Editorial de la revista solidaria Autogestión
La reelección de Trump en los EEUU ha desatado distintas reacciones según las lentes de los que han mirado el proceso electoral estadounidense. Para algunos el presidente encarna la antipolítica en el país más poderoso del mundo, para otros, será un gobernante firme y eficaz que salvará al pueblo de las trampas de las nuevas ideologías. Lo cierto es que Trump es un hombre del sistema, y lo que sucede en los EE.UU. es una muestra clara de una degeneración y de unas tendencias políticas que vienen de lejos.
La antipolítica ya estaba ahí, en EE.UU. y en otros lugares de la tierra, erosionando la democracia hasta dejarla irreconocible e impracticable. Ya hemos denunciado en esta revista algunas de las características comunes que se imponen en las democracias actuales.
Un poder ejecutivo (gobiernos) que para mantenerse en el poder fuerza al resto de poderes hasta el extremo, modificando incluso las constituciones y leyes fundamentales, además de anunciar que la separación de poderes es un obstáculo para la buena gestión de la sociedad. Gobiernos que son acaudillados por políticos que se comen a sus partidos y arrasan su escasa democracia interna. Incluso se han dado durante estos últimos años asaltos a parlamentos y capitolios, declaraciones unilaterales de independencia, …
Otro aspecto a señalar es la creciente polarización social. Esta dinámica comenzó ya en la segunda mitad del siglo XX en países como los EE.UU., pero se ha ido extendiendo a otras democracias. A esto han colaborado los medios de comunicación, cada vez más dependientes de la financiación pública y de las grandes empresas; y en el primer cuarto de siglo XXI las redes sociales y las grandes plataformas digitales, con los grandes magnates de las Bigtech ejerciendo de propagandistas y mercenarios del poder.
Pero, ¿en qué humus se ha desarrollado esta polarización y esta sensación de abandono de la sociedad? Aspectos tan básicos como la grave situación laboral, la falta de acceso a una vivienda digna, la inflación creciente y las crisis financieras acumuladas que ha pagado el pueblo desde 2008 son abono a tanto descontento y frustración para gran parte de la sociedad. Esta histéresis diabólica ha centrifugado a miles de jóvenes del prometido “estado de bienestar”. Si la democracia es esto, ¿para qué me sirve?, se preguntan y así lo plasman en las encuestas.
El problema aflora cuando la turbación, debidamente manipulada, se transforma en turba. Los populismos adaptados al tiempo presente, ciberconectados en este cambio de época, están dando respuestas a los jóvenes actuales, respuestas falsas, respuestas fáciles… Bien desde las identidades disolventes que les despistan de su condición de nuevos esclavos, o bien desde el caudillismo que aglutina banderas para empeorar las cosas. La antipolítica y las nuevas ideologías se han alimentado mutuamente y han abonado el campo a los populismos. Del caos al orden, del orden al control absoluto, una tendencia mundial extremadamente peligrosa. Como diría el presidente de la Conferencia Episcopal Española, «el mercado y las ideologías acuden a la cita y ofrecen «paraísos» para enmascarar la nada»
Sin narrativa, ni reflexión, balanceados entre la indignación y el seguimiento religioso al líder, no hay roca donde edificar nada, ni destino hacia donde canalizar ese enfado con el sistema. Con lo emocional cortocircuitando cualquier posibilidad de crecimiento, en el capitalismo de la atención y la vigilancia, se está siempre rodeado de estímulos, y el ciudadano parece abocado a convertirse en un yo mínimo, sin apenas autoconciencia personal y comunitaria.
Ante esta situación se demuestra una vez más que la separación de poderes no es suficiente para mantener viva una democracia, si se produce en una sociedad débil, desvinculada y sin raíces culturales solidarias. La moral y la política se han desacoplado, y ha propiciado que grupos que buscan el poder a toda costa trabajen desde dentro contra las mismas instituciones. Incluso llegando a aliarse con potencias extranjeras en la espiral de guerra actual.
La democracia, más que ningún otro sistema social y político, tiene necesidad de una sólida base moral. Y una auténtica democracia es posible solamente sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Por eso solo caben propuestas sociales y comunitarias que conecten a las personas con su realidad cultural, política e histórica solidarias.
No se puede mantener viva una democracia con una mera “gimnasia de mantenimiento”. Hoy la democracia en el mundo está en retroceso. Una “contracultura” del compromiso solidario y militante, que asociadamente construya desde abajo, es la única y mejor receta.