¿Hacia la obsolescencia del hombre?

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Tomo el título del libro, ciertamente inestimable, del pensador alemán de origen judío Günther Anders, fallecido en Viena en 1992. Marido de Hannah Arendt y alumno de Husserl, Anders publica el segundo volumen de La obsolescencia del hombre en 1980 con un subtítulo también elocuente: Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Y ahora que eclosiona la revolución industrial número cuatro sin apenas resistencia intelectual a la invasión de las nuevas tecnologías en todos los órdenes del vivir humano, bueno será reavivar las reflexiones de nuestro pensador. A sabiendas de que infringimos así uno de los pocos tabúes que quedan en nuestras sociedades: no cuestionarse la naturaleza misma, efectos y consecuencias de la revolución digital en curso. Una revolución electrónica que en su aceleración constante de nuevos productos y tiempos de obsolescencia, nos está planteando la gran mutación que previó Anders y que apenas se menciona: que sean las tecnologías y ya no el ser humano, que va a su remolque, el nuevo sujeto de la historia, esto es, del vivir humano.

No deja de resultar significativo que se alcen desde el mismo mundo digital algunas voces críticas sobre el sentido y función de varios fenómenos digitales, que merman nuestra humanidad. Así, recientemente el antiguo vicepresidente de Facebook, Chamath Palihapitiya, abjuró de su contribución al desarrollo de ese tipo de redes sociales que, a su juicio, están desgarrando el tejido social. El papel que juega la dopamina en la retroalimentación a corto plazo de la red hace que, según afirma, se esté degradando el funcionamiento de la sociedad. Como si lo que damos a nuestras dopaminas en nuestra interacción digital con la red social, lo restemos de lo que nos hace humanos.

«Cuanto mayor rendimiento tienen las herramientas digitales, menor nivel de desempeño tiene el trabajador»

Poco antes, el que fue cofundador de dicha empresa, Sean Parker, declaraba que Facebook se fundó de esta manera tan agresiva neuronalmente a propósito: «¿Cómo podemos consumir la mayor parte del tiempo de cada usuario?, nos preguntábamos. Ello nos llevó a que teníamos que dar un poco de dopamina cada rato: o bien porque alguien había dado a I Like o porque habían comentado tu foto. Y a eso contribuye la creación de contenidos para, de nuevo, crear más comentarios y me gustas. El componente eminentemente eléctrico de nuestros productos, servicios y dispositivos de la técnica actual interactúa sin intermediación con nuestras estructuras cognitivas y volitivas, como nunca lo había hecho antes el objeto técnico. Y no necesariamente para bien. Como si en tanto que las nuevas tecnologías se humanizaran (aparentemente) merced a la Inteligencia Artificial, el ser humano se fuera deshumanizando al mismo tiempo por ellas mismas. Y además con una imparable conciencia de inferioridad por parte nuestra, de «vergüenza prometeica» dirá Anders, ante los logros y desempeños de la mencionada I.A. Y esa toma de conciencia nos hará, cada vez más, pensar que el ser humano queda obsoleto en sus capacidades y en su valía ante la competencia demostrada de los nuevos dispositivos robóticos. Detrás de nuestra admiración tan unánime como acrítica por las nuevas tecnologías -Anders hablará de «nuestro sí incondicional a la técnica»- yace un gran problema de autoestima de nosotros con nosotros mismos: un nosotros que yerra, enferma, se lesiona, cansa y envejece a diferencia del perfecto funcionamiento -no ya mecánico, sin apenas piezas- del más humilde dispositivo digital, perfecto en su compleja simplicidad.

Porque estamos ya comprobando en la propia esfera profesional una ley que parece inexorable: cuanto mayor rendimiento tienen las herramientas digitales, menor nivel de desempeño tiene el trabajador con independencia de su nivel. En el trabajo mismo es un problema ya la dificultad de centrarse en un asunto solo, rodeados como estamos de un medio eléctrico compuesto de smartphones, tablets y una multitarea digital que invita a la dispersión improductiva. Así una valiosa investigación del IESE entre casi mil directivos para medir el impacto de la dispersión atencional en el desempeño profesional, detectó un 72% de participantes con un nivel elevado de «excitabilidad exploratoria» y un 45% con elevado nivel de «impulsividad». Excitabilidad e impulsividad propias de realidades animales inferiores sujetas al simple estímulo-respuesta, pero no a lo que nos hace propiamente humanos. El hecho de que gigantes empresariales como General Mills, Google, Procter & Gamble o Unilever hayan tenido que implantar extensos y costosos programas formativos de mindfulness para tratar de recuperar la atención perdida de sus empleados revela la extensión del problema y las paradojas del mismo. Y cómo también no sólo el ser humano, sino las empresas van a remolque -bien humillante- de una digitalización que se convierte en un fin en sí mismo. Ante la cual la fuerza laboral comenzará a sentirse obsoleta ante las exigencias que imponen las nuevas herramientas y procesos digitales, que en gran medida hacen superfluo al hombre como animal laborans e irrisoria su voluptas laborandi. Y ello desde el discurso mismo del progreso humano que nos lleva a callar sus graves peligros y contradicciones si no queremos caer bajo la acusación implacable de ludistas.

Extracto

Fuente: El Mundo

Autor: IGNACIO GARCÍA DE LEÁNIZ