Al principio de la Creación, dijo el Señor a los ángeles: «Esta tierra será bautizada como Brasil». Y dio con ello a ese inmenso territorio un nombre ecológico, tomado de un árbol perfumado. «Será una tierra sin males. No habrá en ella terremotos ni volcanes, desiertos ni huracanes, nieve o heladas. Todo suelo será fértil, y sus frutos, abundantes».
Millones de años después, las carabelas de Cabal atracaron en el litoral de Brasil. Y el cronista de abordo, Pedro Vaz Caminha, confirmó la promesa divina: «Aquí, todo lo que se planta, crece».
Mal sabía él que al crear Dios el mar, enfrente el diablo abrió un bar. Y las tierras de Brasil fueron cortadas en retales por la única Reforma agraria habida en toda la historia del país: su división en capitanías hereditarias.
Heredero de las capitanías, el latifundio masacró indios, importó esclavos, expulsó ´posseiros´, e impuso, sobre seiscientos millones de hectáreas, el privilegio de la propiedad privada de unos pocos sobre el derecho a la vida de millones (sobre el derecho de propiedad de todos los demás; a quienes se les había arrebatado su derecho a la propiedad).
Dios, sin embargo, no pasó la escritura al latifundio. Había creado la tierra para todos. De esa conciencia nació la indignación, y de ella la reacción. Expulsados de la tierra, los agricultores se negaron a engrosar el cinturón de favelas cerca las ciudades. Se apostaron en acampadas, promovieron ocupaciones, establecieron asentamientos.
El diablo vio crecer sus cuernos. Se hizo grillero, corrompió jueces, eludió impuestos, eligió diputados, arrancó subvenciones, armó pistoleros, lanzó a policías contra los sin tierra, contra los sin techo, contra los sin libertad.
Entonces, la tierra llamada Brasil, se convirtió en Santa Cruz. De tantas cruces clavadas en su cuerpo espléndido: Palmares, Vila Rica, Canudos, Constestado… Ahora, Volta Redonda, Candelaria, Vigário Geral, Carandiru, Corumbiara, El dorado dos Carajás
Tierra en la que se entierra al que quiere tierra. Valle de lágrimas para la mayoría, montaña paradisíaca de prosperidad para los latifundistas y sus socios. De lo alto de sus riquezas, ellos contemplan el panorama por el monóculo de la mundialización. Descubren -aterroriza-dos- que viven en una isla de opulencia cercada de sangre por todas partes.
A lo lejos, un bote navega en dirección a ellos. Grabado lleva en su casco un nombre: Justicia.