Niños esclavos en Benin. La realidad supera cualquier fantasía de terror.
Publicado el Domigo 30 de Mayo de 2004
ESCLAVOS EN BENIN / LA TRAGEDIA DE SER NIÑO EN BENIN, VENDIDO POR UNA BICI O POR 20 EUROS
JUAN CARLOS DE LA CAL. Benín
JEAN MARIE DUVAL.
LAS MANOS DE LA VERGÜENZA. Ésta fue tomada en la frontera de Benín con Nigeria y corresponde a las manos de un niño de nueve años que trabajaba en una cantera.
Assaba no mira nunca a los ojos. No ha sido fácil conseguir que lo haga a la cámara. Tampoco le vi sonreír en las tres horas que estuve con él, algo casi impensable en un niño africano. Bajo la levedad de su ser se presenta haciendo una casi imperceptible genuflexión con los ojos clavados en el suelo. Apenas se mueve. Sólo sus dedos retuercen incansables el extremo de su camiseta agujereada. Habla bajito, casi en un susurro, como temiendo que los espíritus gree-gree del templo del Vudú, donde nació, pudieran oírle. Ha sido vendido, traficado, esclavizado y rescatado.Y no tiene más que nueve años…
Le encontramos en Zakpota, una comarca del sur de Benín, el pequeño país de la costa occidental africana. La entrevista se produce bajo la sombra de un enorme baobab, en la explanada que hay frente al colegio de su aldea, a las horas de medio día cuando los niños salen a comer a sus casas. Sus compañeros desfilan a su lado cantando y diciendo adiós con la mano. Él se queda, obediente, mientras sus tutores de Tierra de Hombres -la ONG que contribuyó a rescatarlo del infierno- ayudan en la traducción de su lengua, el fon puro.
Tarda casi media hora en comerse el pequeño cruasán para evitar el acecho del hambre a la hora de comer. Cualquier otro niño -africano o europeo- lo habría devorado en un instante. Pero Assaba se lo come miguita a miguita, como si tuviera que dar tiempo a su pequeño estómago a asimilar el inesperado banquete. No hace mucho calor. El cielo está cubierto -es la época de lluvias- y corre una agradable brisa. Sólo los callos en sus manitas, que se frota sin cesar, avisan sobre la magnitud de la historia que vamos a escuchar.
ESCLAVO EN CANTERAS DE NIGERIA
Celestine, su madre, era sirvienta en uno de los muchos templos que la religión vudú tiene por la zona. Allí, entre ritos, magia y tradiciones, nació Assaba. Unico varón de ocho hermanos, su infancia -paradójica palabra si tenemos en cuenta que hablamos de un crío de nueve años- transcurrió como la de cualquier niño africano del país: a los 10 meses ya andaba, a los 20 ya se subía a los árboles, a los 30 ya ayudaba a su familia en las labores del campo, a los 40 ya era un experto en encontrar leña y a los 50 fue a la escuela por primera vez.
Le gustaba mucho. Sentado en aquellos viejos bancos de madera de teca, tuvo consciencia de lo que quería ser de mayor: profesor para poder conducir una moto y saber interpretar aquellos dibujos tan bonitos que le miraban desde la pizarra. Le encantaban las canciones que aprendía y que luego repetía incansablemente por la noche en la choza de su concesión (aldea) mientras su madre le limpiaba con ternura los bichitos de la cabeza. Su inseparable amigo Silván le acompañaba siempre en estos viajes de la aldea al colegio y del colegio a la aldea, compitiendo contra los pocos coches que pasaban por el polvoriento camino y acumulando pequeños tesoros bajo las piedras de las veredas.
Pero aquella tarde todo cambió rápidamente. Todavía no había cumplido siete años cuando un desconocido llegó a su choza. Habló de él con su padre, le señaló varias veces, le entregó una radio nueva y dinero. No lo vio más. Al día siguiente, su padre le anunció lo que ya intuía: ‘Dentro de tres días te vienes conmigo a Nigeria’. No le dio más explicaciones. Él tampoco las pidió. Escuchando aquí y allá entendió que iba a la casa de la otra esposa de su padre, al otro lado de la frontera, a fregar platos. No le extrañó. La mayoría de los niños de su aldea desaparecían a su edad para irse a trabajar o estudiar a la ciudad con algún amigo o pariente. Le gustó la idea: por fin iba a poder viajar en coche, ganar dinero, ver mundo…
La última noche, su abuelo le dio los típicos consejos: ‘Ten cuidado con los desconocidos; no salgas solo de noche; no bebas agua de los charcos…’ ¡Pobre anciano! No sabía el infierno que le esperaba a su nieto. El coche partió a la mañana siguiente. Su madre se despidió sin lágrimas. No le dijo nada. No se atrevió. Sabía que cualquier protesta suya, en un país donde la mujer es menos que un cero a la izquierda, sería considerada como un ataque de celos por llevarse a su hijo mayor a vivir con la otra esposa de su marido. Su padre conducía. Él iba atrás con otros dos niños que no conocía. El viaje duró un día entero y cambiaron varias veces de vehículo. Sólo recuerda los billetes que su padre tuvo que dar a los policías nigerianos para que les dejaran pasar.
Su madrastra le recibió sin mucha ceremonia. Sólo le preguntó su nombre y le señaló un rincón en el suelo donde estaba la vieja estera en la que dormiría. Los otros niños desaparecieron. Era una casa grande, en un barrio a las afueras del pueblo de Ibara, en la comarca nigeriana de Abekouta. Fregó, barrió y esperó durante tres días. Al cuarto apareció otro niño un poco mayor que él quien le explicó cuál iba a ser su trabajo a partir de entonces.’Luego vendrá un camión y nos llevará a una cantera. Allí tenemos que romper piedras y cargarlas en vehículos. Viviremos allí mismo. Los fines de semana podrás venir aquí si quieres’.
El camión apareció por la tarde cargado de niños. Una hora más tarde les dejaba a él, a su jefe y a otros dos niños más en medio de un bosque, junto a un terraplén medio excavado, donde no había absolutamente nada más que lo que ellos mismos traían consigo: unas esterillas raídas, un par de pucheros, un saquito con harina de maíz y unos manojos de plátanos, dos palas, dos picos, una criba y unos plásticos. Los dos mayores improvisaron un chamizo mientras les mandaron a ellos a por agua y leña. De aquella primera noche Assaba sólo recuerda el silbido de las serpientes junto a su cabeza…
Las jornadas comenzaban a las ocho de la mañana y duraban hasta las seis de la tarde. Se turnaban para quitar la tierra con la pala y partir las lanchas de piedra con los picos. Al principio, él sólo hacía lo primero porque el mazo pesaba mucho para su pequeña estatura. Tenían que llenar un camión de ocho metros cúbicos a diario. A veces, éstos llegaban con sus propios porteadores. Pero en muchas ocasiones eran ellos mismos los que tenían que cargarlo. Al tercer día tenía las manos despellejadas.
‘Sólo comíamos la pasta de maíz (el tap) y de vez en cuando plátanos y alguna raíz. Si cazábamos algún lagarto también nos lo comíamos. Era papá mismo quién nos traía la comida aunque a veces se olvidaba hasta cuatro días. Entonces casi no podía ni levantar la pala del hambre que tenía. Los fines de semana nos daban unos francos para comprar algo en el mercado. Yo me lo gastaba casi todo en pastillas -de caldo de carne concentrada- para echarlas a la sopa’, recuerda Assaba frotándose el estómago con un gesto intuitivo.
Aunque los primeros meses los alternaba entre la casa de su madrastra y la cantera, después pasaba casi todo el tiempo de explotación en explotación. Cambiaban de sitio cuando la piedra se agotaba. Los fines de semana le daban a escoger: si se quedaba trabajando, ganaría algo de dinero para él. Si no, podría descansar (fregando platos) en la casa. Cuatro veces estuvo enfermo y sólo una le llevaron al hospital después de que la vista se le nublara por una diarrea incesante. En aquella cama, Assaba recordó más que nunca a su madre, su colegio y su aldea. Y pensó seriamente en escaparse aunque el miedo al castigo que sufriría si le cogían -latigazos en la espalda, golpes con un palo en la punta de los dedos, encierros y ayunos forzados- le hizo cambiar de idea.
El crío paso casi dos años viviendo en estas condiciones, inhumanas para nosotros y, lo que es más triste, casi normales para él. El día que la policía -a instancias de una campaña internacional contra el tráfico de niños esclavos en esta parte de Africa promovida por Tierra de Hombres- se presentó en la cantera para rescatarlos, Assaba no sintió nada especial. Casi se había acostumbrado. Y todavía no había cobrado el poco dinero que ganó trabajando algún fin de semana. Eso sí que le dolió.
Los policías le devolvieron a su aldea y apenas se limitaron a amonestar severamente a sus padres por lo que habían hecho. ‘Mi mamá se puso contenta. Y mi abuelo más. Hasta mandaron a comprar coca cola para celebrar mi llegada’, recuerda ingenuo Assaba.
CON LA COMPLICIDAD DE LOS PADRES
Acompañamos al crío a su aldea para conocer a su familia. Su choza es la única de toda la aldea construida en cemento en vez de barro. El padre está todavía en Nigeria con su otra esposa. Encontramos a Celestine, su madre, dando de mamar a uno de sus hijos. El abuelo descansa tirado sobre una estera mientras una de sus mujeres espanta las moscas de alrededor. Nos ofrecen agua en señal de hospitalidad. Toda la familia, unos 20 miembros, se reúnen para ver al forastero blanco ante la casa.
El viejo dice que no sabía que el niño iba a trabajar en una cantera. Era consciente que iba a trabajar -en la cultura beninesa está totalmente asumido que los niños lo hagan- pero cuando le vio llegar delgado, con las piernas dobladas y las manos despellejadas sintió mucha pena. ‘No teníamos comida, ni dinero, ni nada que ofrecerle. El hombre que vino nos dijo que estaría muy bien, que tendría una habitación para él solo y camisetas nuevas. Incluso podría estudiar. Nos pareció bien’, dice excusándose.
En el suelo de cemento aparece la fecha en que fue construida la casa: 1996. Nos informan de que el padre de Assaba es ya un conocido traficante de niños de la zona y que ésa es una de las razones de que la vivienda mejore a las del resto. Cuando le pregunto al abuelo por la fecha en que la hicieron, responde cauto: ‘es de la época de la colonia’. Benín es independiente desde hace 40 años. ¿Porqué miente?
‘La mayoría de las familias tienen tantos hijos que si alguien les quita una boca que alimentar hasta lo agradecen. Normalmente, existe un proceso parecido al vivido por Assaba: un conseguidor localiza al niño generalmente entre una familia que tenga muchos hijos y bastantes deudas; después un familiar (una tía) va sensibilizando al crío durante un tiempo sobre el viaje que va a hacer. Luego llega el intermediario con regalos para los padres -una bicicleta, una radio, algo de dinero (nunca más de 30 euros)- y les promete que más adelante les traerá otras cosas. Finalmente, cuando el crío llega a manos del traficante, éste negocia con el dueño de la cantera una cantidad final por él. Éstos prefieren niños muy pequeños porque son más sumisos’, afirma Antonia Salgado, responsable del proyecto de atención de estos niños traficados de Tierra de Hombres.
Lo terrible es que las víctimas pueden hacer carrera dentro de las canteras. Suelen llegar con ocho años y hasta los 10 trabajan de sol a sol sin cobrar nada. Pero a partir de esa edad, si son listos, pasan al siguiente eslabón de la cadena: se convierten en gangs (jefes de cuadrilla) con lo que tienen mando sobre otros niños menores recién llegados. El patrón les da a ellos el dinero para comprarles comida y algo de ropa, pero generalmente se lo quedan todo. Además, son los peores a la hora de maltratarlos. Esos son los niños que vuelven a sus casas de vez en cuando (en Navidad sobre todo) con buenas zapatillas, un reloj, ropa nueva, etc, para presumir ante su familia y comunidad. Sus amigos les ven con envidia y quieren seguir su camino. Y, ya está, a los 14 años tenemos a un nuevo traficante en el mercado.
Los niños liberados de este infierno y otros (campos de algodón, pesca, factorías clandestinas) -unos 5.000 en la última década según datos oficiales de la Brigada de Protección de Menores de Benín-, son internados en centros de acogida, también llamados oasis, donde reciben atención médica y psicológica antes de ser retornados a su familia. ‘Esta última fase se lleva a cabo sobre una red de protección social previamente establecida entre las personas más representativas del entorno del niño: los propios padres, abuelos, el alcalde, profesor, etc., que en teoría tienen que velar para que el pequeño no vuelva a marcharse. Nosotros hacemos un seguimiento cíclico para evitarlo’, continúa Antonia.
Los datos sobre el tráfico de niños en Benín son escalofriantes. Según Unicef, hay entre 50.000 y 80.000 víctimas del tráfico exterior y unos 250.000 del interior o, lo que es lo mismo, aproximadamente el 10% de los niños benineses -la mitad de los seis millones de habitantes de este país tiene menos de 18 años- son víctimas de cualquiera de estos dos tipos de comercio humano.
Hace ahora tres años, la detección de un barco, el MV Etireno, con 31 niños benineses esclavos a bordo destinados a dudosos mercados de trabajo de alguno de los países vecinos, catalizó la atención internacional hacia este problema, hasta entonces ignorado por los grandes medios de comunicación. Hoy, el barco continúa inmovilizado en el muelle número cinco del puerto de Cotonou sin que ninguno de los presuntos responsables de aquella operación siga en la cárcel. Y todo, a pesar de que la policía beninesa sospecha de que muchos de los niños que iban inicialmente en ese viaje fueron arrojados al mar cuando la tripulación se enteró de que iban a ser interceptados por las autoridades.
No hay que olvidar que la esclavitud está presente en el subconsciente colectivo de este país desde tiempo inmemorial. Desde estas costas partieron, entre los siglos XVI y XVIII, nada menos que dos millones de negros esclavos hacia las costas americanas, principalmente Haití y el norte de Brasil. Los traficantes europeos de se apoyaron en las guerras que mantenían los reyezuelos de las diferentes tribus que acostumbraban a esclavizar a los perdedores, para hacer funcionar su negocio.
Por algo, a la costa beninense se la llama ‘de los esclavos’ y al puerto de la principal ciudad del país, Cotonou, como ‘la laguna de la muerte’. En la década pasada, la Unesco levantó un monumento en la playa de la localidad de Ouidah llamado ‘la puerta del no retorno’, en conmemoración de esta barbarie y que hoy es uno de los puntos turísticos de Benín.
Pero la otra cara de este terrible drama no es más compasiva. La atávica costumbre de enviar a los hijos con un familiar o amigo a las ciudades para mantenerles, aprender un oficio o poder estudiar es conocida en el país con el término, en lengua fon, vidomegon. Algo lejanamente parecido a lo que se hacía en los pueblos españoles hasta hace no demasiado tiempo. Sin embargo, esta tradición de confianza se ha pervertido de tal manera que se he convertido ya en un fenómeno de tráfico puro de niños entre familias.
Este el caso de Dennis, que a sus siete años es toda una veterana vendedora en el gigantesco mercado de Dantokpa, en Cotonou, uno de los mayores de Africa. Cuando apenas había cumplido los cinco años, su madre la colocó en casa de una tanti (tía) de la capital a cambio de una cantidad equivalente a 50 euros. ‘La tanti vino a recogerme de noche y me llevó con ella a su casa en un taxi. Me dejaron un hueco en la cocina y allí vivo desde entonces’, asegura la pequeña sin pizca de malicia desde debajo de una enorme bandeja sobre la que lleva todo tipo de chucherías para vender.
‘VIDOMEGON’: FORMA DE TRAFICO DOMÉSTICO
Dennis se levanta todos los días sobre las cuatro de la mañana. Barre la casa, calienta agua para el desayuno de sus cuatro hermanastros, recoge la ropa tendida y tras comer los restos de la noche anterior, se marcha al mercado a vender su mercancía. Mientras los otros niños de la casa están en el colegio, ella deambulará entre los puestos desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. Las condiciones de su contrato están muy claras desde el principio: de lo que venda podrá retirar 50 francos-cefas (unos 10 céntimos de euro) para comprarse un par de mazorcas de maíz que será su única comida oficial durante el día.
Su tanti controla perfectamente la mercancía que lleva y a la vuelta a casa hará cuentas con ella. Si falta algo (perdido, robado o estropeado, lo que no es difícil entre esta marabunta humana) se atendrá a las consecuencias: una paliza, un encierro o vaciar las letrinas, por ejemplo. Una vez en casa, todavía tendrá que recoger la cocina, dar de comer a los animales y barrer otro poco. En el mejor de los casos dormirá escasamente cuatro o cinco horas. Dennis es algo más que una criada: es una esclava a la que los mayores maltratarán, gritarán, de la que sus hermanastros se burlarán y las autoridades ignorarán…
La niña recibe las galletas que le doy con incredulidad. ‘¿Para mí? Son igual a las que vendo algunos días. ¿Me las puedo comer?’, musita mirando a un lado y a otro, como con miedo de estar haciendo algo malo. En un gesto insospechado, Dennis se come la mitad y guarda la otra mitad ‘para luego, que seguro que tendré más hambre’. Nos quedamos sin palabras. Aunque su futuro está claro -su tanti la obligará a casarse cuando le venga la primera regla quitándosela así de encima-, asegura que lo que más le gustaría en el mundo sería ir al colegio ‘como mis hermanos’ y aprender a coser.
‘El problema es que este tipo de tráfico entre familias es considerado como normal por la población por aquello de que el tío educa mejor que los padres. Los niños traen riqueza en el sentido literal de la palabra porque todos necesitan estos niños: para lavar, fregar, cuidar de los hijos de sangre. Si se mueren, enferman o pierden a nadie le importa. No se sienten responsables de ellos. Hay muchos casos, incluso, de padres que venden a sus hijos para comprarse otra esposa’, asegura la hermana Begoña Díez, que colabora en un centro de asistencia a este tipo de niñas abierto en el centro del mercado de Dantokpa por las monjas salesianas españolas y en el que tratan de enseñar a las niñas a leer, cantar o coser.
Se calcula que siete de cada 10 familias beninesas arraigadas en la ciudad tiene algún niño/a procedente del vidomegon. Además de vender, se puede ver a estos niños haciendo todo tipo de trabajos sólo aptos para adultos: peones en las obras, en los talleres de reparación de vehículos, cargando pesados bidones de gasolina, neumáticos o, simplemente, traficando. Esta práctica también se ha extendido hasta países vecinos, como Gabón o Togo, hasta donde son enviadas muchas niñas como criadas antes de llegar a convertirse en prostitutas en algunos países occidentales al alcanzar la adolescencia.
NIÑOS ‘TALIBANES’ AL MEJOR POSTOR
Pero el horror de los niños benineses no acaba aquí. En el norte del país, en las provincias de Parakou, Djougou y Malanville, existen los llamados niños talibés (talibanes) entre las familias musulmanas. Se trata de otra degeneración del sistema de adopción de criaturas de entre cuatro y 15 años que son entregados por sus padres a ancianos profesores de teología coránica, morabitos, para que se instruyan sobre las enseñanzas del Profeta.
Sin embargo, la realidad es bien distinta. Los niños acaban convertidos en esclavos de su presunto maestro que les obliga a mendigar comida para él y su familia entre los restos de los restaurantes o a trabajar en sus campos a cambio de nada. Los malos tratos son habituales y los pequeños ni siquiera aprenderán a leer o escribir. Tan sólo sabrán repetir como autómatas las suras de El Corán y recibirán un diploma, el Alfa, que les permitirá reproducir en el futuro este sistema con otros niños.
Según un estudio realizado por el Banco Mundial, se calcula que en Benín hay unos 5.000 niños en estas condiciones y muchos más en países como Senegal y Níger. Sus condiciones de vida son tan duras que, según este mismo estudio, uno de cada cuatro niños examinados presenta retrasos en su crecimiento, la mitad anemias, paludismos crónicos y malformaciones. Las autoridades locales han denunciado múltiples casos en los que los morabitos obligan a los críos a ejercer como guías para los ciegos por una cantidad equivalente a medio euro al día. Niños, dinero, trabajo… Un jinete más para el apocalipsis africano.
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