EL MOVIMIENTO de los SIN TIERRA y la IGLESIA. Por Frei Betto

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La Iglesia católica está en el origen del MST y de los movimientos sociales que actúan hoy en Brasil. Para la mayoría de la población la religiosidad cristiana constituye el sustrato de su visión del mundo, de su modo de encarar la vida, el mundo y la historia. En otras palabras, la ideología de nuestro pueblo se teje con categorías religiosas. Nunca conocimos el desencantamiento del mundo de que hablaba Max Weber al analizar la modernidad europea.



Después de la Segunda Guerra Mundial llegó al Brasil el catolicismo social, sobre todo el de inspiración francesa, estimulando los movimientos de Acción Católica. El profetismo de dom Helder Camara jugó un papel decisivo para que la Iglesia en nuestro país se aproximase progresivamente a los pobres. A comienzos de los años 60 surgieron las Comunidades Eclesiales de Base, núcleos populares de nutrición de la fe y de movilización por los derechos sociales. Regidas por el método Ver/Juzgar/Actuar, la articulación entre fe y derechos sociales produjo la matriz que sirvió de piedra angular a la Teología de la Liberación. Sin embargo, la Teología de la Liberación es un hecho segundo. El hecho primero es la práctica de los pobres en su intento por superar el estado de opresión en que viven.

En 1964 el Brasil cayó en manos de una dictadura militar. Aunque la Iglesia católica saludó al nuevo régimen que, a su modo de ver, iba a librar al país del peligro comunista, pronto la defensa de los derechos de los pobres dio inicio a una escalada de confrontaciones entre el Gobierno y la Iglesia. Obispos, sacerdotes, religiosas y laicos fueron perseguidos, torturados, encarcelados, exiliados y/o asesinados. Yo mismo pasé cuatro años en las cárceles de la dictadura. Esa bienaventuranza de la persecución desembocó en una mayor proximidad entre los movimientos pastorales de la Iglesia católica y los movimientos sociales.

En los años 70 las Comunidades Eclesiales de Base se constituyeron en semillero de movimientos sociales, animando la organización de mujeres, jóvenes, precaristas, desempleados, sin-tierra y sin-techo. La Comisión Pastoral de la Tierra logró que los campesinos, organizados en la lucha por sus derechos, reconocieran que no bastaba con reivindicar la reforma agraria, sino que era preciso comenzar a realizarla. Sobre todo a exigir el cambio del modelo económico neoliberal, dependiente y excluyente, que el FMI impuso a nuestro país. Surgió así el MST, al lado de tantos otros movimientos, como la CUT (Central Única de Trabajadores) y la CMP (Central de Movimientos Populares).

La Iglesia católica no pretende manipular los movimientos sociales, ni mucho menos confesionalizarlos. Contribuye a que se organicen y sean autónomos, laicos, manteniendo con las pastorales sociales vínculos de trabajo en proyectos de interés común, como el rescate de la ética en la política, y en momentos cruciales de la coyuntura nacional, como la convocatoria del Plebiscito de la Deuda Externa en el año 2000 y sobre el ALCA en el 2002. Se dan la mano también en torno a la agenda social de la Conferencia de obispos, como en los casos de la Campaña de la Fraternidad, en Cuaresma, que todos los años adopta un tema social, el Grito de los Excluidos, cada 7 de setiembre, fecha de la independencia del Brasil, y la defensa de los derechos humanos.

La Iglesia católica del Brasil no quiere ser una especie de partido político confesional, ni pretende sustituir la acción del Estado. Antes bien quiere ser fiel al Evangelio de Jesús, que vino para que todos tengan vida y vida abundante (Juan 10,10). La vida es el don mayor de Dios. En un continente y en un país bajo estructuras de muerte, luchar por la vida es estar al lado de quienes son involuntaria e injustamente privados de acceso a los bienes materiales capaces de asegurar una existencia libre y feliz.

Para la fe cristiana los movimientos sociales son las herramientas con las cuales se construye, en la historia humana, el Reino de Dios. Sin la mediación de esos movimientos la promesa del Reino se vuelve una utopía, y la desigualdad social un castigo perenne para tantos como, en América Latina, nacieron sin recibir de la lotería biológica el premio de una vida digna.


(Traducción de José Luis Burguet)