El último testigo

2348

El crimen político es, en efecto, un delito y, además, una culpa. Si solo fuera delito, el problema del delincuente sería la pena, es decir, la cárcel. Pero es también culpa, entendida esta en sentido moral y no ya religioso.

En el mano a mano que Semprún y Wiesel, ambos deportados en el campo de Büchenwald, sostuvieron en París a los 50 años de su liberación, coincidían en no querer cargar con la responsabilidad de ser el último de los supervivientes.

Sabían que habían fracasado en su tarea de testigos pues, aunque lo ocurrido en los campos de exterminio fuera de dominio común, Europa se construía de espaldas a la experiencia de la barbarie. Hasta para el Gobierno alemán pesa más la deuda soberana que la culpa histórica (en alemán deuda y culpa se dicen con el mismo término, Schuld). No les agradaba sellar el fracaso de los testigos que habían logrado, sí dar a conocer los hechos, pero no impregnar el presente de pasado. Fracaso pues, no en historia, sino en el discurso político.

En ese laboratorio del mal que fue el Lager nazi se puso de manifiesto una ley que tiene validez en todo crimen, a saber, que no se trata solo de matar al otro sino, además, de borrar las huellas y la significación moral. El crimen físico se refuerza con otro de tipo hermenéutico, invocando explicaciones tales como fue necesario, fue inevitable, fue merecido o, simplemente, no existió. El relato que quede de los hechos dependerá de quién gane la batalla interpretativa.

Esa ley del doble crimen también se está dando entre nosotros, salvadas las distancias, a propósito del final de ETA. La izquierda abertzale no cesa de mandar mensajes dando a entender que tiene la llave para el final de ETA y que ese final implica poner el contador a cero. Ellos, los benefactores que acaban con la violencia, proponen un consecuente nuevo punto de partida, sin miedos y sin memoria.

La batalla hermenéutica se ventila entre estas dos tesis: o la centralidad de las víctimas o la de los presos.

Si las víctimas ocupan el centro es porque ellas encarnan los múltiples daños del terrorismo a los que necesariamente tiene que enfrentarse desde ahora una política sin ETA. Los daños de la violencia pasada no se disuelven con el abandono de las armas, por eso no tiene sentido lo de "poner el contador a cero". Solo puede haber un nuevo comienzo, es decir, una superación de la situación anterior, si todas las partes se enfrentan a las injusticias de los daños causados. Hay daños irreparables cuya única forma de justicia es la memoria de la injusticia: ¿cómo plantear entonces pasar página? Y como la violencia ha producido daños sociales que han fracturado y empobrecido a la sociedad vasca, pasar página sería renunciar al deber político de solucionar los problemas reales de la sociedad. La tesis de la centralidad de las víctimas no se basa en el respeto que nos merecen las víctimas (que está fuera de toda duda), sino en el lugar de la justicia en una política democrática.

La izquierda abertzale entiende, por el contrario, que es "absolutamente necesario que el respeto a los derechos de las personas presas y exiliadas ocupe un lugar central en el debate político y social". Por supuesto que siempre es central el respeto de los derechos humanos; claro que tenemos que hacernos cargo del sufrimiento de los presos y de sus familias, pero el debate sobre los presos debe verse desde la centralidad de las víctimas porque el problema mayor de los presos no es que salgan o dejen de salir de la cárcel, sino la superación del daño que el crimen ha hecho en ellos, daño que no solo afecta a su humanidad sino también a su relación con la sociedad vasca.

El crimen político es, en efecto, un delito y, además, una culpa. Si solo fuera delito, el problema del delincuente sería la pena, es decir, la cárcel. Pero es también culpa, entendida esta en sentido moral y no ya religioso. Esa culpa es, dice Hegel, la cicatriz o señal que deja el crimen en el criminal. Reconocerse culpable es entender que su vida presente y futura está ligada a la vida arrebatada del otro. Recordemos al caso de Raskolnikov en Crimen y castigo de Dostoievski. Mata a la anciana para darse con su dinero la gran vida, pero enseguida descubre que eso es imposible, que su vida depende de la vida quitada y que ojalá aquello no hubiera ocurrido. Ese camino que remite el destino del victimario al de la víctima; ese camino que va del delito a la culpa es el que este mundo abertzale tiene que recorrer si quiere ser consecuente con el rechazo de la violencia.

Estamos, pues, en plena batalla hermenéutica y el único discurso que cabe, si quiere estar a la altura moral de las exigencias políticas del momento, es el que esté construido sobre la centralidad de las víctimas, la solidaridad con el sufrimiento real que tiene causas y causantes, y el rechazo de la violencia, no porque conviene, sino por principio.