Desmayarse al son de Amazing Grace

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Imaginemos esta escena de un juicio en Sudáfrica hacia el año 1996. Una débil ancianita de raza negra se incorpora lentamente. Tiene algo más de 70 años de edad. Ante ella al otro lado de la sala, hay varios agentes de seguridad, policías blancos, uno de los cuales, el Sr. van der Broek, acaba de ser juzgado e implicado en los asesinatos del hijo y del marido de la mujer hace varios años.

Fue en efecto el Sr. van der Broek, queda ahora establecido sin lugar a dudas, quien había venido a la casa de la mujer años atrás, se había llevado a su hijo, le había disparado a bocajarro y luego quemado el cuerpo del joven en una hoguera mientras él y sus subordinados bromeaban y se reían.

Pocos años después, van der Broek y sus secuaces habían vuelto para llevarse también a su marido. Pasaron muchos meses sin que ella supiera nada de él. Por fin, casi dos años después de la desaparición de su marido, van der Broek vino a por la mujer. ¡Con cuánta claridad recuerda ella aquella tarde, cuando fue conducida al lugar junto al río donde le mostraron a su marido, atado y lleno de golpes pero aún fuerte en el espíritu, que yacía sobre un montón de leña! Las últimas palabras que oyó de sus labios mientras los agen-tes echaban gasolina sobre su cuerpo y le prendían fuego fueron: «¡Padre, perdónalos!»

Y ahora la mujer se incorpora en el juzgado y oye las confesiones que pronuncia el Sr. van der Broek. Un miembro de la Comisión Sudafricana para la Verdad y la Reconciliación se vuelve hacia ella y le pregunta:

—Y bien: ¿qué desearía usted? ¿Cómo ha de ejecutarse la justicia en este hombre que ha destruido su familia con tanta brutalidad?

—Desearía tres cosas —empieza la anciana con calma pero sin titubear—. En primer lugar, quiero ir al lugar donde quemaron a mi marido para poder recoger el polvo y dar una inhumación honrosa a sus restos.

Hace una pausa, luego continúa:

—Mi esposo y mi hijo eran toda la familia que yo tenía. Desearía, por tanto, que el Sr. van der Broek sea de ahora en adelante hijo mío. Quiero que venga a verme al gueto dos veces al mes para pasar el día conmigo y que yo pueda así dedicarle todo el amor que todavía me pueda quedar.

—Y por último —añade—, desearía una tercera cosa. Quisiera que el Sr. van der Broek sepa que le doy mi perdón porque Jesucristo murió para perdonar. Este mismo fue el deseo de mi marido. De manera que ruego que alguien me eche una mano para que pueda cruzar esta sala con el fin de estrechar al Sr. van der Broek entre mis brazos, besarle, y hacerle saber que de verdad ha sido perdonado.

Mientras los alguaciles ayudan a la ancianita a cruzar la sala, el Sr. van der Broek, sobrecogido por lo que acaba de oír, se desmaya. Mientras se desploma los que están presentes, amigos, parientes, vecinos, todos ellos víctimas de décadas de opresión e injusticia, empiezan a cantar suavemente pero con in-tensidad el viejo himno góspel, Amazing Grace, que empieza con las palabras: «¡Sorprendente gracia, dulce de oír, que a un desahuciado como yo salvó!»