El PROPAGANDISTA CIEGO

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1 de mayo de 1946
La política -hablo de la política honrada en que cimentó su prestigio y su popularidad El Partido Socialista Obrero Español- suele ser bastante arbitraria en sus refulgencias y oscuridades. A veces hace que resplandezcan figuras mediocres y a veces -esto es lo más lastimoso- hunde en sombrías simas de olvido a varones de claro talento que lo pusieron al servicio del ideal con abnegación rayana en el martirio.

Mirando melancólicamente a un pasado ya lejano y evocando hombres y sucesos topo con una figura singularísima, injustamente oscurecida: Eduardo Varela.

Las dos organizaciones socialistas más potentes de España, las de Vizcaya y Asturias, tuvieron por precursor a Eduardo Varela y, sin embargo, cuando se habla del movimiento obrero vizcaíno asoman siempre los nombres de Facundo Perezagua y Felipe Carretero y, si del movimiento asturiano se trata, surgen los nombres de Manuel Virgil y Manuel Llaneza. Nadie se acuerda de Varela, que en una y otra región los precedió heroicamente, muy superior a todos en cultura y elocuencia y no inferior a ninguno en espíritu de sacrificio.

El sentimiento de clase entre los jornaleros de las minas de Vizcaya lo despertó Eduardo Varela. A un asalariado de entonces le habría sido imposible la perseverancia que tamaña empresa exigía, porque el boicot patronal se la hubiese impedido, expulsándole, por hambre, de la cuenca de Triano. Varela no era un asalariado; tampoco capitalista ni perteneciente a la clase media. Dedicábase a vender novelas por entregas y libros a plazos. Todo su capital encerrábase en un lío de lienzo, repleto de cuadernos literarios, folletos filosóficos y tomos de historia. Con el fardo a cuestas y apoyándose en recia cachava, subía desde Somorrostro, Pucheta y Ortuella , a Gallarta, Labarga, Orconera y La Arboleda y aún ascendía hasta las altas cumbres de Sopuerta y Galdames, peregrino del socialismo.

Cada visita a cualquiera de aquellos sórdidos barracones donde, para consumar su explotación, se albergaba forzosamente a los trabajadores, convertíase en aleccionadora conferencia a cargo del errabundo librero. Candiles humeantes alumbraban la escena. Entonces se trabajaba de sol a sol, sin más horas de reposo que las nocturnas.

Abiertos así los primeros surcos, Varela esparció la simiente de su palabra germinadora desde tablados, o ventanas y balcones, en las plazas de aquellas barriadas rojas, rojas como los montes que se agujereaban y achataban al serles arrancada la rica mena; rojas como las escombreras que, creciendo, formaban colinas nuevas en el apiñamiento de tierra inservible; rojas como los lavaderos del mineral donde el agua parecía convertirse en sangre…

Frecuentemente coincidían en cañadas y vericuetos el librero peatón y cierto mercero ambulante que, algo más holgado de recursos, cargaba telas y quincalla sobre los lomos de cansino mulo. Juntos seguían caminando departiendo, no de negocios, sino de ideas. Aquel mercero, elegido de los mineros de La Arboleda, fue el primer concejal socialista en San Salvador del Valle y uno de los primero ediles de nuestro Partido en España: Facundo Alonso.

Más tarde, Varela pasó de Vizcaya a Asturias y allí recorrió los negros valles hulleros con igual comercio y el mismo afán catequístico. En Asturias una terrible dolencia le dejó sin vista. Ya no podía ir solo por caminos y senderos a repartir entregas y vender folletos, pero aún era útil para la propaganda y no hubo pueblo carbonero donde no encontrara eco la palabra encendida del tribuno ciego. Yo le conocí después, cuando, en breve temporada de descanso, volvió por Vizcaya. En casa de Felipe Merodio, generoso huésped, rodeábamos diariamente a Varela varios muchachos socialistas, ávidos de adoctrinarnos. Oíamosle embelesados, contemplándole como a un iluminado…, un iluminado que no veía la luz.

Durante una de aquellas inolvidables charlas, yo, siempre impulsivo, le interrumpí, no sé con qué motivo, y otro contertulio, entre mordaz y cariñoso, aconsejóle que no me hiciera caso por ser yo medio loco. Varela, tras disculpar mi destemplanza, púsose a discurrir sobre la locura, diciéndonos que más comunmente solía ésta adueñarse de personas frías, poco expansivas, que de las fogosas y exaltadas. Me impresionó profundamente aquella definición profética, dicha con palabra reposada por el orador de los ojos muertos…

A poco tiempo Varela perdía la razón, tan fácil de quebrarse en quienes cegaron siendo adultos. Mirarse mucho por dentro sin poder mirar hacia afuera, quizás promueva la demencia; porque el espantoso espectáculo interior avasalle la mente, necesitada, en compensación, de frívolas distracciones externas. Pero ¡ay!, si una noble hiperestesia recarga dentro del alma pesares de la propia desgracia con angustias por ajenos infortunios
-los de la humanidad toda- entonces, rompiéndose el alma, se arruina la razón