La guerra es una estafa

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A continuación, reproducimos parte del manifiesto “La guerra es una estafa”, publicado en 1935 por el popular general estadounidense Smedley D. Butler. Noventa años más tarde, con la locura belicista y armamentística nuevamente golpeando a Europa, conviene recuperar este documento. Nos hace comprender hasta qué punto nuestras corruptas “élites” económicas y políticas se parecen a las que llevaron al mundo a la catástrofe de la segunda guerra mundial. Estamos a tiempo para parar el desastre, pero sólo si los pueblos nos unimos en una nueva internacional humanista.

Por Rainer Uphoff. Periodista y empresario. Publicado en la revista Autogestión.

La guerra es una estafa. Siempre lo ha sido. Posiblemente, es el tipo de estafa más antiguo, sobradamente el más lucrativo, seguramente el más perverso. Es el único de alcance internacional. Es el único en el que las ganancias se calculan en dólares y las pérdidas en vidas humanas. Creo que la mejor descripción de una estafa es algo que no es lo que parece ser para la mayoría de la gente. Solamente un pequeño grupo «enterado» sabe de qué se trata. Se realiza para beneficio de los muy pocos a expensas de los muchos. Gracias a la guerra, un pequeño número de personas amasa fortunas enormes.
En la Guerra un puñado de individuos recogió las ganancias del conflicto. Durante la Primera] Guerra Mundial, surgieron en los Estados Unidos por lo menos veintiún mil nuevos millonarios y multimillonarios. Ese fue el número que admitió sus enormes y sangrientas ganancias en sus declaraciones juradas del Impuesto a la Renta.

Nadie sabe cuántos otros millonarios, surgidos de la guerra, falsificaron sus declaraciones juradas de impuestos.
¿Cuántos de estos millonarios de la guerra portaron un fusil sobre sus hombros? ¿Cuántos de ellos cavaron una trinchera? ¿Cuántos de ellos supieron lo que significó padecer hambre en un refugio subterráneo infestado de ratas? ¿Cuántos de ellos pasaron noches de miedo y desvelo, evadiendo los bombardeos, las esquirlas y las balas de las ametralladoras? ¿Cuántos de ellos rechazaron una carga a la bayoneta del enemigo? ¿Cuántos de ellos resultaron heridos o perecieron en el campo de batalla?

Como producto de la guerra, las naciones victoriosas conquistan territorio adicional. Simplemente se apoderan de él. El territorio recién capturado es explotado prontamente por unos pocos, los mismísimos pocos que destilaron dólares a partir de la sangre vertida en la guerra.

El pueblo paga la cuenta. ¿Y cuál es esta cuenta? La cuenta traduce una contabilidad terrible. Lápidas recién colocadas. Cuerpos despedazados. Mentes destrozadas. Corazones y hogares rotos. Inestabilidad económica. Depresión y todas las amarguras relacionadas. Impuestos agobiantes por generaciones y generaciones…
Por muchos años, como soldado, tuve la sospecha de que la guerra era una estafa. Solo cuando me retiré a la vida civil pude darme cuenta de ello cabalmente. Hoy en día, cuando veo nuevamente poblarse el firmamento con las nubes de la guerra internacional, debo encararlo y hablar claro.

En el mundo de hoy existen cuarenta millones de hombres en armas y nuestros estadistas y diplomáticos tienen la temeridad de decir que no se prepara una guerra. ¡Campanas que anuncian el infierno! ¿Estos cuarenta millones de hombres están entrenándose para ser bailarines? De seguro, no.

Para muy pocos esta estafa —como la de producir o vender licor de contrabando y timos similares del mundo del hampa— trae ganancias fantásticas. Sin embargo, el costo de las operaciones siempre se transfiere a la gente, la que no obtiene beneficios.
No obstante, la verdad es que el soldado paga la mayor parte de la cuenta. Si usted no lo cree, visite los cementerios de estadounidenses ubicados en los campos de batalla del exterior. O visite cualquiera de los hospitales para veteranos de guerra.

En la guerra de 1898 de Estados Unidos contra España todavía se otorgaron recompensas en dinero. Cuando capturábamos alguna nave, todos los soldados recibían su parte. Sin embargo, pronto se descubrió que se podía reducir el costo de las guerras reteniendo y guardando todo el dinero de las recompensas, pero reclutando igualmente al soldado, “pagando” con medallas. De esta manera, los soldados no podrían regatear por su fuerza de trabajo. Cualquier otro podría hacerlo, pero no el soldado.

En la [Primera] Guerra Mundial usamos la propaganda para hacer que los jóvenes aceptaran el reclutamiento. Se les hizo sentirse avergonzados si no se enrolaban en el ejército. Tan perversa era esta propaganda de guerra que hasta Dios fue incluido en ella. Con pocas excepciones, nuestros sacerdotes se sumaron al clamor de matar, matar, matar.
Nadie les dijo que la razón verdadera eran dólares y centavos. Nadie les mencionó, conforme marchaban [hacia los campos de batalla] que su ida y su muerte en la guerra traerían consigo enormes ganancias.

Nadie les dijo a estos soldados estadounidenses que podían ser alcanzados por balas exportadas, fabricadas en los Estados Unidos por sus propios hermanos. Nadie les dijo que los buques en los cuales iban a cruzar el océano podían ser torpedeados por submarinos construidos con patentes de los Estados Unidos.

En las noches, mientras el soldado está tendido en las trincheras y observa la metralla estallar a su alrededor, ellos, en sus casas, se acuestan en sus camas y se revuelven insomnes, su padre, su madre, su esposa, sus hermanas, sus hermanos, sus hijos y sus hijas. Cuando el soldado regresa a casa sin un ojo, o sin una pierna, o con la mente destrozada, ellos también sufren, igual o a veces más que él.
¡Cómo acabar con la estafa de la guerra!

Es una estafa. Estamos de acuerdo. Unos pocos obtienen las ganancias y la mayoría paga. Hay una manera de detener esta estafa.
No con conferencias de desarme. No con discursos sobre la paz pronunciados en Ginebra. No con resoluciones de grupos bien intencionados, pero nada prácticos. Hemos tenido conferencias de desarme y conferencias para la limitación de armamentos. No significan nada. Ningún almirante quiere estar sin buque, ningún astillero sin beneficios. Ellos no siempre trabajarán contra el desarme.

La estafa solo puede ser eliminada efectivamente si se logra que no puedan obtenerse ganancias de la guerra. La única manera de acabar con la estafa es reclutar a los capitalistas, industriales y funcionarios antes que los jóvenes de la nación puedan ser llamados a filas. Un mes antes que pueda reclutar a estos, el Gobierno debería llamar a filas a los capitalistas, industriales y directivos.

Reclutemos para el ejército a los funcionarios, directores y más altos ejecutivos de las empresas productoras de armamento, siderúrgicas, fábricas de municiones, armadores navales, fabricantes de aviones, productores de todas esas otras cosas que proporcionan ganancias en tiempo de guerra, banqueros y especuladores, y asignémosles el salario de treinta dólares mensuales1, la misma paga que reciben los jóvenes de las trincheras.
Hagamos que los trabajadores de esas fábricas reciban los mismos salarios —todos los trabajadores, todos los presidentes, todos los ejecutivos, todos los directores, todos los gerentes y todos los banqueros— sí, y todos los generales y todos los almirantes y todos los oficiales y todos los políticos y todas las autoridades gubernativas electas por el voto popular— ¡que cada persona en la nación quede limitada a recibir un ingreso mensual total que no exceda lo pagado al soldado en las trincheras! Ellos no corren el riesgo de morir, ser mutilados o de ver sus mentes deshechas.

No duermen en trincheras fangosas. No tienen hambre. ¡Los soldados sí! Concédase a los capitalistas, industriales y trabajadores treinta días para pensarlo y encontraremos que no habrá guerra al final de dicho plazo.

Otro paso necesario en la lucha por acabar con la estafa de la guerra es la realización de un plebiscito limitado para determinar si se debe declarar la guerra

Otro paso necesario en la lucha por acabar con la estafa de la guerra es la realización de un plebiscito limitado para determinar si se debe declarar la guerra. Este sería un plebiscito que no incluiría a todos los votantes, sino únicamente a los que podrían ser llamados a luchar y morir. No tendría mucho sentido dejar votar en un plebiscito sobre si la nación debe ir o no a la guerra al presidente de 76 años de edad de una fábrica de municiones.
Un tercer paso en la tarea de acabar con la estafa de la guerra es asegurarnos que nuestras fuerzas militares sean verdadera y únicamente fuerzas para la defensa. En cada sesión del Congreso resurge la discusión sobre asignaciones presupuestales adicionales para la Marina.

Los almirantes de Washington, apoltronados en sillas giratorias —siempre hay muchos de ellos— son cabilderos muy astutos. Y son inteligentes. No vociferan que «necesitemos muchos acorazados para hacer la guerra a esta o aquella nación». No. En primer lugar, declaran que Estados Unidos está amenazado por una gran potencia naval. Luego los almirantes informarán que la gran flota de este enemigo imaginario atacará repentinamente y aniquilará a millones de habitantes. A continuación, comenzarán a exigir contar con una armada más grande. ¿Para qué? Para propósitos de defensa solamente… Solo de paso, incidentalmente, anuncian maniobras en el Pacífico… Para la defensa…
El Pacífico es un gran océano. Tenemos una extensa línea costera sobre el Pacífico. ¿Serán las maniobras a doscientas o a trescientas millas de la costa? No. Las maniobras serán a dos mil, sí, quizá incluso a tres mil quinientas millas de la costa.

Por supuesto, el japonés, pueblo orgulloso, estará indescriptiblemente feliz de ver a la flota de Estados Unidos tan cerca de las costas niponas. Tan contentos como lo estarían los residentes de California si percibieran, a través de la niebla matutina, la presencia de la flota japonesa efectuando maniobras de guerra en las afueras de Los Ángeles. Las naves de nuestra marina, deben ser limitadas por ley, específicamente, a permanecer dentro de las doscientas millas de distancia de nuestra línea costera.

De haber existido esa ley en 1898, el Maine nunca se hubiera desplazado al puerto de La Habana. Nunca hubiera sido hecho explotar. Nadie puede comenzar una guerra ofensiva si sus naves están impedidas de navegar más allá de las doscientas millas de la línea costera.
Resumamos.

Deben darse tres pasos para acabar con la estafa de la guerra:

1.- Debemos eliminar la posibilidad de obtener ganancias de la guerra.
2.- Debemos permitir a la juventud del territorio que empuñará las armas decidir si debe o no haber guerra.
3.- Debemos limitar nuestras fuerzas militares a la estricta defensa del país.

No soy tan tonto como para creer que la guerra sea cosa del pasado. Sé que la gente no quiere guerra, pero es inútil pensar que no podamos ser empujados a otro conflicto bélico. Cuando nuestros jóvenes fueron enviados a la guerra se les dijo que era “una guerra para hacer al mundo seguro para la democracia”. Pues bien, dieciocho años después, el mundo tiene menos democracia que entonces. Y muy poco se ha logrado como para asegurarnos que la [Primera] Guerra Mundial fuera realmente la “guerra para terminar con todas las guerras”, como se justificaba entonces.

EE.UU. no tenía interés en participar en la Gran Guerra. Cabe preguntar, ¿qué hizo que nuestro gobierno cambiara de idea tan de repente? Dinero.

Debe recordarse que una comisión de los países aliados llegó [a Estados Unidos] y visitó al presidente. El presidente de la comisión habló. Despojado de su lenguaje diplomático, esto es lo que expresó al presidente y a su grupo: «No tiene caso que continuemos engañándonos a nosotros mismos. La causa de los aliados está perdida. Ahora les debemos a ustedes (a los banqueros estadounidenses, a los fabricantes estadounidenses de municiones, a los manufactureros estadounidenses, a los especuladores estadounidenses, a los exportadores estadounidenses) cinco o seis mil millones de dólares. Si perdemos —y sin la ayuda de Estados Unidos perderemos— nosotros no podremos pagar este dinero… y Alemania no lo hará.»

El resto es historia. Evitemos que se repita.

1. El salario del soldado norteamericano de la I Guerra Mundial fue de 30 dólares, la cuarta parte de lo que recibía un obrero en la industria del automóvil. De estos 30 dólares se retuvieron un 50% para “atender a las necesidades en EE. UU.”, un 20% en concepto de “seguro de riesgos de guerra” y el resto se guardaba en una cuenta como “capital de reinserción. Además, se le forzaba a adquirir un “bono de guerra” por $100 que podía vender después de la guerra por… $85. Negocio redondo: el soldado paga su propio entierro.