El conflicto en Tigray ya ha incendiado toda Etiopía

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Etiopía corre el riesgo de verse devorada por un gran enfrentamiento civil. Que, además, podría afectar a todo el Cuerno de África, alertaba la semana pasada la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet. La situación llevó al presidente estadounidense, Joe Biden, a amenazar el 17 de septiembre con nuevas sanciones a distintos actores gubernamentales y del Frente de Liberación Popular de Tigray (TPLF por sus siglas en inglés).

«Es un momento muy difícil», en el que el segundo país más poblado de África puede acabar totalmente dividido, alerta a Alfa y Omega Juan Núñez, misionero comboniano y administrador apostólico de Hawassa, en el sur. En verano se «ha dado un salto cualitativo». A la vista de cómo el TPLF recuperaba todo Tigray, en el norte, a finales de julio el primer ministro, Abiy Ahmed, llamó a todas las milicias regionales a movilizarse. El TPLF respondió adentrándose en las vecinas Amhara y Afar.

En ambos lugares «ya están luchando encarnizadamente», relata Núñez, con acusaciones recíprocas de causar auténticas masacres. «No hay modo de verificarlo, pues ni unos ni otros permiten acceder». Según datos de la ONU, los enfrentamientos han provocado al menos 200 muertes y el desplazamiento de 200.000 personas en Amhara y de casi 76.500 en Afar. Y, con ello, la amenaza del hambre y más denuncias contra unos y otros por el bloqueo a la ayuda humanitaria. De 466 camiones que la han llevado a Tigray desde julio, denuncia la ONU, solo han regresado 38.

Tanto o más preocupante resulta el resonar de los tambores de guerra por todo el país. «En Adís Abeba hubo manifestaciones de una gran belicosidad» contra los rebeldes y en apoyo al Gobierno central. Y este ha lanzado una campaña de reclutamiento de «todo el que quiera tomar las armas». También en Hawassa, relata su administrador apostólico, «están reclutando e instruyendo a los jóvenes». Junto a las «informaciones contradictorias» sobre reclutamiento forzado, el misionero reconoce que «no faltará quien vaya de buena gana» por una mezcla de razones que van desde el apoyo a la unidad nacional hasta la desesperación por la falta de trabajo, pasando por el resentimiento contra los tigriños «por los años que estuvieron en el poder», entre 1991 y 2018.

«En casi todas las esquinas»

Especialmente delicado es lo que puede suceder en Oromia. La alianza del 11 de agosto entre sus separatistas y los de Tigray tiene el potencial de «destruir el país». Esta región representa casi una tercera parte de Etiopía en superficie y población. Con forma de bumerán, cruza el país de este a oeste y desde el centro hasta el sur y además rodea Adís Abeba. Sus habitantes están divididos entre los que apoyan al Gobierno y a los separatistas. Y en algunas zonas, sobre todo las remotas, estos han causado un estado de «guerra civil casi permanente», apunta Núñez. Su capacidad de desestabilizar el país es grande. Si en 2018 fueron clave para lograr que cayera el Ejecutivo controlado por los tigriños, ahora podrían serlo en su lucha por recuperar el poder.

A esto se suman «choques étnicos en casi todas las esquinas del país», con distintos grupos armados separatistas apoyando más o menos abiertamente al TPLF. En la occidental Gumuz, anterior destino de Núñez, se repiten con frecuencia «matanzas de 50 o 100 personas». Detrás de ellas está una joven guerrilla antigubernamental, nacida hace apenas año y medio y «detrás de la cual se ha dicho que puede estar Tigray para desestabilizar el país». Y en Gambela, donde «siempre han convivido con dificultades» los nuer, los anuak y los highlander, «ahora hay tal crispación que nadie está seguro» por los enfrentamientos entre los distintos grupos entre sí, y contra las fuerzas de seguridad.

Las distintas religiones (cristianos ortodoxos, católicos y protestantes, así como los musulmanes) parecen las únicas voces del país que llaman a la paz. El 11 de septiembre, en el año nuevo etíope, Núñez dedicó su homilía a subrayar que «un cristiano no puede manifestarse para apoyar la guerra». Pero, con los ánimos tan encendidos, es escéptico sobre el alcance que pueden tener estas peticiones si no encuentran eco en la población.

A la violencia que sacude Nigeria se ha sumado desde agosto una nueva catástrofe humanitaria. Primero fueron las fuertes lluvias e inundaciones en varias zonas del norte, oeste y este del país, y luego el peor brote de cólera en años, con unas 2.300 muertes. Entre las pérdidas materiales y la enfermedad o muerte de los sustentadores, «ha aumentado mucho el número de personas vulnerables» necesitadas de ayuda, afirma el padre Solomon Patrick Zaku, director nacional de OMP.

Mientras, continúa la oleada de secuestros, sobre todo en el noroeste del país. La semana pasada, el sacerdote Luka Benson sufrió un secuestro exprés en Kaduna. Y, el 1 de septiembre, 73 estudiantes fueron tomados como rehenes en Zamfara. Ya superan los 1.000 desde diciembre, aunque la mayoría (salvo unos 300) han recuperado la libertad. Zamfara y Kaduna han suspendido las clases. E incluso donde se mantienen, «la mayoría de internados han cerrado y muchos padres tienen miedo de enviar a sus hijos al colegio», explica Zaku. «Muchos nigerianos no están contentos con cómo el Gobierno está manejando al situación». Se pagan rescates, pero «no se ha podido detener a ningún secuestrador», ni localizarlos aunque usan móviles. «Si quisieran, esto se acabaría».

Fuente del artículo en Alfa y Omega