ESCLAVOS SEXUALES. Escándalo en la ayuda humanitaria a través de la ONU

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Aprovechando la vulnerabilidad de los refugiados, fuerzan a niñas que a veces no tienen más de once años a mantener relaciones sexuales, a cambio de una pastilla de jabón o algo que comer.
Las situaciones de guerra, hambre y graves necesidades son el caldo de cultivo de viles abusos por parte de funcionarios de la ONU, «cascos azules» y ONGs. La última denuncia de ACNUR da la voz de alarma.

Hasta ahora, cuando un ciudadano de los países del Norte donaba un euro para la asistencia humanitaria a los países del Sur, o simplemente daba su aprobación a un despliegue de ‘cascos azules’, tenía la grata sensación de estar aportando algo para hacer del mundo un lugar menos inhóspito. A partir de ahora, tendrá que preguntarse si no está dando su aval a una de las formas más perversas que pueda cobrar la pedofilia, quizá organizada a escala internacional y cubierta bajo el manto humanitario y la bandera azul de Naciones Unidas.

Un enorme tabú se ha resquebrajado en los últimos días a raíz de la publicación del resumen de un informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y de la Organización No Gubernamental Save the Children. Aprovechando las operaciones de mantenimiento de la paz y de asistencia humanitaria, ciertos militares bajo mandato internacional, personal de la ONU y de sus agencias y empleados de las agencias humanitarias y de las ONGs estarían dando rienda suelta a la mas vil de las conductas. Aprovechando la vulnerabilidad de los refugiados, fuerzan a niñas que a veces no tienen más de once años a mantener relaciones sexuales, a cambio de una pastilla de jabón a cambio de algo que comer. El precio de la ‘carne fresca’ en los campos de refugiados de Sierra Leona, Guinea y Liberia, la región investigada como ejemplo de la magnitud del fenómeno, anda bajo: una chica pequeña se prostituye por el equivalente de 10 centavos de dólar. La misma ayuda que se les envía para que puedan alimentarse, lavarse, cubrirse o aprender a leer es utilizada como yugo proxeneta.

El resumen publicado por ACNUR es elocuente: «la violencia sexual y la explotación sexual de los niños es generalizada» en los campos de refugiados y de desplazados de Africa Occidental, región donde los investigadores entrevistaron a unos 1.500 menores. «Personal de todos los niveles, incluidos aquéllos que tienen la misión explícita de proteger a la infancia» cometen ese delito. La agencia con sede en Ginebra no ha publicado la totalidad del informe, y se ha limitado a señalar que ya dispone de pruebas contra 67 personas -que no nombra- y ha anunciado que va a efectuar «más investigaciones» para determinar con precisión la magnitud del problema y, en particular, si existen redes organizadas, como apuntan otros informes de la ONU menos conocidos.

En palabras de los propios chavales entrevistados por los investigadores en la región más devastada de la Tierra, la explotación sexual se da «cuando los hombres importantes hacen el amor con chicas pequeñas porque pagan».

Aún evitando los pasajes más sórdidos, se puede leer, en boca de un niño: «Los hombres importantes pueden hacer el amor con las niñas pequeñas, pueden llamar a la chica cuando va andando por la carretera, después la chica se va con ellos, entra en una casa y le cierran la puerta. Cuando el hombre importante ha hecho lo que quería, le da a la niña dinero o un regalo».

Una madre se explica: «Tengo siete hijos, y cuando la comida se termina, el más pequeño no para de llorar y de tirarme de la falda. ¿Qué quiere que haga si la mayor trae algo de comida?». Una menor detalla cómo la única manera de obtener las raciones alimenticias es acostarse con el empleado que arrastra la distribución de la ayuda. Un padre de familia recuerda que una vez intentó denunciar la violación de su hija yendo a la oficina del máximo responsable de su campo de Refugiados, pero le resultó imposible entrar: los guardias de seguridad se lo impidieron.

Para los investigadores, la causa de la aberración incrustada en la acción internacional es clara: «existe una elite relativamente próspera integrada por funcionarios de la ONU, cascos azules y miembros de las ONGs, cuyos recursos son infinitamente superiores a los de la población de los refugiados». Esa elite puede pagarse «relaciones sexuales con quién quieran y cuándo quieran, con total impunidad». Una situación que nadie aceptaría en un Estado digno de ese nombre es moneda corriente en los lugares donde los Estados intervienen, y a causa, precisamente, del tipo de intervención que efectúan.

A lo largo de los últimos doce años, tras la caída del Muro de Berlín, el número de refugiados ha ido en constante aumento en todo el planeta, hasta alcanzar hoy la cifra de unos 21 millones, según cifras oficiales, y más de 40 si se tienen en cuenta las personas que son catalogadas en la categoría de «Desplazados Internos». Al mismo tiempo, el valor político de los refugiados ha caído en picado. Los refugiados ya no son vistos como personas que huyen de la represión y la guerra porque aspiran a vivir dignamente como ciudadanos. Son vistos como un problema de orden público para el Norte y ACNUR, tácitamente, ha aceptado el encargo de mantenerlos confinados en campos de refugiados de urgencia permanente, cerca de las zonas de combate, cada vez más inadministrables y convertidos en la negación misma de la ciudadanía y hasta de la condición humana. El presupuesto de ACNUR ha descendido un 20% en los últimos dos años, por lo que ha tenido que suprimir un 14% de su personal, incluyendo el que supervisaba el funcionamiento de los campos de refugiados. En esas vastas zonas de no-derecho, y en particular en Africa, la ley del más fuerte y del que más paga se ha impuesto en contra de los refugiados, sobre todo los más vulnerables: las niñas.

Numerosas incógnitas quedan en el aire tras la publicación del sumario de ese informe, que ha sido acogido con una mezcla de irritación y de frialdad por varias ONGs. La primera de esas interrogantes concierne a la utilización que se está haciendo de un texto potencialmente explosivo. La inmensa mayoría de la prensa lo ha utilizado para apuntar con el dedo a las ONGs de ayuda humanitaria, y no se puede decir que ACNUR se apresurara a desmentirlo. Para Jean-Hervé Bradol, presidente de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Francia, «la imprecisión de los hechos comunicados por la agencia de la ONU alimenta un tratamiento puramente emocional y amalgamas poco propicias a una reacción apropiada. Se quiere dar la impresión de que todo el mundo es culpable».

La obsesión por las ONGs resulta inquietante, porque el propio texto publicado destaca claramente que los empleados de las mismas no son más que uno de los eslabones de la cadena de abusos sexuales, en la que el personal de la ONU -ACNUR incluido- y los ‘cascos azules’ ostentan el papel protagonista. De hecho, ésta no es la primera alarma sobre presuntos delitos sexuales perpetrados a gran escala y de manera organizada por militares bajo mandato internacional. Que por primera vez se cite a personal de la ONU y de las agencias humanitarias no es más que la consecuencia lógica de la bula de que parecen gozar, en general, los miembros de las operaciones de paz.

Un informe presentado ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU el 23 de enero de 2001 (documento E/CN.4/73), que no mereció mayor publicidad en su día ni ahora, denunciaba «el creciente número de informaciones sobre violaciones y otros abusos sexuales cometidos por miembros de las fuerzas de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas» y detallaba cómo, en ciertos casos, las operaciones de paz degeneran en perversión organizada. Existe «un tráfico de mujeres desde los campos de refugiados y los centros de acogida supuestamente creados para su protección»; las violaciones y la explotación sexual de las menores en los campos no sería más que la antesala de su ‘exportación’ hacia los mercados del sexo del Norte.

También «existe una trata de mujeres destinada a ofrecer servicios sexuales a los agentes del mantenimiento de la paz», y el caso probado que demuestra la existencia de esa práctica se dio en Bosnia, en 1998. Un funcionario civil de la Fuerza de Estabilización (SFOR) compró a dos mujeres en un burdel por el equivalente de 3.200 euros, con complicidades en el seno de la policía local y del propio contingente de la OTAN. Al descubrirse el caso, según el informe, la OTAN se negó a levantar la inmunidad diplomática del funcionario, que pudo abandonar Bosnia sin ser encausado.

Una nota interna de UNICEF alertaba en 1999 sobre el hecho de que, en Freetown (capital de Sierra Leona), los ‘cascos blancos’ nigerianos -precursores de los actuales ‘cascos azules’- secuestraban a las niñas sin techo de forma sistemática. En su día, todos los Estados hicieron oídos sordos. Aún hoy, cuando se perfila la instauración de un Tribunal Internacional para juzgar los crímenes de guerra en Sierra Leona, ningún funcionario de la ONU ha evocado la necesaria comparecencia de los mandos de los ‘cascos blancos’. Y en septiembre de 2000, la actualización del informe de Graça Machel a la ONU sobre la infancia en situación de conflicto armado destacaba que, sistemáticamente, «la llegada de fuerzas de mantenimiento de la paz va acompañada de un crecimiento rápido de la prostitución infantil». La situación no para de empeorar desde 1996, constata el informe Machel.

Para varios miembros de ONGs presentes en África occidental, «lo que pretende ACNUR con el informe actual es loable: quiere abrir el debate sobre la imposibilidad de garantizar los derechos de un número de refugiados en constante aumento con un presupuesto en constante disminución. Pero, en ese caso, de nada sirve dejar que se instale un clima de caza de brujas anti-ONGs y permitir que la ley del silencio siga imperando en torno a la responsabilidad de las fuerzas internacionales, especialmente en el caso de Africa Occidental».

Resulta imposible hacer un historial exhaustivo de los casos en que las operaciones de paz o humanitarias de los últimos diez años han degenerado en casos de explotación sexual de menores. Lo que sí es cierto es que al menos en uno de ellos, el atlas de una intervención bajo bandera de la ONU se cruza con el atlas clandestino de la pedofilia internacional. A mediados del año pasado, gracias al trabajo de un fiscal militar italiano, estalló un escándalo que implicaba a varios mandos intermedios eslovacos, daneses e italianos de la Misión de Naciones Unidas en Etiopía y Eritrea (UNMEE), además de un oficial de la Cruz Roja. Ubicados en el cuartel de la UNMEE en Asmara (capital de Eritrea), todos ellos eran clientes habituales de un prostíbulo del vecino puerto de Massawa, que figura en las ‘webs’ de pedofilia de medio mundo, y donde sobreviven encerradas numerosas menores sometidas a la esclavitud sexual. Los responsables de Naciones Unidas anunciaron muy solemnemente la apertura de una investigación, pero los eslovacos fueron relevados. Los daneses fueron objeto de una investigación administrativa de su ministerio, que no condujo a suspensión alguna. La investigación de la ONU debía presentar sus conclusiones en septiembre pasado, pero, si las hubo, no fueron hechas públicas. La misión de la ONU en Eritrea finaliza este marzo. Y nunca más se supo.

En el vecino Djibuti, al menos un caso de pedofilia organizada implica a las bases militares francesas -empleadas como punto de apoyo por los Ejércitos europeos durante las operaciones en Afganistán, por ejemplo- y ha sido reconocido oficiosamente. Ante la misión parlamentaria de lucha contra «las formas modernas de la esclavitud» una asociación internacional de lucha contra la prostitución presentó en septiembre pasado el caso de una niña apátrida violada en ese país a la edad de 11 años y luego «vendida a la Legión Extranjera» francesa a los 14 (documento nº 3459 de la Asamblea Nacional francesa). La muchacha acabó en la región de Marsella hace dos años, merodeando en torno a los cuarteles militares, convertida en una prostituta que muchos considerarían «profesional» y «libre» de ejercer. Ahora se encuentra bajo la protección de personal de los servicios sociales de la región. Casos como el suyo son estudiados con mucha atención por un cuerpo especializado de la policía francesa, la Oficina Central para la Represión de Tráfico de Seres Humanos.

Oficialmente, la Legión Extranjera francesa ya no dispone de los ‘Bordels Militaires de Campagne’ (B.M.C.) tristemente célebres por haber acompañado, en toda legalidad y sobre ruedas, al Ejército colonial en África del Norte entre 1840 y 1960, a menudo cargados con prostitutas esclavas. Oficiosamente, la cosa está menos clara. Una revista erótica norteamericana de gran tirada publicó en 1998 un publirreportaje sobre la Legión Extranjera, y proporcionaba el número de teléfono de la embajada francesa al que había que llamar para alistarse. Entre las ventajas de ser miembro de la Legión citaba: «Así podrá usted acceder a las casas de putas (sic) oficiales de la Legión, llamadas B.M.C.s (‘Bordels Militaires de Campagne’). Compuestos por prostitutas profesionales en buen estado de salud, sin enfermedades, son consideradas la piedra angular de la alta moral de la tropa». La embajada no se ha tomado la molestia de hacer uso de su derecho de rectificación en las páginas de esa publicación, quizá porque hay secretos que se guardan mejor a voces.

Tras la polémica desatada por el informe del ACNUR, las bulas, la ley del silencio y las mentiras que rodean las operaciones de paz y de asistencia humanitaria empiezan a resultar más difíciles. Es más, en el documento, los expertos apuntan a una serie de medidas que podrían frenar las derivas pedófilas que han sido constatadas: incrementar la participación de mujeres, en toda la cadena de mando, en las operaciones internacionales; permitir el acceso de los refugiados a un sistema judicial para garantizar sus derechos; concederles tierras para que puedan cultivar, en lugar de transformarlos en un rebaño alimentado con grano y galletas hipercalóricas. Y una medida crucial, piedra angular para devolver el sentido original de las misiones de asistencia: transformar la protección de la infancia en obligación jurídica explícita del personal de las operaciones de paz.