La fiesta y la cruzada (extracto)

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Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos del éxito de la visita del Papa a Madrid. Mientras no tome el poder político la religión no solo es lícita, sino indispensable en una sociedad democrática.





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Bonito espectáculo el de Madrid
invadido por cientos de miles de jóvenes procedentes de los cinco continentes
para asistir a la Jornada Mundial de la Juventud que presidió Benedicto XVI y
que convirtió a la capital española por varios días en una multitudinaria Torre
de Babel. Todas las razas, lenguas, culturas, tradiciones, se mezclaban en una
gigantesca fiesta de muchachas y muchachos adolescentes, estudiantes, jóvenes
profesionales venidos de todos los rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y
proclamar su adhesión a la Iglesia católica y su "adicción" al Papa ("Somos
adictos a Benedicto" fue uno de los estribillos más coreados).

Salvo el millar de personas que, en
el aeródromo de Cuatro Vientos, sufrieron desmayos por culpa del despiadado
calor y debieron ser atendidas, no hubo accidentes ni mayores problemas. Todo
transcurrió en paz, alegría y convivencia simpática. Los madrileños tomaron con
espíritu deportivo las molestias que causaron las gigantescas concentraciones
que paralizaron Cibeles, la Gran Vía, Alcalá, la Puerta del Sol, la Plaza de
España y la Plaza de Oriente, y las pequeñas manifestaciones de laicos,
anarquistas, ateos y católicos insumisos contra el Papa provocaron incidentes
menores…

Hay dos lecturas posibles de este
acontecimiento, que EL PAÍS ha llamado "la mayor concentración de católicos en
la historia de España". La primera ve en él un festival más de superficie que de
entraña religiosa, en el que jóvenes de medio mundo han aprovechado la ocasión
para viajar, hacer turismo, divertirse, conocer gente, vivir alguna aventura, la
experiencia intensa pero pasajera de unas vacaciones de verano. La segunda la
interpreta como un rotundo mentís a las predicciones de una retracción del
catolicismo en el mundo de hoy, la prueba de que la Iglesia de Cristo
mantiene su pujanza y su vitalidad
, de que la nave de San Pedro sortea sin
peligro las tempestades que quisieran hundirla.

El actual (Papa) es un hombre de
ideas, un intelectual, alguien cuyo entorno natural son la biblioteca, el aula
universitaria, el salón de conferencias. Su timidez ante las muchedumbres aflora
de modo invencible en esa manera casi avergonzada y como disculpándose que tiene
de dirigirse a las masas. Pero esa fragilidad es engañosa pues se trata
probablemente del Papa más culto e inteligente que haya tenido la Iglesia en
mucho tiempo, uno de los raros pontífices cuyas encíclicas o libros un agnóstico
como yo puede leer sin bostezar (su breve autobiografía es hechicera y sus dos
volúmenes sobre Jesús más que sugerentes).

¿Es esto bueno o malo para la
cultura de la libertad? Mientras el Estado sea laico y mantenga su independencia
frente a todas las iglesias, a las que, claro está, debe respetar y permitir que
actúen libremente, es bueno, porque una
sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por
la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores
éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno
como un
antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que
suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda
responsabilidad.

Durante mucho tiempo se creyó que
con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa
forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la
cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición
que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función
que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad,
atribuían a la cultura, esta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora.

Porque, en nuestro tiempo, la
cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas
del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó
ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y
sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y
arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común
de los mortales.

La mayoría de seres humanos solo
encuentra aquellas respuestas, o, por lo menos, la sensación de que existe un
orden superior del que forma parte y que da sentido y sosiego a su existencia, a
través de una trascendencia que ni la filosofía, ni la literatura, ni la
ciencia, han conseguido justificar racionalmente
. Y, por más que tantos
brillantísimos intelectuales traten de convencernos de que el ateísmo es la
única consecuencia lógica y racional del conocimiento y la experiencia
acumuladas por la historia de la civilización, la idea de la extinción
definitiva seguirá siendo intolerable para el ser humano común y corriente, que
seguirá encontrando en la fe aquella esperanza de una supervivencia más allá de
la muerte a la que nunca ha podido renunciar. Mientras no tome el poder político
y este sepa preservar su independencia y neutralidad frente a ella, la religión
no sólo es lícita, sino indispensable en una sociedad democrática.