En el V aniversario de su muerte. Don Helder Camara, Obispo de Recife (Brasil) ya junto al Padre, es unos de los grandes profetas del Tercer Mundo. Se expresaba así: «Pero mientras las dos terceras partes del mundo están subdesarrolladas, ¿cómo vamos a derrochar grandes cantidades en la construcción de templos de piedra olvidando a Cristo vivo, presente en la persona de los pobres?»
LA IGLESIA EN CITA CON LA POBREZA
Don Helder Camara, Obispo de Recife (Brasil) fallecido recientemente.
«Pero mientras las dos terceras partes del mundo están subdesarrolladas, ¿cómo vamos a derrochar grandes cantidades en la construcción de templos de piedra olvidando a Cristo vivo, presente en la persona de los pobres?»
En una información, llena de fervor apostólico, destinada “a sus hermanos obispos” reunidos en Concilio, Monseñor Helder Cámara, antiguo obispo Recife, hoy fallecido, notaba algunas reflexiones para un simple “cambio de ideas”.
I. ¿EL DIÁLOGO DEL SIGLO?
Lo que hay de triste es que la tercera parte dichosa y próspera del mundo está formada por cristianos, o por hombres bajo la influencia cristiana; las dos terceras partes que viven en el hambre, en mayoría absoluta son paganos.
Nosotros todos, obispos de los cinco continentes, ¿no podríamos promover el diálogo entre el mundo desarrollado y subdesarrollado? Deberíamos despertar a los ricos, no para que den limosnas, sino para practicar la justicia social por medio de nuestras “pastorales” o de nuestras declaraciones colectivas, predicaciones o conferencias, grupos especializados en medio independiente; todo eso debería crear un clima propicio para un menor egoísmo y para un mayor sentido humano y cristiano. Si al final de este esfuerzo, llevado con inteligencia y desinterés, fracasamos, tendríamos, al menos, conciencia de haber intentado el máximo.
Por consiguiente, incluso en las regiones subdesarrolladas hay una minoría de ricos, a quienes hay que poner en guardia.
El último proyecto de la reunión de obispos que tuvo lugar en Washington en 1959 (encuentro de seis obispos de América Latina, seis de Estados Unidos y seis de Canadá) tenía, por fin, el suscitar un amplio movimiento de opinión para despertar al mundo desarrollado. En la sesión de clausura yo tuve la ocasión de precisar claramente que no se trataba de movilizar limosnas. Nuestra meta es hacer comprender que la elevación del nivel de vida del mundo subdesarrollado es un problema más grave que el conflicto Este-Oeste. Por lo demás, la Iglesia, participando en este movimiento infligirá al comunismo el más severo de los golpes. Tenemos, pues, que emplear toda nuestra fuerza moral en hacer comprender la necesidad de ayudar a las dos terceras partes subdesarrolladas a caminar con sus propios pies. Porque sólo el cristianismo tendrá autoridad suficiente para hacer comprender a los países ricos y poderosos la escandalosa paradoja de no ser amados, precisamente, por los países a quienes más ayudan. Hacerles comprender que dar es difícil, que es necesario conquistar con el amor el derecho de dar, que es necesario superar el egoísmo a fin de aceptar que aquellos a los que uno asiste hoy sean, los iguales, los competidores, o los vencedores de mañana.
Nuestro deseo de hacer a la Iglesia participar espiritualmente en la lucha que pondrá término a la injusticia de dimensiones mundiales –lo cual no significa de ningún modo que nosotros pretendamos arrastrar a la Iglesia fuera de su campo específico, hacia un terreno que no es el suyo- nos lleva a pensar en… un Bandoeng cristiano. ¡Imagínese la repercusión moral en el mundo entero –digamos en Jerusalén, a medio camino entre oriente y occidente- bajo la presidencia personal del Papa, de los obispos y de los técnicos cristianos de América Latina, de Asia y de Africa. La meta no estaría, tanto en llegar a fórmulas concretas, a soluciones inmediatas, como en el tomar posición, en imprimir un espíritu y en manifestar el interés de la Iglesia.
II. EN BUSCA DE LA POBREZA PERDIDA.
Hay una tesis que puede probarse históricamente: antes de emprender reformas en profundidad, la Iglesia se ha vuelto a encontrar siempre con la pobreza.
He aquí, pues, las sugerencias prácticas que pueden servir, quizá, de punto de partida para conversaciones fraternales de gran trascendencia.
Tomemos la iniciativa nosotros, los obispos, suprimiendo nuestros títulos personales de Eminencia, de Beatitud, de Excelencia.
Perdamos la manía de considerarnos como nobles y renunciemos a nuestros blasones y a nuestras divisas.
Se dirá que éstas son cosas sin importancia, pero todo eso nos aleja del clero y de nuestros fieles. Nos aleja también de nuestro siglo, que ya adopta un estilo de vida diferente. Y, sobre todo, nos aleja de los obreros y de los pobres.
Simplifiquemos nuestras mismas formas de vestido. No hagamos depender nuestra fuerza moral y nuestra autoridad de la marca de nuestro coche. Prestemos atención seriamente a nuestra residencia. Es justo que en las funciones litúrgicas salvaguardemos un cierto esplendor de culto (sin llegar, sin embargo, a excesos que en algunas regiones podrían parecer un insulto y una afrenta). Pero, en la vida cotidiana, atención a las cruces y a los anillos episcopales demasiado caros…
Incluso en lo que concierne a la casa de Dios ha llegado el momento de considerar el problema de su construcción. Sin duda nos acordaremos siempre de las palabras de Salomón, cuando la consagración del templo de Jerusalén y no se borrará de nuestra memoria la respuesta de Cristo a Judas defendiendo a la Magdalena. Pero mientras las dos terceras partes del mundo están subdesarrolladas, ¿cómo vamos a derrochar grandes cantidades en la construcción de templos de piedra olvidando a Cristo vivo, presente en la persona de los pobres? Por otra parte, ¿cuándo reconoceremos que, en iglesias demasiado suntuosas, los pobres no tienen el valor suficiente para entrar y sentirse en su casa? Acordándonos de que la Iglesia no está sujeta a ciertos estilos y géneros de construcción; acordándonos de que ella ha sabido siempre poner al servicio de Dios el material y las técnicas de cada siglo; acordándonos, sobre todo, de la miseria siempre creciente en nuestros días de millones de hombres, contrastando de una manera escandalosa con el confort y el lujo de un pequeño número; acordándonos también de que aun sumando todas las familias cristianas no somos sino una minoría, que no hará más que agravarse, debemos estimular a los jóvenes arquitectos para que creen un nuevo estilo de iglesias que sean bellas y simples, litúrgicas y funcionales, que despierten y alimenten el sentido religioso sin sombra de ostentación o de arrogancia.
Que las casas de Dios se levanten, más que nunca, mezcladas fraternalmente con las casas de los hombres, abiertas, acogedoras, pobres en el sentido evangélico.
Aunque todo eso, aun siendo importante, no deja de ser algo externo en cierto modo. Lo esencial es la mentalidad.
Tengamos el coraje de hacer una revisión de vida: ¿no habremos adoptado una mentalidad “capitalista”, unos métodos y procedimientos propios, más bien de banqueros, pero que no convienen quizá a aquel que es otro Cristo? En nuestra inquietud por prever y en nuestra preocupación por el patrimonio de nuestra curia, de nuestras parroquias y de nuestras obras, ¿nos mantenemos aun en los límites aceptables para aquellos que a los ojos de los hombres son los servidores del Evangelio?
Se cuenta que San Francisco de Paula, habiendo recibido unas monedas de oro de parte del rey de Nápoles que venía de cometer usurpaciones e injusticias, rompió milagrosamente una de las monedas saliendo sangre de ella. ¿No habrá también sudor y sangre en las monedas que nosotros recibimos?
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