LA AMISTAD

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La amistad verdadera: un cisne negro, un mirlo blanco, dijo Kant y acaba de repetir Laín Entralgo. Un cisne negro y un mirlo blanco que por añadidura están aquejados de enfermedad. Queridos amigos, así hemos empezado todos cientos o miles de cartas. He aquí una mentira sociológica: casi nunca son amigos y pocas veces son queridos…

LA AMISTAD

Por Atilano Alaiz

La amistad verdadera: un cisne negro, un mirlo blanco, dijo Kant y acaba de repetir Laín Entralgo. Un cisne negro y un mirlo blanco que por añadidura están aquejados de enfermedad. Queridos amigos, así hemos empezado todos cientos o miles de cartas. He aquí una mentira sociológica: casi nunca son amigos y pocas veces son queridos.

Nuestra sociedad está seriamente menesterosa de amistad. Añadiría todavía más: le falta la conversión a la amistad. He tratado apasionadamente de comprobar los niveles de amistad en que viven las personas en reuniones de grupo, en confidencias, en contactos, y siempre hemos llegado a la misma penosa conclusión: se trata de un cisne negro o de un mirlo blanco. Y esto en todos los sectores humanos: creyentes e incrédulos; sacerdotes, religiosos y laicos; pobres y ricos; cultos e incultos.

Se hallaba Cánovas del Castillo dictando cartas a su secretario Morlesín, y le llegó su turno a una con la que el político había de dar respuesta a cierta petición, también epistolar, de un caciquillo rural. «Escribe Morlesín: Querido amigo…» El secretario se queda un momento inmóvil y silencioso, y replica con respeto: «Pero, don Antonio, ¿cómo llama usted a este hombre amigo, si ni siquiera le conoce?». A lo cual Cánovas, tan ingenioso como profundo, bajo la ocasional levedad de sus palabras, repuso sin demora: «Observe, Morlesín, que yo no le digo Mi querido amigo, sino tan solo Querido amigo. ¡Alguno tendrá!»

Todo hace presuponer que la mayoría de los hombres mueren sin haber vivido la incomparable experiencia de la amistad. Se suspira en cierto modo por ella, se maldice a esa gran desalmada, la sociedad, que diría Ortega. Como el minusválido que, tirado en la calle, pide una limosna, los hombres aguardan comprensión, ternura, un poco de amistad, pero muy pocos tratan de construirla; casi todos la esperan. La palabra amistad menudea en los escritos, en las conversaciones, pero no en la vida. Es una palabra enmascarada, castrada, fruto reseco, pura cáscara. Hay más iniciaciones de amistad que amistad verdadera. Nos concedemos el nombre de amigos los meros conocidos, compañeros, familiares, contertulios, comensales. Péguy se lamentaba: «Los hombres compran cosas; como los amigos no se compran con dinero, por eso los hombres no tienen amigos». Y Nietzsche lamentaba nostálgicamente: «Hay camaradería. ¡Ojalá un día haya amistad!».

Empieza (hay que reconocerlo alborozados) un anhelo de relación amistosa. Hay que alentarlo a toda costa. La mayor satisfacción que se puede tener (al menos para mí) es haber relacionado hombres, haberles conducido a la amistad, saberles dichosos con esta experiencia. «¡Aquel a quien haya sido dada la suerte de ser amigo de un amigo!» suspiraba Schiller. Todo hombre medianamente lúcido ha probado vivencialmente la verdad que pregonaba Camus: «Es imposible ser feliz a solas». Porque es imposible acallar el clamor vital por la amistad con otra cosa que no sea la amistad. Todo lo demás podrá ser bengalas distraidoras, risas o carcajadas de ocasión, pero no situaciones profundas pacificadoras de lo más íntimo del hombre.

No se puede pecar impunemente contra la propia vocación. El hombre solitario se ha convertido en autocarcelero y tiene que pedir una mano amiga que le dé la llave que arrojó o le abra él mismo. Muchos que acuden a psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas son remitidos por éstos a los verdaderos médicos: a los amigos, a confidentes, a ese «otro yo» con quien convivir la vida. Me impresiona la firmeza con que lo testifica Gabriel Marcel: «No hay más que un sufrimiento, el de estar solo. Nada está jamás perdido para el que vive un gran amor o una verdadera amistad; pero todo está perdido para el que está solo. Quizá las angustias y dolores de nuestro mundo se reducen a un solo sufrimiento: el de estar solo. Se ha oscurecido también la presencia del Tú Absoluto y en la noche del mundo sólo vemos fantasmas que nos atemorizan». Con la misma contundencia y sin salvedades, el P. Voillaume afirma: «No puedo concebir que un hombre sin amigos pueda ser perfecto. Sé que en todo caso será un hombre profundamente desgraciado. Sin un amigo, el hombre está aislado dentro de sí mismo».

¿Por qué las ansias que el hombre tiene, la fiebre con que persigue cosas para acallar su angustia radical no las empleará para aprojimarse amistosamente a los hombres? Los ingeniosos y prácticos aparatos no siempre están a su alcance, ni serán capaces de dar respuesta definitiva al sentido de su vida. ¡Dios nos conceda un mendrugo de pan que compartir con el amigo antes que refinados manjares rumiados a solas en salones con artesonado de oro!

Ya en muy lejanos tiempos Aristóteles llegó a decir que «la amistad es lo más necesario para la vida». Y lo es en especial hoy. Hoy en que somos esa paradójica muchedumbre solitaria. Esto es ya un tópico en nuestros filmes, novelas y análisis sociológicos. Debe ser un verdadero dogma que es imposible hacerse a la mar solo exitosamente. Una amistad delicadamente cincelada, ese modo de convivencia que cuando está «cuidada como se cuida una obra de arte», sería para Ortega, nada menos que la cima del universo.

Hay algo que agrava esta situación. Esta sociedad que es tan menesterosa de amistad resulta apellidarse alegremente cristiana. Cristianos hemos sido los que hemos ignorado esta realidad, cristianos los que la falsificamos cruelmente, cristianos los que la hemos secuestrado, los que la mantenemos en campo de concentración. ¿Cómo hemos ignorado que la amistad es un acontecimiento salvífico, un signo de liberación? ¿Cómo, los que nos llamamos creyentes en Jesús, hemos ignorado que su mensaje es mensaje de amistad con los hombres en Dios; mensaje de fraternidad pero no biológica sino amistosa? El Cristo del amor manirroto hacia los maltrechos, ¿no es el mismo que el las confidencias, de la comunidad de amigos? Como yo os he amado (Jn 13,34-35). Está claro cómo amó. Qué sean uno (Jn 17,21).

La amistad es algo central en el Evangelio porque es central en la vida humana. Ella posee una sacramen talidad; es un hecho de fe. Hay que vivir la fe desde la amistad. Y hay que vivir la amistad desde la fe. Todo ello me lleva a pensar que se merece algo más que una alusión tangencial, un capítulo de un libro, una charla, algún artículo, algún slogan convincente, una ojeada ligera. Hay que plantar tienda y explorarla amorosamente. «Aquel a quien haya sido dada la gran suerte de ser amigo de un amigo», decía Schiller. Hay pocos amigos porque la amistad tiene más de parto doloroso que de lotería. Es una experiencia para los espiritualmente fornidos. No se trata de un espontáneo sentimiento romántico, sino de amor, y esto es vaciamiento, muerte, donación. No creo que nadie dude de que la amistad es culminación del amor, no creo que nadie dude de que el amor sea muerte y no creo que la muerte sea cosa de mediocres. Construir la amistad es una aventura con dolores y gozos.

El P. Voillaume avisa finamente: «Pienso que para todos es necesario tener uno o dos amigos más íntimos. Quienes no saben hacerse amigos, deben estar atentos. Será porque todavía están demasiado cerrados en sí mismos. O acaso aún no han sabido comprender lo que es la donación de sí mismos a los otros». Y Boros dice duramente: «Para ninguno de nuestros amigos somos -hasta lo más profundo y escondido de nuestro corazón- verdaderamente amigos». Considero la ausencia de amistad como una forma más o menos solapada de ateísmo recalcitrante. Como una deshumanización. Proclamo mi fe en la radical bondad del hombre pero también en su ignorancia, en su falta de evangelización. Al menos entre creyentes en Jesús no se debe esperar otra cosa que «la amistad verdadera sea tan frecuente como los cisnes blancos y mirlos negros».