Llevo algunos años trabajando con alumnos de postgrado, cuya única dedicación durante un año es la creación cinematográfica. Parece inevitable la reiteración con la que ciertos asuntos están presentes, una y otra vez, en sus guiones: violación, masturbación, coito, asesinato en serie, degollación, psicopatía,… Aunque se les invita permanentemente a buscar una mayor originalidad y se les anima a mirar con más talento la vida cotidiana, estos alumnos tienden a pensar que se trata de consejos conservadores contrarios a la libertad creadora del artista… El amor a la buena literatura no salva la vida, pero previene a la razón contra la estupidez. Las carencias que encontramos en las salas de cine son antes carencias en las aulas de los institutos y colegios, y por ende, carencias domésticas.
Por Juan Orellana
El concepto de cultura, y muy especialmente la audiovisual, ha sufrido un viraje profundo que hace que algunos planteamientos aceptados por gran parte de las élites intelectuales del siglo XX hayan perdido su vigencia. La ruptura con la tradición ha supuesto una debilidad en las propuestas culturales que hacen peligrar la noción misma de cultura. En lo audiovisual, esta situación se traduce en una progresiva metamorfosis hacia los intereses del Poder.
El malestar de la cultura era el título que Sigmund Freud dio a un opúsculo, aparecido en 1930, y en el que hacía, más o menos, el siguiente diagnóstico: la insatisfacción del hombre se debe a que la cultura controla sus impulsos eróticos y agresivos, especialmente estos últimos, ya que el hombre tiene una agresividad innata que puede desintegrar la sociedad. La cultura, pues, controla esta agresividad internacionalizándola bajo la forma del Superyo.
La pregunta es: ¿Podría Freud mantener hoy semejante planteamiento? No sólo porque socialmente el eros y el tanathos han obtenido una desinhibida carta de ciudadanía, sino porque la misma cultura, sin el más mínimo complejo, ha dado cobijo en su seno a dichos impulsos, convirtiéndolos en fuente permanente de inspiración.
Freud decía que lo que algunos llaman sentido religioso no es más que un narcisismo ilimitado que encuentra barreras por todas partes, y que la religión reduce el valor de la vida y deforma el mundo real intimidando a la razón, infantilizando al sujeto y produciendo delirios colectivos.
El narcisismo, sin embargo, hoy apenas encuentra límites socioculturales y, por el contrario, la progresiva secularización de la cultura ha supuesto un aumento considerable de la infantilización patológica y, lo que es más importante, una absoluta castración de la razón.
Esta inversión –e invalidación- de la tesis freudiana tiene en el cine un nítido reflejo. Parto, por ejemplo, de mi experiencia docente. Llevo algunos años trabajando con alumnos de postgrado, cuya única dedicación durante un año es la creación cinematográfica. Parece inevitable la reiteración con la que ciertos asuntos están presentes, una y otra vez, en sus guiones: violación, masturbación, coito, asesinato en serie, degollación, psicopatía,… Aunque se les invita permanentemente a buscar una mayor originalidad y se les anima a mirar con más talento la vida cotidiana, estos alumnos tienden a pensar que se trata de consejos conservadores contrarios a la libertad creadora del artista. El problema no reside tanto en las fuentes en las que beben los nuevos creadores, sino precisamente en la ausencia de tales fuentes, si entendemos por tales un hábeas de referencias literarias y antropológicas sólidas, coherentes y originales. Pero los referentes actuales constituyen la enésima generación de clones en los que ya no se atisba las huellas de los grandes.
Siempre se echa la culpa a los guiones, pero ese es un eslabón del problema, no su origen. La mitad de las horas lectivas de los cursos de cine debieran dedicarse a leer a los verdaderos narradores. No hace falta ir a Shakespeare, Cervantes o Dostoievsky, lo cual no estaría nada mal. Bastaría ir a Somerset Maugham, Hemingway, Delibes, Truman Capote, William Irish, Conand Doyle, Simenon, Chesterton,… o tantísimos otros. Cuando una persona ha roto todo vínculo con la tradición, irremediablemente eleva el instinto a categoría cultural, y bajo la ilusión creadora se convierte en un esclavo del Poder.
Se dice que los comics, el anime japonés, los productos underground y las cenizas del pop son los nuevos ingredientes del humus audiovisual. Pero ese cóctel necesariamente multicultural y rupturista no puede alcanzar una imagen coherente del mundo y de la vida, y se queda en un caleidoscopio de significantes sin significado. El nihilismo nunca es cultura, es por definición, la negación del valor de la cultura.
El amor a la buena literatura no salva la vida, pero previene a la razón contra la estupidez. Las carencias que encontramos en las salas de cine son antes carencias en las aulas de los institutos y colegios, y por ende, carencias domésticas.
Habría que decirle a Freud, en fin, que es la sociedad que ha matado al “Padre” la que se ha hecho máximamente narcisista, y que la liberación de los instintos a través de la cultura, lejos de conquistar para el hombre su verdadera liberación, le ha hecho más sumiso que nunca y tremendamente inadaptado