Turner (vice presidente de Time-Warner) y los Florida Marlins de Wayne Huizinga (Blockbuster Video). En las nuevas tecnologías, lo que cuenta es el contenido. ¿Por qué poseer redes de difusión o cadenas de cable si no se tienen programas que proponer?
¿Quedarán ciudadanos?
El concepto en nombre del cual se construye esta integración vertical frenética se llama «sinergía». Una manera de no decir «monopolio». Lo mismo que la mayor parte de los conglomerados de McWorld, Disney posee no solamente estudios de producción, parques temáticos, equipos deportivos, sino también editoriales, cadenas de televisión, periódicos, nuevas ciudades… Un directivo de empresa se ha maravillado de la estrategia comercial de Disney que, comprando la ABC, ha alcanzado una dimensión más que mundial: universal. ¿La lógica? Poseer mucho y por todas partes. Siguiendo el mismo modelo, Paramount compra Simon and Schuster -que posee Madison Square Garden y un equipo de baloncesto (Knicks) y de hockey (Rangers)- poco antes de ser adquirida a su vez por el cable-operador Viacom. El pez gordo ha sido engullido por otro más gordo que él.
Si se es constructor de ordenadores, hay que conseguir una sociedad de softwares. Si se poseen estaciones de televisión. es necesario comprar catálogos de películas: es lo que ha hecho Ted Turner al conseguir y «colorear» los de la MGM; o también Bíll Gates, el patrón de Microsoft, que ha comprado los derechos de las colecciones de los museos que estarán disponibles en sus cederroms.
Bill Gates ha instalado gratuitamente su herramienta de navegación Explorer en todos los ordenadores equipados con su programa Windows con el fin de dejar a Netscape fuera de juego. Hasta el punto de que el departamento de Justicia se ha visto obligado a salir de su parálisis y tomar medidas anti-trust (6). La News Corporation de Rupert Murdoch se ha servido de su editorial (Harper Collins) para extender su imperio en China: un contrato firmado con el antiguo gobernador de Hong Kong, Christopher Patten, fue anulado porque Pekín consideró que el manuscrito era demasiado crítico. En McWorld, la teoría del pluralismo de los valores de la libertad de opción se ve fríamente desmentida por la práctica.
Hubo un tiempo en que, entre los polos del Estado y el mercado, existía una posibilidad de vía media, pero vital. Sobre la sociedad civil reposaron, en los primeros tiempos, la energía democrática y el militantismo cívico americanos. Una de sus grandes virtudes era la de compartir con el Estado el sentido de lo público y el respeto por el interés general y el bien común. La sociedad civil podía servir de mediador entre el Estado y el sector privado, entre la identidad ferozmente salvaguardada de una tribu encerrada en si misma y la, en vías de extinción, del consumidor solitario. Entre la Yihad y McWorld, la sociedad civil ofrece potencialmente un espacio, a la vez voluntario y público, que engloba las virtudes proclamadas del sector privado -la libertad- y del sector público: la preocupación por el interés general. Hay que empeñarse en darle forma y sustancia. Pues, mientras no se halle una tercera vía entre el Estado y el mercado, sobreviviremos quizá como consumidores, pero dejaremos de existir como ciudadanos.
Notas
(1) Paul Kennedy, Naissance et déclin des grandes puissances, Payot, Paris, 1989.
(2) Paul Kennedy, La fin de l’histoire et le dernier homme, Flammarion, Paris, 1992.
(3) Herbert Marcuse, L’homme unidimensionnel, Editions de Minuit, París, 1968.
(4) Léase William Greider, One World, Ready or Not: The manic Logic of Global capitalism, Simon &
Schuster, Nueva York, 1997.
(5) CF. Fréderíc Clairmont, «Doscientas sociedades controlan el mundo», e Ignacio Ramonet «Apocalipsis en los medios», Le Monde diplomatique, edición española, abril de 1997.
(6) Léase Ralph Nader y James Love, «Microsoft, un monopolio para el próximo siglo», Le Monde diplomatique, edición española, noviembre de 1997.