Dos visiones de España: Manuel Azaña y José Ortega y Gasset

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En un afiebrado mayo de 1932 las dos cabezas más brillantes de la II República, don José Ortega y Gasset («Ahí va la masa encefálica» decía de él Indalecio Prieto) y don Manuel Azaña (tenido como El Verrugas por la plebe), debatieron en las Cortes sobre el Estatuto catalán, no enfrentándose pero sí matizándose en profundidad.


Azaña, sin papeles, habló tres horas y no utilizó una sola vez la palabra nación ni para España ni para Cataluña. Ortega, también sin leer, fue pesimista, y eso que él sí que era un optimista antropológico, y sostuvo que el «problema catalán» había que conllevarlo sin intentar resolverlo.


Sólo dos años después Lluis Compayns le daría la razón proclamando la independencia de Cataluña y traicionando a la República. Ambos discursos han sido editados por Galaxia Gutemberg como Dos visiones de España y, por su rabiosa actualidad, su lectura incita a la melancolía, comprobándose que más de 70 años después los problemas y las palabras son los mismos y, entonces como ahora, pervive la Hacienda catalana, la maximización de competencias o la civilizada convivencia del idioma español y el catalán. 


Alivia la oratoria, hoy abandonada, de los dos intelectuales que fracasaron estrepitosamente en política, resultando Ortega condenado por desconfiado y Azaña perdido por confianzudo. 


Ortega es cauteloso en su pieza desde el principio: «Se nos ha dicho: hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La república fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar». El filósofo rechaza esta perentoriedad: «¿Qué diríamos de quien nos obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de la cuadratura del círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras, nos había invitado al suicidio». Y remacha: «Pues bien señores, yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles».


Cae en el pesimismo, o en la lucidez, más explícitas: «Digo, pues, que el problema catalán no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar».


Para Ortega el nacionalismo catalán es «particularista», un sentimiento vago que se apodera de un pueblo o una colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos. Mientras otras colectividades tienden a integrarse, el nacionalismo particularista sostiene el afán de quedar fuera, exento, señero, intacto de toda fusión, recluso y absorto dentro de sí mismo. El autor de España invertebrada ya no era diputado cuando se discutió el Estatuto vasco y el incendio civil ya había acabado con la retórica. La pregunta imposible es qué hubiera dicho hoy Ortega del nacionalismo vasco habiendo sido tan reticente con el catalán. Puede quedar la resignación filosófica orteguiana de que nuestros nacionalismos periféricos siempre serán insatisfechos y victimistas, su solución está en el infinito, hay que convivir con el incordio mutuo y de nada sirve aprovechar los experimentos con cloratita de Rodríguez Zapatero.


Pero Ortega no se acomoda a ensombrecer la Cámara sino que insiste en lo que llevaba predicando desde hacía 20 años: extender la autonomía catalana a todas las regiones del país. Cuando aquel ministro de Adolfo Suárez dijo aquello de «café para todos», formando la «tabla de quesos», pareciera que había leído a Ortega. Por lo demás éste rechaza la entrega a Cataluña de contribuciones importantes que afecten a la salud del Estado. Ortega se exilió en Francia con una mano delante y otra detrás. Su ocasional amante, la intelectual argentina Victoria Ocampo (su revista Sur era réplica austral de La revista de Occidente), le socorrió con largueza hasta que pudo instalarse en Buenos Aires, donde era una estrella y abarrotaba los teatros. Murió en Madrid en un exilio interior.


Azaña, como siempre, apabulla, se impone, vence y convence: «España constituyó su Estado. ¿Pero cómo? Por uniones personales; agrupándose estados peninsulares, en los cuales lo único común era la Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación orgánica. Tan no existía que la monarquía entonces ni siquiera se llamaba española, sino católica». Azaña da puñalada de pícaro al PSOE recordándole que no estuvo presente en el Pacto de San Sebastián que trajo la República y zahiere a los jacobinos imperantes en la Convención francesa que hicieron de la política interior de Francia la más fiel cumplidora y ejecutora de los preceptos de Luis XIV.


En virtud de tal modelo, el Estado español del siglo XIX se moldeó, después de la revolución burguesa, liberal y parlamentaria, sobre el ejemplo francés. Azaña, con buena lógica, quería romper con la metodología política de la monarquía que había coadyuvado a derrocar, y la descentralización autonómica era un nudo gordiano que había que cortar, empezando por Cataluña.


Hace un canto a Castilla, aunque no habla de la extensión autonómica. «Emociona pensar que ha sido menester que venga la República en 1931 para que en la Constitución republicana se consigne por vez primera una garantía constitucional que los castellanos pedían a su Rey en 1521. (…) Los Reyes Católicos no han hecho la unidad española sino que el viejo rey hizo todo lo posible por deshacer la unidad personal realizada entre él y su cónyuge. (…) No hay en el Estatuto de Cataluña tanto como tenían de fuero las regiones españolas sometidas a la monarquía católica».


Azaña vivió la traición catalanista en la revolución de 1934 impulsada por el PSOE (doblemente desafecto a los ideales republicanos) y presidió una guerra espantosa, acabando en Francia de una cardiopatía tras abandonar el palacete, el coche, el chófer y el sueldo después de renunciar a la Jefatura del Estado. Texto obligado para Zapatero y toda la galaxia nacionalista que regresa desde el pasado para volver a acongojarnos.