El Pontífice que sacrificó su vocación. Por Vittorio Messori

2029

En realidad, por amor a la Iglesia, Joseph Ratzinger hizo el mejor de los sacrificios: la renuncia a su auténtica vocación, la de estudioso de la Teología y la de profesor. Siempre le disgustó tener que llamar la atención a su colegas. ¿Por qué eligió el nombre de Benedicto y no el de Juan Pablo III? Porque Pablo VI proclamó a San Benito de Nursia patrón de Europa. Por lo tanto, la elección de su nombre es una forma de subrayar cuáles son las raíces cristianas de la Europa que la Constitución de la Unión no quiso reconocer….


VITTORIO MESSORI

Espero que se me perdone la emoción con la que escribo. Lo hago en caliente, con la televisión, teléfono y móvil apagados, inmediatamente después de haberme enterado que he sido coautor de un libro con el Pontífice difunto y de otro con el que acaba de ser elegido. Algo que me parece demasiado para alguien que, hace años abandonó Milán, para vivir tranquilamente en el lago de Garda, que va sólo de vez en cuando a Roma y, todavía menos, al Vaticano, y a quien en vez de ocuparse de la actualidad eclesial, lo que realmente le gusta es divulgar la historia de la Iglesia y la exégesis bíblica. Y sin embargo, no sé muy bien cómo, pero también eso lo viví: la invitación a comer en Castelgandolfo, el descubrimiento de que Juan Pablo II leía mis libros (desde el primero Hipótesis sobre Jesús, que quiso hacer traducir al polaco) y que, después, me planteó la pregunta, que me puso en crisis y que me hizo dudar: «¿Por qué no me hace algunas preguntas?». Así nació aquel libro en el que las respuestas del Papa -lo único que cuenta en la obra- me conmovieron, pensando que las había escrito todas a mano, en polaco, al final de sus fatigadoras jornadas. Sólo después descubrí que, entre los motivos por los que el Papa Wojtyla había querido concederme tanta confianza era por el hecho de que el cardenal Joseph Ratzinger le había confiado que había quedado muy satisfecho del trabajo que habíamos hecho juntos. Fue en el verano de 1984. Hacía menos de tres años que el cardenal bávaro había sido nombrado por Juan Pablo II Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes Santo Oficio. Ratzinger me interesaba mucho. La fe y la ortodoxia parecían estar en peligro por la tribulación posconciliar de la Iglesia pero, en el inicio de esa tempestad, él, joven teólogo, había tenido un papel como consultor del ala progresista del Episcopado alemán. Los Ratzinger, Küng, Schillebeckx y otros teólogos alemanes, holandeses y franceses habían fundado Concilium, la revista de la contestación más radical, porque era la más «científica», hecha no sólo de eslóganes sino de estudios profundos. Y sin embargo, unos años después, Ratzinger no sólo es cardenal, sino incluso se sentaba en el palacio romano que había sido de los Grandes Inquisidores. «No he cambiado yo, han cambiado ellos», me respondió cuando, entre las primeras preguntas, inquiría sobre esta reconversión a la tradición. Quería decir que se había dado cuenta de que aquella teología que había compartido, más que profundizar en la fe, predicaba la ruptura, la discontinuidad y presentaba el Vaticano II como el Concilio Ecuménico número 21 de la Iglesia, sino como un nuevo inicio que exigía tabla rasa. Mientras en el caso del papa Wojtyla, la iniciativa para el libro-entrevista fue suya, en el caso del cardenal Ratzinger fui yo el que, a través de amigos comunes, le hice llegar la petición. Una iniciativa que hacía sonreír a los expertos en temas eclesiásticos que sabían que, durante siglos, el Santo Oficio, se había caracterizado por el secreto más riguroso (fue precisamente Ratzinger el que abrió a los estudiosos esos archivos que habían estado siempre cerrados) y, por lo tanto, juzgaban una tontería mi proposición. Y sin embargo, lo improbable se produjo. Un par de días antes del mes de agosto de 1984, aparcaba mi coche en el parking del bello seminario de Bressanone que, durante el verano, ofrecía una económica estancia a sacerdotes y a familias católicas sin demasiadas pretensiones. Entre esos veraneantes, un sacerdote de rostro intenso y de modales aristocráticos, a pesar de sus orígenes de hijo de pequeños burgueses, con el pelo ya blanco, un cuerpo diminuto y un modesto clergyman sin distintivo alguno. El cardenal prefecto pasaba allí, desde hacía años, sus dos semanas de vacaciones anuales. De esos pocos días, tres había decidido reservármelos. Nos veíamos por la mañana y conversábamos hasta la hora de comer, delante de la grabadora. De esos coloquios nació aquel Informe sobre la fe que no sólo fue un clamoroso best-seller en una veintena de lenguas, sino que, además provocó tales reacciones, que el año de su aparición suele indicarse ya en los manuales como el final de la fase caótica del posconcilio. Más que decir nada sobre su pensamiento, me gustaría hablar del hombre Ratzinger. La leyenda le ha convertido en el cardenal-panzer, en un inhumano fanático de la ortodoxia, en un verdadero heredero de los Grandes Inquisidores. El Ratzinger de la realidad, no del mito, es uno de los hombres más sencillos, comprensivos, cordiales e, incluso tímidos, que haya conocido. Podría decir de él lo mismo que testimonié recientemente en el proceso de beatificación de monseñor Alvaro del Portillo, el prelado del Opus Dei, que fue el primer sucesor del santo Escrivá de Balaguer: «Un sacerdote con el cual, tras unas horas de coloquio, te daban ganas de dejar la pluma y el cuaderno, para confiarte a él e, incluso, confesarte con él». Con Ratzinger no me confesé, pero lo haría con mucho gusto. Era ciertamente un hombre austero, una especial austeridad que se reservaba para él mismo y no pretendía para los demás. Un hombre, además, con un fino sentido del humor, siempre dispuesto a sonreír. Recuerdo que, una tarde, en la mesa, tras un premio que le había sido concedido, quiso conocer por mi boca algunas de las bromas que sobre él circulaban en las parroquias. Le referí algunas y realmente vi que se divertía. Por lo demás, habría que preguntarse qué queda de la leyenda de inquisidor, si se hace un balance de sus 24 años como Prefecto de la Fe, descubriendo que la medida mas grave adoptada contra un teólogo de la liberación (la que le ocasionó una oleada de críticas) fue el café al que invitó, en su oficina, a Leonardo Boff y la disposición de que interrumpiese, durante un año, el río de entrevistas, declaraciones y manifestaciones que hacía. Del palacio de la plaza del Santo Oficio salió el control de la doctrina, pero nunca los rayos del anatema. En realidad, por amor a la Iglesia, Joseph Ratzinger hizo el mejor de los sacrificios: la renuncia a su auténtica vocación, la de estudioso de la Teología y la de profesor. Siempre le disgustó tener que llamar la atención a su colegas. ¿Por qué eligió el nombre de Benedicto y no el de Juan Pablo III? Porque Pablo VI proclamó a San Benito de Nursia patrón de Europa. Por lo tanto, la elección de su nombre es una forma de subrayar cuáles son las raíces cristianas de la Europa que la Constitución de la Unión no quiso reconocer. Falta espacio y tiempo para vislumbrar lo que significará el Papado de Benedicto XVI . Una sola cosa en la que creo no equivocarme: su Papado nos traerá una intervención drástica sobre la liturgia para volver a darle estabilidad y sacralidad. En cualquier caso, el Espíritu Santo sabe lo que hace. Y por lo tanto, sabrá inspirar lo mejor al nuevo pastor de la Iglesia.

Vittorio Messori es coautor junto al cardenal Joseph Ratzinger del libro «Informe sobre la Fe», y analista del «Corriere della Sera».