La DELINCUENCIA FINANCIERA, Los PARAÍSOS FISCALES y la INTERVENCIÓN de los BANCOS

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Conferencia del ex Fiscal Anticorrupción de España, Carlos Jiménez Villarejo .La gran corrupción se beneficia de la complicidad de los bancos occidentales, utilizando el circuito de entidades y compañías radicadas en paraísos fiscales, aprovechándose de unos sesenta territorios o Estados que les sirven de refugio seguro. Se conoce que numerosos bancos y cajas de ahorro captaban ahorro en el mercado español a través de un producto financiero denominado ´participaciones preferentes´ emitido por filiales, al 100% de dichos entidades, domiciliadas principalmente en las Islas Caimán. Este modo de operar determinó una inversión de aproximadamente 15.000 millones de euros que no estuvo sujeta a tributación con el correspondiente perjuicio a la Hacienda Pública


Carlos Jiménez Villarejo
Conferencia del ex Fiscal Anticorrupción de España, Carlos Jiménez Villarejo

(ATTAC) 10/04/2004
Attac Madrid

En junio de 2003, un grupo de juristas de todo el mundo firmó la Declaración de París, documento que hoy cuenta con el respaldo de 7.885 firmas. El hecho determinante fue la conclusión del proceso penal contra los responsables de la petrolera Elf-Aquitaine. La Declaración tiene como fin principal la denuncia de la «corrupción a gran escala». Pero contiene valoraciones de gran relevancia para el objeto de la campaña europea: «la gran corrupción se beneficia de la complicidad de los bancos occidentales, utilizando el circuito de entidades y compañías radicadas en paraísos fiscales, aprovechándose de unos sesenta territorios o Estados que les sirven de refugio seguro». Solicitándose, entre otros objetivos, «la prohibición a los bancos de abrir filiales o aceptar fondos procedentes de compañías instaladas en países o territorios que rechazan o aplican de manera virtual la cooperación jurídica internacional».

Durante los últimos años, las medidas anti-paraíso o llamadas también defensivas de la comunidad internacional no han impedido que la banca y cajas de ahorro hayan desarrollado estrategias comerciales, que se mueven entre la irregularidad y la punibilidad, que han tenido como común denominador la deslocalización de rentas o patrimonios para la evasión fiscal que solo era posible con la colaboración de los paraísos fiscales.

Hemos vivido recientemente dos hechos muy reveladores.
El primero, el descubrimiento de que la dirección de BBV mantuvo, desde 1987 hasta 2001, cuentas secretas en la isla de Jersey que se mantenían ocultas a los socios de la entidad y que, desde luego, no se reflejaban en la contabilidad oficial. En enero de 2001, aflora, procedentes de dichas cuentas, la suma de 37.500 millones de pesetas. En el movimiento y la titularidad de dichos fondos aparecen sociedades y estructuras domiciliadas en Liechstenstein y la Isla de Nieu. Como es sabido, se sigue un procedimiento penal por dichos hechos.

Asimismo, se conoce que numerosos bancos y cajas de ahorro captaban ahorro en el mercado español a través de un producto financiero denominado «participaciones preferentes» emitido por filiales, al 100% de dichos entidades, domiciliadas principalmente en las Islas Caimán. Este modo de operar determinó una inversión de aproximadamente 15.000 millones de euros que no estuvo sujeta a tributación con el correspondiente perjuicio a la Hacienda Pública. También es sabido que ante esa noticia tan grave y escandalosamente perjudicial para el Tesoro público, el Gobierno se aprestó a una reforma legal que regularizara dicha situación, incluso con efectos retroactivos, decisión que nos parece incompatible con las exigencias de un Estado social de derecho. Así quedó expresada en la Disposición adicional segunda de la Ley 13/85 de 25 de mayo, de coeficiente de inversión y recursos propios, que se modifica a través de la Ley 19/03 de 4 de julio, sobre régimen jurídico de los movimientos de capitales y otras materias. En las Disposición transitoria segunda de la Ley 19/03 se establece expresamente que la reforma se aplicará a las emisiones de participaciones preferentes realizadas con anterioridad a la entrada en vigor de dicha ley, ejemplo de cómo el sistema político y el sistema financiero se complementan y protegen mútuamente.

Valgan estas primeras consideraciones para abordar ya la primera de las cuestiones relevantes, la delincuencia económica.

1. LA DELINCUENCIA ECONÓMICA

El 28 de noviembre de 1939 en la American Sociological Society, Sutherland pronunció por vez primera el término de «delito de cuello blanco» para referirse a un tipo de delincuencia económica cometida por personas de nivel social alto en el desarrollo de su actividad profesional.

Desde entonces ha permanecido abierto un debate sobre el concepto y características de dicha delincuencia, que ha oscilado entre el planteamiento criminológico el estatus de quienes cometen los delitos? y el más acertado que ha afrontado el problema desde la perspectiva de las conductas delictivas y los bienes jurídicos que ofenden.

El punto de partida de un análisis penalista de la actividad económica debe situarse en torno al concepto de «orden socio-económico» como bien jurídico digno de protección penal.

El concepto y alcance del «orden socio-económico» como valor fundamental que debe ser objeto de una protección penal ha de situarse, necesariamente, en la Constitución. En efecto, la Constitución establece un determinado modelo de «orden socio-económico», el que está comprendido bajo el concepto, con origen en la Constitución de Weimar, de Constitución económica que no es otra cosa que «el marco y los principios jurídicos de la Ley fundamental que ordenan y regulan el funcionamiento de la actividad económica» (S. Martín Retortillo) y que ya asumió el Tribunal Constitucional, S. 1/82, de 28 de enero, al decir: «En la Constitución española de 1978, a diferencia de lo que solía ocurrir con las Constituciones liberales del siglo XIX, y de forma semejante a lo que sucede en las más recientes Constituciones europeas, existen varias normas destinadas a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica; el conjunto de todas ellas compone lo que suele denominarse la Constitución económica formal. Este marco implica la existencia de unos principios básicos del orden económico que han de aplicarse con carácter unitario, unicidad esta reiteradamente exigida por la Constitución, cuyo Preámbulo garantiza la existencia de «un orden económico y social justo».» Criterio que define la línea de un «orden socio-económico», característico del Estado social de Derecho, en el que, por tanto, el reconocimiento de «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado» (art. 38 CE.) como eje del sistema económico está sujeto a un amplio conjunto de prescripciones constitucionales, como la función social de la propiedad privada (art. 33.2) que, como acertadamente sostiene Diez Picazo, no solo «preserva a la propiedad en un sistema económico que continúa siendo capitalista» sino que «origina deberes para el propietario en función de intereses distintos y del interés público general» (véase la Sentencia del Tribunal Constitucional 37/87, de 26 de marzo, sobre utilidad individual y función social de la propiedad privada), la subordinación de toda la riqueza del país al interés general (art. 128.1), la planificación de la actividad económica para atender a las necesidades colectivas, equilibrarlas y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el conjunto de la renta y de la riqueza y su más justa distribución (art. 131.1) y, finalmente, por imperativo del artículo 9.2, el compromiso de los poderes públicos de promover la efectiva y real igualdad y libertades de los ciudadanos mediante la remoción de los obstáculos que se opongan a ello. Con ello la Constitución define un modelo social y económico, esencialmente dinámico, en esa perspectiva, que se traduce en la función promocional del orden social que expresan los preceptos constitucionales según los cuales los Poderes Públicos deben promover, garantizar y asegurar los derechos que se integran en «los principios rectores de la política social y económica».

Desde este marco fundamental, podría sostenerse que el sistema más que el modelo económico constitucional está configurado por la libertad económica, cuyo núcleo es la empresa y el mercado (art. 38), completado por una activa ordenación de la actividad económica de los poderes públicos con el fin de «promover el progreso… de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida» (Preámbulo de la Constitución) que se concreta en los artículos 40, 45, 50, 54, 130, 131, etc., preceptos que no persiguen otra cosa sino equilibrar el desarrollo económico. Pero, en todo caso, debe reconocerse que la economía de mercado no solo no excluye la intervención de los Poderes Públicos en la regulación de la misma sino que, como ha explicitado la STC. 88/86, de 1 de julio, el propio mantenimiento del mercado y la garantía de la competencia impone aquella intervención pública. Así lo reconoce formalmente la Ley 3/91, de 10 de enero, reguladora de la competencia desleal al referirse en la Exposición de Motivos a los valores que han cuajado en nuestra «Constitución económica» para, a continuación, regular específicamente las conductas de competencia desleal.

Estamos, pues, ante un sistema de «orden socio-económico» que el legislador debe amparar y proteger frente a aquellas conductas que lo perturban gravemente.

Y, desde luego, desde este punto de partida, régimen de convivencia y sistema de valores, la actividad de la empresa necesita de límites de carácter punible y los ciudadanos como sujeto colectivo de derechos y necesidades deben ser protegidos penalmente frente a conductas que, gravemente, lesionan o ponen en peligro sus intereses.

La necesidad de estas medidas de orden penal para la salvaguarda del sistema económico constitucional, ha generado lo que desde hace tiempo viene llamándose Derecho Penal económico, de naturaleza pluriofensiva en cuanto, como veremos, tiende a sancionar la actividad abusiva y fraudulenta de los sujetos más relevantes de la actividad económica, la competencia desleal y las maniobras tendentes a alterar el mecanismo de formación de precios, en cuanto violan las reglas esenciales del mercado pero, simultáneamente, los intereses de los consumidores, parte más débil en las relaciones de intercambio, frente a la ilícita actividad de sujetos tan cualificados en el orden económico como son los empresarios.

El núcleo central del Derecho Penal económico es la criminalidad de la empresa o, como la llama Schünemann, «los delitos económicos cometidos a partir de una empresa», desde un concepto de delito económico que define como «todas las acciones punibles que se cometen en el marco de la participación en la vida económica o en estrecha conexión con ella». Acciones que, concentran esencialmente, las sociedades mercantiles y singularmente de la sociedad anónima. Ya no pueden desconocerse los gravísimos efectos sobre el funcionamiento global del sistema de la delincuencia económica como los que se han llamado efectos de resaca y espiral, y cómo no, su efecto corruptor en las instancias administrativas.

En el actual estado de nuestro desarrollo nadie duda de la pertinencia y eficacia de las sanciones penales en este ámbito cuando ya desde el propio ordenamiento jurídico se reclaman, si bien en el orden administrativo, soluciones correctoras. Así, la Exposición de Motivos de la referida Ley de competencia desleal, pone de manifiesto «el peligro de que la libre iniciativa empresarial sea objeto de abusos que con frecuencia se revelan gravemente nocivos para el conjunto de intereses que confluyen en el sector», aludiendo al interés de empresarios, consumidores y al del propio Estado por «mantener un orden concurrencial debidamente saneado».

La criminalización de la actividad empresarial, en términos siempre de última «ratio», es la consecuencia de su relevancia en los procesos económicos, en la producción y distribución y consumo de bienes y servicios y ante la necesidad de dotar al ordenamiento penal de mecanismos específicos para proteger a grandes colectivos, como los socios, frente a estructuras organizativas de gran complejidad en las que las facultades de dirección y gestión pueden conducir a situaciones abusivas y perjudiciales.

Ciertamente, presenta un singular relieve en este ámbito la legislación mercantil y las previsiones adoptadas en orden a construir mecanismos de control en el funcionamiento de las sociedades mercantiles y, en particular, de las anónimas. Pero, en ciertos momentos, no resultan suficientes, sobre todo dada la significación económica de la sociedad anónima que, como sostiene F. Galgano, lleva a cabo «una transferencia parcial del riesgo inherente a la actividad económica por parte de la clase empresarial a las demás clases sociales» que afecta particularmente a los acreedores más débiles.

Los criterios para la determinación de los delitos empresariales, es decir, de los cometidos desde la empresa con relación a sus socios y a terceros vienen en gran parte dados por las normas reguladoras de la actividad societaria atendiendo, prioritariamente, aunque no exclusivamente, a la sanción de la deslealtad en la relación entre los Administradores o Socios mayoritarios respecto de los demás, con independencia de las grandes perturbaciones que pueden originar en el funcionamiento del mercado y, en general, en el sistema económico, ya que, como se ha dicho, son conductas esencialmente pluriofensivas.

Entre las prácticas habituales observadas en los delitos económicos son de destacar las siguientes:

– Operaciones con sociedades pantalla o instrumentales que interpuestas sucesivamente y, a menudo, domiciliadas en paraísos fiscales garantizan la opacidad de sus beneficiarios finales. Son muy comunes las operaciones en las que la sociedad pantalla realiza importantes plusvalías en sus transacciones con la empresa presuntamente vaciada, sin que se conozca el destinatario último de los fondos surgidos en la operación. Con frecuencia estas sociedades son utilizadas en el diseño de operaciones de «ingeniería financiera».

– Pago por las sociedades a terceros vinculados a los administradores de servicios inexistentes que son facturados por ellos o por simples factureros que cobran una comisión por la emisión de la factura.

– Contratación de servicios con empresas vinculadas a los administradores que facturan a precios abusivos, por encima de los de mercado, desviando resultados de la empresa.

– Transacciones entre empresas del mismo grupo cuando los accionistas de las empresas que lo configuran no son los mismos, que pueden encubrir beneficios injustificados a favor de unos accionistas en detrimento de otros.

Ante estas formas de actuación delictiva aparecen como obstáculos fundamentales en la investigación y la persecución de las mismas dos barreras que están estrechamente vinculadas a los presupuestos de la actividad bancaria, el secreto bancario y los paraísos fiscales.

2. EL SECRETO BANCARIO

El problema del secreto bancario es que representa, en efecto, uno de los mayores obstáculos a la cooperación internacional en la lucha contra el delito, particularmente los de naturaleza económica.

En el ordenamiento jurídico español no hay un concepto, ni mucho menos, una regulación expresa del mismo. Recientemente la Sala Tercera del Tribunal Supremo en sentencia de 6 de marzo de 1999 se refería «al llamado y no bien definido secreto bancario».

Podría sostenerse que el secreto bancario consiste en la obligación de sigilo de la entidad respecto de terceros respecto de las operaciones de sus clientes, derivada esencialmente de la relación contractual entre el banquero y el particular. Así lo define un autor español: «el conocimiento que posee con exclusividad un banco en relación con las operaciones que con él realiza un cliente.»

En la medida en que pueda hablarse de secreto bancario, precisar su contenido presenta las dificultades lógicas ante la complejidad cada vez mayor de la relación entre un banco y su cliente. Razonablemente comprenderá los movimientos de las cuentas corrientes, depósitos de ahorro y a plazo, cuentas de préstamos y créditos y otras operaciones activas y pasivas, así como el origen y destino de los movimientos o de los cheques u otras órdenes de pago.

Datos todos ellos indispensables para la investigación de los delitos económicos que exige, para la comprobación de los mismos, la inspección, observación y confirmación de movimientos y saldos y que solo puede alcanzarse accediendo a las anotaciones contables, soporte documental y, en todo caso, a la información bancaria y registros informáticos.

Es, esencialmente, el fundamento contractual el que sustenta la propia concepción del secreto. Y así se reconoce en el Common Law según el criterio expresado en 1924 por la jurisprudencia inglesa en el caso «Tournier v. National Provincial and Union Bank of England» que definió el secreto como «el deber del banquero de mantener en secreto aquellos datos de su cliente que derivasen de su relación con él», lo que no impedía reconocer que era un deber sujeto a diversos límites entre los que habría que resaltar la Ley (compulsion of Law) y el interés público (public interest).
Pero, el fundamento nacido de la relación de confianza del cliente con la entidad ha llevado a reconocer que el «secreto bancario está enraizado en la práctica tradicional del Common Law y constituye una dimensión importante de la vida privada de la persona y de las sociedades comerciales» (Refugios financieros, secreto bancario y blanqueo de dinero. Oficina de Naciones Unidas de Fiscalización de Drogas y de Prevención del Delito 1999). Planteamiento que lleva a afirmar que los «asuntos financieros personales que dependen de la confidencialidad bancaria son uno de los derechos básicos de la persona en las democracias liberales…». Planteamiento, que no solamente no podemos compartir, sino que explica las dificultades que esa concepción del secreto bancario origina en la cooperación internacional. Sin embargo, en el artículo 40 de la Convención contra la corrupción, de Naciones Unidas, se admite finalmente que en las investigaciones penales por los delitos tipificados en la misma, se creen mecanismos «para salvar todo obstáculo que pueda surgir como consecuencia de la aplicación de la legislación relativa al secreto bancario».

Con anterioridad a la Constitución española de 1978 gozó de cierta protección legal hasta el punto de que el Tribunal Supremo, en sentencia de 3 de enero de 1975, llegó a decir de él que era «el cimiento esencial de la banca».

Hoy la situación ha variado sustancialmente. Desde el momento en que la Constitución no lo reconoce expresamente como un valor digno de la máxima protección, como el secreto profesional, ha sufrido una devaluación que se traduce en los numerosos límites a que está sujeto. Ya veremos cuáles y con qué finalidad.

En el Derecho comparado en general no se reconoce el secreto bancario frente a la Hacienda Pública salvo en algunos países como Suiza, dominando una tendencia hacia el levantamiento del secreto para favorecer la investigación de los contribuyentes, la recaudación de los impuestos y la detección del fraude fiscal, sea o no delito, sobre todo cuando media un requerimiento judicial.

En la legislación española, la única disposición que contempla el deber de sigilo es el artículo 6.1 del Real Decreto Legislativo 1298/86, de 28 de junio, según la redacción dada por la Ley 26/88, de 29 de julio, de adaptación del Derecho vigente en materia de entidades de crédito al de las Comunidades europeas, respecto a quienes desempeñan su actividad en el Banco de España, deber de sigilo que está determinado por la naturaleza singular del Banco emisor. Se refiere al deber de guardar secreto de los «datos de carácter reservado» de que hayan tenido conocimiento en el ejercicio de su actividad. Deber de secreto que, por lo demás, queda exceptuado, entre otras causas, a requerimiento «de las autoridades judiciales competentes en un proceso penal». Norma derivada de la naturaleza de aquella entidad y que no es aplicable a las entidades privadas que participan en el mercado del crédito.

Fuera de dicha norma no hay otra de semejante naturaleza.
El criterio dominante es el cese de la confidencialidad bancaria ante diversas instancias, entre las que destaca la Administración de Justicia y, en particular, en el ámbito del proceso penal. Así, hay un deber específico de colaboración con la Administración de Justicia fijado en los artículos 118 de la Constitución española y 17 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que naturalmente alcanza a los particulares y también a las entidades de crédito.

El cumplimiento de dicho deber de colaboración es expresamente regulado en los preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal sobre la diligencia de entrada y registro en domicilios de personas físicas y jurídicas, que establecen la obligación de facilitar al Juez Instructor «los libros y papeles de contabilidad» y cualquier clase de «objetos y papeles» que puedan tener relación con el objeto del procedimiento (arts. 573, 575 y 579). Además de la facultad judicial de proceder, para asegurar la prueba y las responsabilidades civiles, al embargo y bloqueo de cuentas bancarias según regula el artículo 589 y concordantes de la Ley Procesal Penal.
El acceso a la documentación bancaria tiene una particular relevancia dado que, ante los delitos económicos, la contabilidad es un medio probatorio de suma importancia. Es frecuente que nos encontremos con toda clase de conductas obstruccionistas de los sujetos investigados para evitar que se disponga, en tiempo y forma, de la información contable y sus soportes documentales, llegando, en algunos casos, a la desaparición material de la contabilidad.

Pero no solamente el Juez Instructor, el ordenamiento jurídico español reconoce la facultad para que cese el secreto bancario cuando se atribuye a la Fiscalía Antidroga (artículo 18.bis de la Ley 50/81 de 30 de diciembre) la potestad «de investigar la situación económica y patrimonial así como las operaciones financieras y mercantiles de toda clase de personas…» relacionadas con el tráfico de drogas, «pudiendo requerir de las Administraciones Públicas, entidades, sociedades y particulares las informaciones que estime precisas». Igual facultad, con otros fundamentos legales, está reconocida a la Fiscalía Especial Anticorrupción, que en las Diligencias de Investigación previas al ejercicio de la acción penal requiere y obtiene de los bancos y entidades de crédito informaciones conducentes al esclarecimiento de los hechos presuntamente delictivos.

Otro límite importante, entre otros más, a la confidencialidad bancaria es la consecuencia de la normativa para «impedir la utilización del sistema financiero… para el blanqueo de capitales procedentes de actividades delictivas». Así lo estableció la legislación, ya citada, que fija como sujetos obligados a las «Entidades de crédito» que están obligadas a poner en conocimiento del servicio ya referido «cualquier hecho u operación respecto al que exista indicio o certeza de que está relacionado con el blanqueo de capitales».

Pero el marco normativo en España que determinó con toda claridad el limitado alcance del secreto bancario y la razón de sus límites fue la Ley 50/77, de 14 de noviembre, de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, que sentó las bases del actual sistema tributario español. Allí ya se consideró que el secreto bancario era un obstáculo para que la Administración Tributaria tuviera un conocimiento preciso de la situación patrimonial de los contribuyentes y, en particular, sobre las cuentas y depósitos bancarios y operaciones activas y pasivas. El apartado VIII de dicha Ley, bajo la rúbrica «Secreto bancario y colaboración en la gestión tributaria», institucionalizó el levantamiento del secreto bancario, bajo ciertas garantías, y configuró lo que en la doctrina se ha denominado el «deber de proporcionar datos de terceras personas», concretamente cuentas y operaciones bancarias de los clientes.

El precedente de dicha Ley ha quedado reflejado en el artículo 93.3 de la Ley General Tributaria 58/03, de 17 de diciembre, que establece que el incumplimiento de las obligaciones establecidas en este artículo no podrán ampararse en el secreto bancario, que, por tanto, no puede invocarse por los bancos para eludir el deber de proporcionar a la Administración, respecto de sus clientes, «datos, informes o antecedentes con transcendencia tributaria, deducidos de sus relaciones económicas, profesionales o financieras con otras personas». Si transcendentes fueron estas disposiciones para concretar el deber constitucional de todos los ciudadanos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos según su capacidad económica (artículo 31.1 de la Constitución) también resultó decisiva la doctrina fijada por el Tribunal Supremo (Aranzadi 4005) en la sentencia de 19 de julio de 1983 cuanto estimó que «no está protegida por la Constitución la reserva de las cuentas corrientes de los administrados». Pero, sobre todo, la establecida por el Tribunal Constitucional en la sentencia de 26 de noviembre de 1984. Sintéticamente sostiene:

1. El secreto bancario podría ampararse en el derecho a la intimidad pero, en ningún caso, dicho derecho puede abarcar a los datos relativos a las certificaciones de los movimientos de las cuentas, es decir, a la que podría llamarse intimidad económica, ya que el derecho a la intimidad no tiene tal alcance y, en todo caso, debe ceder ante derechos superiores.

2. El conocimiento de las cuentas corrientes puede resultar un límite de los derechos de la persona para así proteger el bien, constitucionalmente protegido, de la distribución equitativa de los gastos públicos anteriormente citado.
3. La revelación de los movimientos de las cuentas no viola ningún secreto profesional «pues no hay una consagración explícita y reforzada de este tipo de secreto (el bancario)».

4. El interés privado que protege el secreto bancario debe ceder ante el interés público del sostenimiento del gasto, basado en principios de capacidad retributiva.

5. Y, finalmente, la investigación de las cuentas corrientes, en cuanto se ajuste a la legislación vigente, no es inconstitucional.

En conclusión, el secreto bancario, pese a estar ya privado de su valor como instrumento de protección de los clientes frente a la Administración continua representando una importante barrera en la investigación. Por ello no es de extrañar que en las conclusiones de Tampere se haya dicho que, con independencia de las disposiciones sobre la confidencialidad aplicables a la actividad bancaria, las autoridades judiciales y las Unidades de información financiera deben tener derecho bajo control judicial a recibir información cuando esta resulte necesaria para investigar el blanqueo de capitales.

3. LOS PARAÍSOS FISCALES

El gravísimo problema de los paraísos fiscales ya fue expuesto ante la Comisión de Hacienda del Senado, el 31 de octubre de 2000:

«Pero el mayor problema que plantean los paraísos fiscales es la presencia en ellos de entidades de crédito para propiciar la opacidad fiscal cuando no el blanqueo de capitales.

«En primer lugar es conocido que entidades bancarias españolas, además de disponer de una red de sucursales, constituyen sociedades filiales en paraísos fiscales que actúan como auténticas sucursales del banco nacional. Sin embargo, la personalidad jurídica propia que se atribuye al establecimiento es esgrimida como argumento para no facilitar información relativa a las cuentas bancarias que se sitúan bajo su cobertura, argumento irrelevante cuando realmente los administradores de la filial actúan de acuerdo con las instrucciones de la matriz. Cabe considerar que los clientes de la entidad domiciliada en el paraíso fiscal son clientes del banco nacional, con un perfil patrimonial relevante, necesitados de conseguir la opacidad de una parte de su patrimonio.

«En ocasiones el propio banco podría facilitar el fraude fiscal o el blanqueo de capitales mediante fórmulas que garantizan la opacidad fiscal cuando, sin participar en la comisión de conductas delictivas, acude al recurso de testaferros para ocultar la titularidad real de bienes y créditos de sus clientes. Estas prácticas son, precisamente, las denunciadas por el GAFI en el informe de 22 de junio de 2000, con una expresa referencia a las Islas Cayman, Gibraltar, las Islas del Canal y Liechtenstein.»

Si ya resultan insuficientes los instrumentos jurídicos que regulan la cooperación penal internacional, las barreras representadas por los paraísos fiscales, también llamados refugios financieros, aumentan las dificultades para que esa cooperación sea efectiva. En una economía globalizada, presidida por la libre circulación de capitales, los bancos y otras instituciones financieras sirven de vehículo a la transferencia u ocultación de los productos del delito con el soporte además de territorios donde está garantizada la no identificación de clientes y, sobre todo, el secreto bancario.
«La dificultad de medir el grado de tributación de un país en términos comparativos ha llevado a buena parte de los países industrializados a elaborar un listado de territorios que a los efectos de su legislación –especialmente la tributaria? pueden ser calificados como paraísos fiscales.»
Territorios que en su origen podían ser lícitos, la búsqueda de una mayor rentabilidad económica en el marco de una economía especulativa, mediante la prestación de servicios financieros muy especializados y ventajas fiscales, pero que, dada las circunstancias concurrentes en los mismos, se han convertido en un instrumento del crimen organizado.

La respuesta, por tanto, no puede ser la eliminación sin más de los paraísos fiscales, sobre todo cuando están reconocidos en el propio Tratado de Amsterdam (Unión Europea), sino su integración en la comunidad internacional y, en especial, su colaboración en la lucha común frente a la delincuencia.

Basta decir que en el ordenamiento español el Real Decreto 1080/91, de 5 de julio, fijó cuarenta y ocho países o territorios como paraísos fiscales . Por paraíso fiscal «se entiende el territorio o Estado que se caracteriza por la escasa o nula tributación a que someten a determinada clase de transacciones, ventas o a determinadas personas o entidades que allí encuentran su cobertura y amparo». Carecen de impuestos sobre la renta o el patrimonio o son puramente simbólicos.
Pero el concepto de paraíso fiscal o centro offshore, a los efectos que aquí interesan, tiene otras dimensiones. Sería, exactamente, el de jurisdicciones que prestan servicios financieros a clientes cuya actividad principal se desarrolla en otra jurisdicción, acogiéndose a la menor o nula tributación y a una mínima regulación normativa en diferentes campos y sobre todo no cooperadoras con la comunidad internacional.

A estas líneas definitorias, cabría añadir dos criterios cuantitativos como serían la «ratio» entre el número de sociedades constituidas y la población y la «ratio» entre los depósitos de residentes y no residentes.

Por otra parte, es notorio que Estados o­nshore mantienen dentro de su jurisdicción zonas offshore (como islas, particularmente significativo en los casos de Gran Bretaña y Holanda) tratándose de zonas que aprovechan la fortaleza monetaria y estabilidad institucional de la potencia «madre».

Si a ello se añade, la confidencialidad, el anonimato y el secreto –incluido el bancario– con que las personas físicas y las sociedades mercantiles actúan en ellos hacen inviable cualquier planteamiento serio de la cooperación internacional en la lucha contra la delincuencia organizada, ya que pondrán toda clase de dificultades para el suministro de información y el acceso a toda clase de documentos, incluidos los propios de los Registros públicos. Por ello, cabe añadir como otro grave obstáculo para la cooperación que en ciertos Estados como Luxemburgo rige un sistema de recursos contra la decisión judicial de acceder a la comisión rogatoria que, prácticamente, las hace inviables. «En estos territorios, además de una legislación restrictiva que impide el levantamiento del secreto bancario y de los límites a la información (escasa y con nula trascendencia tributaria) que puede obtenerse de los registros públicos, la propia administración fiscal rechaza cualquier tipo de asistencia mutua y de intercambio de información con otras administraciones fiscales, estén o no amparadas en convenios para evitar la doble imposición internacional.»

En este sentido, estos Estados o países impiden la negociación de cualquier clase de convenio que incluya una cláusula que regule este intercambio de información, siendo éste uno de los «indicadores» que refleja, frente a la comunidad internacional, la voluntad de estos países de configurarse como una zona de tributación privilegiada.
Además, estos países disponen además de un completo servicio para la constitución de sociedades de pantalla, con las que después operar en otros países, estando garantizada la imposibilidad de identificación de las personas físicas que se esconden detrás del nombre o razón social.

Puede hablarse incluso, en el entorno europeo, de paraísos fiscales especializados, según los servicios requeridos por los clientes. Así, se mencionan Andorra o Mónaco como lugares idóneos para el depósito de fortunas personales; Gibraltar, y las Islas del Canal, para las sociedades pantalla; Liechtenstein, para las fundaciones; Luxemburgo, por su secreto bancario; o Suiza, como el servicio bancario más completo del mundo.
Sin embargo, no parece razonable admitir que, con independencia de las consideraciones tributarias, puedan persistir territorios que sirvan sistemáticamente de base segura para la realización de operaciones de ocultación y blanqueo de fondos de origen ilícito en los países del entorno.

¿Son necesarios los paraísos fiscales? ¿Podemos aceptar que el funcionamiento de la economía de mercado requiera la existencia de una cierta diversidad en los niveles de presión fiscal?
La experiencia en el seguimiento de sucesivas investigaciones de delitos económicos lleva, una y otra vez, a esos territorios. Cuando los contratos públicos multinacionales se han adjudicado mediante comisiones ilegales, éstas han sido pagadas en paraísos fiscales, de una cuenta corriente anónima, numerada, que resulta pertenecer a la empresa multinacional, a otra cuenta, igualmente cifrada, que resulta pertenecer a una sociedad interpuesta. Cuando se han intentado bloquear los fondos de esas cuentas, los saldos han viajado ya, habitualmente, a otro paraíso fiscal, no europeo, donde se pueden dar ya definitivamente por perdidos.
Cuando se han investigado las inversiones ilegales de una multinacional europea en otro país europeo, las transferencias intermedias realizadas para encubrir la verdadera identidad del inversor han tenido lugar también a través de los paraísos fiscales.
Pero, además, las entidades bancarias constituyen en los paraísos fiscales filiales y sucursales para propiciar el blanqueo de capitales o su opacidad fiscal. Así lo ha puesto de manifiesto la Memoria de la Fiscalía Especial Anticorrupción española de 1998:

«En la Memoria de las entidades bancarias más relevantes de este país se indica que, entre las sociedades que forman parte de cada uno de esos grupos bancarios, se encuentran filiales de las entidades cabecera domiciliadas en paraísos fiscales. El hecho de que las filiales se constituyen con el objeto de atender necesidades concretas del Grupo, lógicamente de clientes que no residen en el territorio donde se han situado tales filiales, y con capital 100% del Grupo, permite afirmar que la dirección efectiva de tales filiales se encuentra donde se halla domiciliada la entidad de cabecera. La negativa a facilitar información que objetivamente le resulta accesible a la entidad española aumenta la preocupación que suscita la ausencia de justificación económica que tiene situar una filial en un paraíso fiscal. Parece imprescindible que las Instituciones del Estado que tienen competencia en la supervisión de las entidades de crédito planteen coordinadamente la verificación del cumplimiento de las normas que regulan ese ámbito concreto de su actividad.»

Otras características de las plazas financieras extraterritoriales son las siguientes:

1. Ausencia de una actividad económica real.

2. Proliferación de bancos locales con extrema facilidad y rapidez que carecen de un control riguroso y efectivo.

3. La creación de sociedades comerciales internacionales (conocidas por su sigla inglesa IBC) o trust que permiten ocultar la identidad de los propietarios al tiempo que permiten comprar, vender y poseer bienes y servicios garantizándose la confidencialidad de dichos datos.

4. La disponibilidad en las entidades bancarias de cuentas móviles o «cuentas ambulantes» que se abren con instrucciones de que los fondos depositados sean trasladados inmediatamente a otras cuentas, mecanismo que dificulta gravemente el embargo y comiso de los procedentes de una actividad delictiva.

Finalmente, cuando se ha solicitado la cooperación judicial para desvelar las operaciones realizadas en aquellos territorios, esa cooperación ha sido difícil, lenta, y, cuando se consigue, muchas veces insuficiente, en parte, porque la información requerida, dadas las características del sistema legal vigente en aquellos países, ni siquiera está al alcance de las autoridades judiciales locales.

Ante tales consideraciones, solo cabe preguntarse si los países europeos están en condiciones de exigir a sus vecinos, y socios en tantos foros internacionales, un cambio legislativo que permita de manera efectiva que dejen de ser el paraíso del secreto bancario y la opacidad societaria, y con ello, un refugio seguro para las conductas ilícitas que tan graves desequilibrios sociales, políticos y económicos producen en los demás países.

La experiencia enseña también que en muchas ocasiones, los bancos radicados en los paraísos fiscales que se utilizan preferentemente para la realización de transacciones delictivas, son las entidades del propio país donde se comete el delito, que tienen oficinas abiertas en los paraísos fiscales.

La situación era tan grave que los Ministros de finanzas del G-7, en 1998, anunciaron medidas para perseguir la evasión internacional de impuestos en los paraísos fiscales, penetrando el velo que ofrecen las entidades bancarias y financieras radicadas en aquéllos . En dicho trabajo se señala que Singapur y las Islas Caimán se han convertido en el séptimo y octavo centro financiero, por encima incluso de Suiza, con depósitos que rondan los 500.000 millones de dólares, gracias, precisamente, al régimen de opacidad y de escasa o nula tributación que allí rige.

El cuadro siguiente es sumamente expresivo de las máximas dificultades con que se opera ante la criminalidad organizada, precisamente por el mantenimiento de los paraísos fiscales.
Fuente: Banco de Pagos Internacionales (Basilea)

En este contexto, no deja de resultar desalentador que en el propio Tratado de la Unión Europea (4ª Parte: Asociación de los países y territorios de Ultramar», ahora, después de Amsterdam, artículos 182 a 188, Anexo II) se establezca un régimen de asociación con al menos ocho territorios que la legislación española considera como paraísos fiscales, algunos tan relevantes como las Islas Vírgenes británicas, las Bermudas, las Caimán, etc., territorios que son la cobertura de actividades delictivas cometidas no solo en el seno de la Unión Europea, sino contra los propios intereses financieros de la Comunidad Europea.
Por todo ello, sería exigible que la Unión Europea hiciera uso de la facultad que le otorga el actual artículo 58 (antiguo 73 D) para tomar medidas «justificadas por razones de orden público o de seguridad pública» cuando el movimiento de capitales tiene como finalidad el aseguramiento de los beneficios económicos obtenidos mediante la comisión de un delito económico grave.

El problema de los paraísos fiscales es de tal entidad que ha merecido ser objeto de una Conferencia Anual del Consejo de Europa (Chipre 20-22 octubre 1999), Conferencia que ha denunciado los obstáculos que la persistencia de aquéllos representa para la cooperación, y ha reclamado, con carácter provisional, un conjunto de medidas nacionales e internacionales para que las actividades económicas relacionadas con esos territorios o realizadas en los mismos estén presididas por la transparencia –comenzando por el levantamiento del secreto bancario a solicitud judicial y el más riguroso control del funcionamiento de la actividad societaria y financiera.

Allí se analizaron los obstáculos que impiden la cooperación internacional y que se derivan del funcionamiento de los paraísos fiscales y, en particular, del modo de funcionamiento en ellos de las sociedades mercantiles ya mencionadas.
En definitiva es ineludible superar la asimetría normativa en la regulación legal de las sociedades que es un factor decisivo par el mantenimiento de la barrera al conocimiento de quién ea el destinatario último del dinero.

Para superar esta situación es indispensable que el Derecho societario se ajuste a los mínimos internacionales de «diligencia debida» establecidos, por ejemplo, por el Comité de Basilea, la Financial Action Task Force, las Comunidades Europeas, requiriéndose las identificación de clientes, la conservación de la documentación, la comunicación de transacciones dudosas, etc.
Valga señalar como ejemplo algunas cuestiones propias del derecho de sociedades que pueden ser utilizadas para eludir la deseable transparencia: la posibilidad indiscriminada de «sociedades de papel», la no exigencia de capitales sociales mínimos, la ausencia de verificación de las cuentas anuales ?o incluso la no exigencia de una llevanza de contabilidad, o la no exigencia de su conservación durante determinados períodos?, etc.

El ámbito del derecho societario es el principal campo donde aparecen serios obstáculos a la investigación: la existencia de sociedades «de mero domicilio», sociedades-pantalla, supone el principal óbice a la veraz determinación de quien sea el último derechohabiente económico persona física («the ultimate physical beneficial owner»). A ello se añade la caracterización de dichas sociedades: no disponen de locales propios en exclusiva (disponen de un despacho de mera domiciliación), no disponen de personal exclusivo (se trata de personal a tiempo parcial que realiza actividades administrativas a veces para cientos de otras entidades de la misma naturaleza), suelen estar constituidas o bien en países considerados grandes centros financieros internacionales o bien en países offshore, impiden identificar al fundador y usuario real de las mismas, su administrador es un mero «hombre de paja» que suele administrar ?formalmente? cientos o incluso miles de sociedades de este tipo.

Es pues esencial establecer para las entidades financieras que operan como intermediarios respecto de estas «peculiares» sociedades una obligación de identificar al derechohabiente económico, que permita, cuando ello sea necesario, la investigación del «paper tracing» (reconstrucción de los flujos financieros a partir de la última operación).

No se debería registrar ninguna empresa en paraísos fiscales antes de obtener información detallada acerca de la identidad de la persona física beneficiaria real, acerca de las actividades de la empresa, referencias fiables de bancos y empresas, antecedentes penales, etc.

Las instituciones financieras debería considerar «sospechosas», a efectos de su obligación de informar, la participación en una transacción de una empresa domiciliada o de conveniencia establecida en un paraíso fiscal que no cumpla con los requisitos ya descritos.

Los profesionales que se dedican a la constitución y gestión de empresas y fundaciones deberían ser miembros de asociaciones profesionales que apliquen códigos de conducta y reglamentos disciplinarios.

Las instituciones financieras que se dedican a la gestión de patrimonios deberían comprobar su vulnerabilidad a su utilización fraudulenta para transacciones corruptas.
Las decisiones relativas a la apertura de cuentas por parte de personas expuestas políticamente deberían ser llevadas por alto personal directivo.

No se debería abrir ninguna cuenta por cuenta de sociedades de conveniencia sin la previa aprobación de un departamento especializado.

Lo cierto es que las zonas o países offshore presentan una especial facilidad para el arraigo de la corrupción, sea porque existan empleados de entidades financieras que sean corruptos en su actuación –riesgo que no es privativo de esas jurisdicciones–, sea por el riesgo que existe de que estos países infrarregulados y no cooperadores, vayan a ser utilizados por grupos criminales para realizar discretamente transacciones corruptas o para blanquear el dinero procedente de las mismas.

La realidad es tan demoledora que según cita Eva Joly: «Según el último estudio llevado a cabo hasta la fecha la cuantía total de los activos acumulados en los paraísos fiscales asciende ya a la del PIB de Estados Unidos. ¡Sobre el papel (puesto que ese poder es puramente virtual), la primera economía de mundo está relacionada con la actividad de unos sesenta países de bolsillo!»

Todo lo anteriormente expuesto expresa una realidad que no puede ocultarse que los paraísos fiscales comienzan a producirse en el interior de las instituciones financieras nacionales como son las cuentas de corresponsal y las cuentas de no residentes, realidad que debe controlarse y corregirse a través de actuaciones más rigurosas de la Agencia Tributaria para conocer puntualmente y con todo detalle la titularidad real de las cuentas y de los activos a través de los cuales se producen la deslocalización de capitales. Por eso no es en vano que ha llegado a decirse que los paraísos fiscales radican también en las grandes avenidas de París, Londres o Madrid donde tiene sus sedes sociales la gran banca. Por ello en la memoria de la Fiscalía Anticorrupción correspondiente a 2002 se apelaba a la «criminalización de la conducta de las entidades financieras cuando desarrollan estrategias comerciales orientadas a captar recursos de clientes que se han generado al margen del control fiscal desarrollando instrumentos caracterizados por la dificultad de identificación del cliente que lo adquiere y, consecuentemente, determinar la cuantía de lo defraudado.»

En definitiva, resulta necesario mantener las líneas de actuación expuestas, exigiendo desde todos los ámbitos, la limitación o supresión de los movimientos de fondos con los paraísos fiscales y, en todo caso, sujetar a un rigurosos control de las autoridades nacionales, particularmente el Banco de España y la Agencia Tributaria, la actividad societaria y económica de los agentes del sistema financiero. Es la condición necesaria para que dichos territorios dejen de ser el refugio de la especulación, la opacidad fiscal y el blanqueo de capitales.