Un estado sin justicia sería una banda de ladrones.
La frase es nada menos que de San Agustín, siglo IV y V.
El Cardenal Ratzinger comentó en su momento la frase completa del santo de Hipona: Los criterios constitutivos de una banda de ladrones son esencial y puramente pragmáticos y, por lo tanto, necesariamente parciales: son criterios de grupo. Una comunidad que no sea una comunidad de ladrones –es decir, un grupo que rige su conducta conforme a sus fines- solo existe si interviene la justicia, que no se mide en virtud del interés de un grupo, sino en virtud de un criterio universal. (Un tournant por l’Europe).
Cuando un gobierno fabrica una ley (ad hoc) para librar de la cárcel a aquellos que atentan contra el bien común, contra la solidaridad, y así mantenerse en el poder, es cuando una frase como la de San Agustín cobra todo el sentido.
¿Por qué hemos llegado hasta aquí?
Las democracias han puesto todas sus esperanzas del mantenimiento del sistema en un «egoísmo inteligente» en el que todos nos respetábamos, pero a la vez, procurábamos ampliar nuestras posibilidades por encima del resto de la comunidad. Este liberalismo (moral liberal) ha penetrado y socavado los cimientos de nuestras democracias.
Como una aluminosis que destroza la estructura de un edificio, este egoísmo institucionalizado justifica el poder por el poder, y así el fin justifica los medios: mantenerse a los mandos del barco a pesar del perjuicio para la sociedad presente, y para las futuras generaciones.
Esta es la misma moral que ha justificado los derechos de unos pueblos sobre otros, levantando muros (también en la misma España); la agresión financiera de unas minorías sobre una mayoría empobrecida, en una economía canalla; la devolución de los migrantes empobrecidos, en otra forma de nacionalismo insolidario; negar los derechos a los inocentes, aborto y eutanasia; forzar las constituciones contra el mismo pueblo… y un largo etcétera de ejemplos que todos tenemos en la cabeza y que muestran una deriva insolidaria y peligrosa, de la que han participado la mayoría de los partidos del arco parlamentario español.
Polarización y cinismo político.
La polarización política ha sido avivada para evitar cualquier tipo de diálogo (logos), que busque la verdad. Ya no se puede dialogar sin el y tú más.
La deriva de la comunicación política es un síntoma de nuestro tiempo. De los story spinners de los años 90 (torneadores de historias) hemos pasado a los creadores de atmósferas de cinismo. Se crea un relato artificial (sin sustento racional pero si emocional) para mantener la cúpula que ostenta el poder.
El cínico se desentiende de la exigencia de argumentar sus posiciones, de justificarlas razonablemente a diferencia del dogmático o incluso del fanático, el cínico no se desentiende de ese compromiso con la razón pública porque se considere en posesión de la verdad, sino que, más bien al contrario, al cínico no le importa si su posición es verdadera, o es correcta, o es justa, o está justificada. El fanático impone sus creencias porque cree que son verdaderas, pero el cínico las impone porque son suyas, y claro, cambian según su criterio egoísta.
Renunciar a la pretensión de racionalidad y seguir juzgando igual, con razones o sin
ellas. Afirmar sin pestañear lo que no se sostiene. Estas son las cualidades de una época políticamente cínica, como empieza a ser la nuestra.
La política se ejerce en un tiempo sin historia ni pasado, sin presente ni futuro, solo permanece la última frase o exabrupto colocada estratégicamente en las redes. Nos hemos quedado sin los goznes sobre los que sustentar y hacer girar las puertas del diálogo en democracia.
La acumulación de crisis económicas desde 2008 han facilitado este proceso de desencanto por la política. Y se ha encarnado en la sociedad en una pérdida de esperanza que cierra los oídos al diálogo, ayudando a atrincherarse o bien en posturas irreconciliables, o en una nube narcotizante en la que sobrevivir es el único objetivo.
La Caridad como eje de la política.
¿Cómo reconstruir los goznes de una cultura democrática y por tanto solidaria? Solo una política que ponga la caridad (caridad política) en el centro serviría para construir un nuevo edificio democrático. Del liberalismo insolidario y excluyente, a la comunidad solidaria.
Pensar en el bien común a largo plazo. El cortoplacismo como propuesta programática del poder ha matado cualquier posibilidad de pensar y actuar con altura de miras.
Diría el Papa Francisco en Fratelli Tutti “La grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo” (FT 178).
No a las políticas clientelares.
La verdadera política no debe ser cortoplacista ni tampoco clientelar. El poder económico también se convierte en cliente de esta corrupción. Los hilos de la política se manejan mejor: Mordidas, publicidad privada e institucional en los medios…
La política debe inspirarse en la caridad (amor al prójimo) y priorizar el futuro de las mayorías descartadas y empobrecidas, no de los clientes que esperan cobrar las facturas.
Derribar los muros que ocultan los horizontes.
Levantar muros trae consecuencias. Muros en las fronteras, muros ideológicos en los parlamentos, muros afectivos en las redes, o los muros de los grupos de poder que se reservan el derecho de decidir sobre el resto de la sociedad.
Los muros esclavizan: “Cualquiera que levante un muro terminará siendo un esclavo dentro de los muros que ha construido, sin horizontes” (FT 27).
Sería bueno que por todo esto alguien solicitara la anmistía para el bien común. Porque se encuentra secuestrado en las mazmorras de este nuevo totalitarismo, y custodiada por una banda de ladrones.
Como se dijo en esta web en su momento en el comunicado Por el Bien Común: Una propuesta frente a la crisis institucional de la democracia en España:
En este marco constatamos que los sistemas políticos nacionales e internacionales son dirigidos hacia formas más populistas, autoritarias y totalitarias, debilitándose aquellas concepciones que abogan por una sociedad más democrática y justa.
Evitémoslo.
Alberto Mangas