Nuestra especie se encuentra ante un terrible dilema. Ante nosotros se presenta la perspectiva inminente de clonación de un ser humano. Mediante semejante proeza, jugamos a ser Dios con nuestro destino evolutivo y nos exponemos a ominosas consecuencias para el futuro de la civilización. Los investigadores están ya poniendo a punto los experimentos preliminares y el mundo aguarda con ansiedad este «segundo advenimiento», sólo que, en esta ocasión, el niño habrá sido producido por la ciencia y a imagen y semejanza de un determinado ser humano.
Este hecho provoca escalofríos de espanto en mucha gente pero, tal y como sostienen sus partidarios, ¿por qué no? Si una pareja estéril, por ejemplo, desea legar su herencia genética mediante la producción de clones de uno de los dos o de ambos, ¿acaso no debería permitírseles el ejercicio de su derecho a poner en práctica esta posibilidad? Es más, se nos ha dicho que no tenemos que preocuparnos en demasía porque, incluso aunque el clon vaya a tener idéntica composición genética que el original, él o ella se desarrollarán de manera diferente porque el contexto social y medioambiental en el que transcurra su vida no será el mismo que el del donante.
Por otra parte, algunos moralistas profesionales mueven consternados la cabeza en señal de negativa y susurran entre dientes acerca del factor rechazo, esa repugnancia que, en un primer momento, experimentan las personas ante la posibilidad de clonación de un ser humano pero, cuando se les insiste, no son capaces de oponer más allá de unas poquitas razones convincentes, si acaso, a lo que consideran que es inevitable e incluso digno de consideración bajo determinadas circunstancias. Sus únicos recelos parecen centrarse en aspectos como si el proceso será seguro o no y si el niño correrá riesgo de malformaciones. Los movimientos pro vida temen que, en los intentos por producir un clon con garantías de salir adelante, se desperdicien o se desechen algunos embriones de los utilizados en el proceso. Desgraciadamente, se han despachado a toda prisa las cuestiones de mayor calado en torno a la clonación de seres humanos o no se les ha prestado la más mínima atención.
La clonación de seres humanos plantea interrogantes fundamentales que afectan a la naturaleza esencial de lo que significa ser un ser humano. Ningún otro acontecimiento singular de la historia de la Humanidad habrá tenido unas consecuencias tan trascendentales en el futuro de nuestra especie. He aquí las razones de ello. Para empezar, nuestra mismísima idea de en qué consiste la vida se encuentra enraizada en la sexualidad y en la atracción biológica entre machos y hembras. Una parte considerable de la historia de la civilización ha transcurrido conforme a unas pautas de comportamientos sexuales, desde rituales de apareamiento hasta los conceptos de familia, grupo, tribu y nación. Desde tiempos inmemoriales, hemos considerado el nacimiento de nuestros descendientes como un regalo con el que Dios o la benéfica naturaleza nos favorecían. La conjunción de esperma y óvulo representa un momento de sometimiento a fuerzas que están más allá de nuestro control. La fusión de masculinidad y femineidad da como resultado una nueva creación, irrepetible y finita. La razón por la que la mayor parte de las personas experimenta hacia la clonación una repugnancia casi instintiva consiste en que, en lo más profundo de su ser, tienen la sensación de que la clonación representa el punto de partida de un viaje sin precedentes en el que el regalo de la vida es algo que, de manera decidida, se deja al margen y de lo que, en último término, se prescinde. En su lugar, estos descendientes de nuevo cuño pasan a convertirse en la más moderna forma de ir de compras: diseñados de antemano, fabricados a medida y adquiridos en el supermercado biológico.
La clonación es, en primer lugar y sobre todo, un acto de «fabricación», no de creación. Mediante el empleo de nuevas biotecnologías, se produce un ser viviente con el mismo grado de mecanización que damos por hecho que existe en una línea de montaje. Cuando pensamos en maneras de producción, lo que se nos viene inmediatamente a la cabeza son controles de calidad y productos terminados que desde el primer momento tenemos en mente. En eso es exactamente en lo que consiste la clonación de un ser humano. Por primera vez en la historia de nuestra especie, estamos en condiciones de dictar la constitución genética final de nuestra descendencia. Un niño no será ya nunca más una creación irrepetible, única en su especie, sino una reproducción. La clonación humana abre las puertas de par en par al nacimiento de una civilización de eugenesia comercial, un mundo feliz en el que las nuevas tecnologías aceleran el proceso de mejora de nuestros descendientes, lo que nos permite la creación de un segundo génesis. Esta vez, cada persona tiene la posibilidad de convertirse en un dios particular y fabricarse su descendencia a su propia imagen y semejanza. En el futuro, con toda seguridad, cuando los niños de hoy alcancen la edad adulta, será posible realizar modificaciones genéticas de la célula donante o embrión y empezar a crear variaciones del original al gusto de cada cual. Ian Wilmut, del Roslin Institute, en las cercanías de Edimburgo, ha culminado ya una hazaña de ese tipo con la segunda de las ovejas que ha clonado. Aunque menos celebrado que el de Dolly, el nacimiento de Polly es infinitamente más inquietante. Con Polly, el equipo de Wilmut implantó un gen humano en una célula de oveja y, a continuación, procedió a la clonación de la oveja, lo que ha hecho de ella el primer auténtico animal de diseño. Mediante la utilización del clon como modelo, los científicos pueden producir ahora innumerables variaciones a discreción, adaptadas a los requisitos de sus clientes. ¿Se le habrá planteado a alguien por un momento la más leve duda de que lo que Wilmut ha conseguido hacer con Polly no lo vaya a poner el sector de la biotecnología a disposición de los padres que quieran fabricarse unos niños clonados de diseño? Una vez más, tal y como sostienen sus partidarios, ¿por qué no? Si unos futuros progenitores supieran que lo más probable es que transmitan una predisposición genética a las enfermedades del corazón, a la apoplejía, o al cáncer, ¿no se sentirían obligados a evitarle todo eso a su clon, mediante la eliminación de esos determinados genes en la célula donante o embrión? Pero la clave reside en por dónde trazamos la raya. ¿Qué pasaría si los progenitores supieran que es probable que él o ella transmitan una predisposición genética a la depresión maniaca bipolar, o a la dislexia, o a una carencia de la hormona del crecimiento, o a malformaciones como el paladar hendido? ¿No van a querer todos los padres la mejor de las vidas posibles para sus hijos?
En el futuro, llegarán a sostener algunos, la responsabilidad y la intervención de los progenitores deberían empezar ya en la etapa de diseño, en la célula donante o embrión clonado. La clonación de seres humanos a gusto del consumidor agita el fantasma de una nueva forma de inmortalidad.
Cada generación con un genotipo particular puede llegar a convertirse en el artista definitivo, aquel que sin cesar readapta y mejora el modelo con nuevos rasgos genéticos, al objeto tanto de perfeccionar como de perpetuar para siempre el genotipo. Sería ingenuo pensar que no habrá montones de personas que vayan a dejar pasar semejante oportunidad. Los investigadores de las clínicas de fertilidad aseguran que ya se les solicitan con insistencia servicios de clonación. La auténtica amenaza que representa la clonación humana consiste en algo de lo que, por lo que yo sé, nunca se habla entre los científicos, los moralistas, las empresas de biotecnología o los políticos. En una sociedad en la que cada vez un mayor número de gente clona y, en último término, configura su genotipo conforme a especificaciones teóricas y a normas de ingeniería, ¿de qué forma vamos a mirar a aquel niño que no haya sido clonado o hecho a medida? ¿Qué va a pasar con aquel niño que nazca con una incapacidad? ¿Acogerá el resto de la sociedad con tolerancia a ese niño o se inclinará a considerarle un error del código genético, en pocas palabras, un producto defectuoso? De hecho, es posible que las generaciones futuras se vuelvan mucho menos tolerantes con aquellos que no hayan sido producidos de manera industrial y que se desvíen de las pautas y normas genéticas comúnmente aceptadas conforme a «las prácticas más exigentes» del mercado bioindustrial. Si esto llegara a ocurrir, perderíamos el don más precioso de todos, la capacidad que tenemos los seres humanos de interrelacionarnos los unos con los otros. Cuando nos relacionamos con otro ser humano es porque sentimos y experimentamos su vulnerabilidad, su fragilidad y su sufrimiento y la singular batalla que libra en reivindicación de su condición de ser humano.
Sin embargo, en un mundo en el que lo que ocurre es que se da por hecho la perfección de los descendientes, ¿será posible que realmente sobreviva la capacidad de interrelación? La clonación humana representa el definitivo trato de Fausto. En nuestro deseo por convertirnos en arquitectos de nuestra propia evolución, nos exponemos a la muy real posibilidad de que perdamos nuestra humanidad.
Jeremy Rifkin es autor de The Biotech Century (El siglo de la biotecnología) y presidente de The Foundation on Economic Trends (Fundación sobre Tendencias de la Economía) de la ciudad de Washington.