La psicología de la guerra

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Por Giovanni Cucci

La guerra provoca miedo y al mismo tiempo fascina. Cuando el hombre tiene la paciencia de estudiarla, superando la tentación de mirar hacia otro lado, se ve obligado a mirar dentro de sí mismo, al misterio que lo constituye y que desmiente su dimensión esencialmente racional.

 

¿Por qué se siguen librando guerras?

La reciente invasión de Rusia a Ucrania ha reavivado antiguos temores en Occidente y le ha obligado a enfrentarse a un problema que creía haber dejado atrás de una vez por todas. La guerra muestra uno de los muchos aspectos paradójicos del ser humano, el único entre los seres vivos que emprende esta actividad completamente irracional. En efecto, la guerra es esencialmente devastadora: quienes participan en ella ponen en riesgo su mayor activo, la vida; causa pobreza, destruye naciones, trae enfermedades, heridas y traumas que duran muchos años incluso después de haber terminado. Sin embargo, ha tenido lugar desde los albores de la vida humana, y no hay ningún período en el que esté completamente ausente. Es sintomático que la propia historia, tanto la sagrada como la profana, comience con el fratricidio.

El hecho de que la guerra no sea fácil de eliminar queda demostrado por su constante presencia incluso en la pacífica vida cotidiana: nombres de calles y plazas, estaciones de tren y metro, monumentos, ensayos, películas, obras de arte, cómics y videojuegos están dedicados a batallas, héroes y líderes. La estructura actual de la mayoría de los Estados está vinculada a las guerras, al igual que su historia. Y tiene detrás una compleja organización que acaba afectando a todos los ámbitos de la vida: «De todas las actividades humanas, la guerra es quizá la mejor planificada, y ha estimulado, a cambio, una mayor organización de la sociedad […]. Al aumentar el poder de los gobiernos, la guerra también ha traído consigo el progreso y el cambio […]. Nos hemos vuelto mejores para matar y al mismo tiempo menos tolerantes con la violencia hacia los demás»[1].

La guerra provoca miedo y al mismo tiempo fascina. Cuando el hombre tiene la paciencia de estudiarla, superando la tentación de mirar hacia otro lado, se ve obligado a mirar dentro de sí mismo, al misterio que lo constituye y que desmiente su dimensión esencialmente racional.

 

Posibles motivaciones. La codicia

Como alguien ha dicho, siempre se puede encontrar, si se quiere, una razón para propiciar hostilidades. El problema es entender por qué se las busca. Al repasar algunos estudios realizados al respecto, surgen motivaciones recurrentes. En primer lugar, la combinación de codicia y agresión.

La avaricia, y su deriva agresiva, es una característica humana, como apuntó el filósofo Thomas Hobbes, cuya concepción de la vida puede resumirse en el lema homo homini lupus (acuñado, en realidad, por Plauto en Asinaria). Hobbes, en su obra principal, significativamente titulada Leviatán – el monstruo bíblico primordial, símbolo del caos y la destrucción –, publicada en 1651, sostiene que la condición «natural» del hombre, desde sus orígenes, se caracteriza por la guerra de todos contra todos por la supervivencia, cuyo resultado llevaría a la ruina general. Según el filósofo inglés, los hombres pueden llegar a un acuerdo y respetarlo sólo bajo la amenaza de un poder fuerte y absoluto, que para él está representado por el Estado (el Leviatán), capaz de proteger a los individuos de las derivas destructivas.

La visión de Hobbes fue retomada en clave psicoanalítica por Freud. Su interés por el tema surgió de su sorpresa ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, no sólo por su carácter repentino, sino sobre todo porque tenía sus raíces en Europa, el continente considerado más civilizado y culto, al que veía investido de la misión de guiar a la humanidad. Aquel acontecimiento desmintió la idea de un progreso imparable, posibilitado por la ciencia y la tecnología. Al contrario, fueron precisamente ellas, al crear nuevas y mortíferas armas de destrucción, las que aportaron una contribución sin precedentes al horror[2].

La hipótesis de Freud es que la guerra manifiesta pulsiones destructivas presentes en todo hombre, que la cultura y la civilización no pueden borrar, y que él llama «instintos de muerte». Se introducen para explicar ciertos comportamientos irracionales – como la guerra, el masoquismo o la compulsión a la repetición – en los que se sigue haciendo algo, aun sabiendo que es perjudicial, encontrando en esta repetición un extraño interés, un morbo destructivo pero estrechamente entrelazado con la vida: «Parece que el principio del placer está al servicio de los instintos de muerte […]. El principio del placer es una de las razones más fuertes para creer en la existencia de las “pulsiones de muerte”»[3].

Este vasto tema ha sido ampliamente debatido por autores posteriores (Jung, Deleuze, Guattari, Marcuse, Bataille, Fromm): coinciden, sin embargo, en que la destructividad humana no es de naturaleza pulsional. Eric Fromm, en particular, ha dedicado una importante obra a este tema. Incluye la destructividad en el ámbito más amplio de la agresividad, que puede tener expresiones benignas: por ejemplo, la superación de obstáculos y dificultades para conseguir un bien (lo que los antiguos llamaban «irascibilidad»). Por otro lado, está la agresividad destructiva, que aparece cuando el hombre es incapaz de dar sentido a su situación. Para Fromm, este tipo de agresividad es cultural, y es lo que distingue a los humanos de otros animales[4].

La versión de la agresividad originada en la codicia, como el acaparamiento de bienes y recursos, está en el origen de muchas guerras. Es, también, el motor de la economía de muchos Estados llamados «pacíficos», que obtienen enormes beneficios de las guerras de otros. Varios bancos europeos consideran que la inversión en armas es un beneficio seguro. Muchos países exportan armas a las naciones más belicosas del mundo, haciendo oídos sordos a los derechos humanos.

 

La ideología

Pero, a diferencia de lo que creía Hobbes, hay guerras que no se libran por la supervivencia, sino por las ideas, en nombre de la religión, de la raza, de la nación, de la identidad colectiva, de la utopía, de la sociedad perfecta, considerando a todo aquel que exprese un pensamiento diferente un mal que hay que eliminar: «Las guerras ideológicas, ya sean religiosas o políticas, suelen ser las más crueles, porque el reino de los cielos y el cielo en la tierra justifican todo lo que se hace en su nombre […]. Quien sigue una ideología o una fe equivocada merece morir, como si se tratara de una enfermedad que hay que erradicar, o simplemente de un sacrificio necesario para el cumplimiento de un sueño del que se beneficiará toda la raza humana»[5].

El aspecto cultural de la guerra también se encuentra en la educación de la juventud, que durante siglos se ha basado en la visión «espartana» del hombre, que demuestra su valía luchando: no es casualidad que los héroes de la mitología clásica tengan características bélicas[6]. La guerra ha sido celebrada en la literatura de todos los tiempos; algunos la han considerado necesaria para el progreso, como el manifiesto de Filippo Tommaso Marinetti, Guerra, sola igiene del mondo, o El mito del siglo XX, de Alfred Rosenberg.

Incluso periodos aparentemente pacíficos, como la belle époque europea, estaban impregnados de nacionalismo y militarismo: «Las bandas militares que tocaban en los parques de toda Europa, los desfiles navales en los días de verano, el tintineo de los guardias a caballo uniformados en las calles, además de proporcionar entretenimiento al pueblo, eran una eficaz propaganda de guerra […]. Los jóvenes de las clases altas y medias, especialmente en Gran Bretaña, soñaban con batallas gloriosas como las que habían leído en Homero, Livio y Julio César […]. Los temas más populares en Alemania fueron los grandes triunfos nacionales […]. La juventud europea fue a la guerra en 1914 con la esperanza de poder estar a la altura de sus héroes»[7].

En este clima cultural, se desencadenó una masacre sin precedentes por un incidente puntual, sin que esto pusiera en duda esa visión. Por el contrario, la mayoría de los artistas e intelectuales ensalzaron la Gran Guerra en la música (Edwar Elgar), la poesía (Thomas Hardy), las novelas (Ernst Jünger), las cartas y las declamaciones del valor de la patria y del sacrificio supremo que se enviaban por centenares a los periódicos de la época. Incluso el cine presentaba la guerra como una especie de día de campo feliz: «Las películas alemanas mostraban a soldados en el frente leyendo serenamente su correspondencia o comiendo, a otros ligeramente heridos, en hospitales o a tropas alemanas reconstruyendo iglesias destruidas por el enemigo»[8].

El mundo de los científicos no tuvo una actitud diferente, rechazando los escritos y descubrimientos de un país hostil. La teoría de la relatividad general de Einstein, publicada en 1916, tuvo una fuerte oposición en Oxford, porque su autor, a pesar de su declaración de pacifismo, era considerado un enemigo de Inglaterra.

Los pocos que mostraron el horror de la guerra (Erich Maria Remarque) fueron ignorados o censurados. Incluso los repetidos llamados del Papa Benedicto XV para detener la «matanza inútil» cayeron en saco roto.

La exaltación de la guerra en nombre de la ideología, la raza o el nacionalismo ha conquistado el imaginario mundial hasta nuestros días, contribuyendo de manera significativa a su perpetuación. Pensemos en cómo la demagogia y la política han desempeñado un papel decisivo en los conflictos de nuestro tiempo – en su mayoría étnicos e internos, como en Ruanda y la antigua Yugoslavia –, envenenando los lazos de amistad y familiares, y gatillando una larga cadena de venganzas y ajustes de cuentas[9].

Los estereotipos culturales son uno de los factores más poderosos en la decisión de hacer la guerra, porque apelan a la sugestión y a las emociones, que tienen fuertes vínculos con el inconsciente[10]. Y es significativo que cuando se enfrentan al pensamiento crítico, demuestran no tener justificación.

Michael Ignatieff, director del Centro Carr de Políticas de Derechos Humanos de la Universidad de Harvard, describe asombrado cómo un pueblo de la antigua Yugoslavia, habitado sin problemas aparentes por serbios y croatas, se convirtió de repente en escenario de un odio mortal: «Todos se conocen: fueron juntos a la escuela. Antes de la guerra, algunos trabajaban en el mismo garaje, salían con las mismas chicas. Ahora todas las noches se llaman por radio e intercambian insultos. Intentan matarse entre ellos». Y cuando se les pregunta por qué han decidido acabar con los otros, un soldado serbio responde inicialmente con una razón extremadamente banal: «Son diferentes, el hecho de que fumen cigarrillos diferentes lo dice». Ignatieff se queda perplejo ante esta respuesta, al igual que el soldado, que se marcha murmurando. Luego vuelve y trata de formular otra: «Estos croatas se creen mejores que nosotros. Se creen buenos europeos y cosas así. ¿Sabes lo que digo? Todos somos basura balcánica»[11].

La diferencia entre una voluntad destructiva, del otro y de uno mismo, y la vaguedad de las posibles motivaciones es sorprendente. La necesidad de redescubrir una identidad de grupo, cuando una base común (como la dictadura de Tito) se desmorona, se reivindica de forma opositora, sobre todo cuando encuentra políticos y demagogos que explotan estos aspectos en beneficio personal, borrando de golpe décadas de vida pacífica en común.

 

Miedo

Otro motivo recurrente en las declaraciones de guerra es la autodefensa, la acción preventiva destinada a aniquilar una amenaza que se considera inevitable.

El miedo a ser atacado da forma a la llamada «profecía autocumplida». Es bien sabido, desde el punto de vista psicológico, lo mucho que el miedo a que ocurra un acontecimiento contribuye paradójicamente a que se produzca[12]. Puede, como en la Alemania nazi, tomar la forma de una conspiración mundial adversa (que llevó al exterminio de los judíos) y refuerza la predisposición a reaccionar de forma hostil, en la creencia de que es la única forma de defenderse a sí mismo y a sus seres queridos.

Este clima de hostilidad alimenta la tensión y la sospecha, una mezcla potencialmente explosiva: basta un pequeño malentendido para que la situación degenere, por lo que se inicia una guerra para evitar otra.

Después de la Segunda Guerra Mundial, hubo muchas ocasiones en las que se estuvo peligrosamente cerca de recurrir a las armas atómicas debido a simples nimiedades interpretadas como una amenaza por una mentalidad distorsionada por la paranoia: «Un oso que intentaba cruzar la valla de un misil estadounidense fue confundido con un intruso enemigo, bandadas de pájaros aparecieron en los radares canadienses y estadounidenses como aviones o misiles, el sol que asomaba entre las nubes hizo temer a los ingenieros soviéticos un inminente ataque aéreo y casi desata la Tercera Guerra Mundial»[13].

El vínculo mortal entre estos diversos aspectos fue mostrado de manera particularmente exitosa por el documental Fahrenheit 9/11 (2004) del director Michael Moore. Al presentar la película, llamó la atención sobre las influencias sociales y culturales del miedo a nivel internacional, que llevaron a Estados Unidos a librar frecuentemente guerras en todo el mundo: «En Bowling for Columbine, exploré la manifestación personal del miedo, el modo en que la gente puede ser engañada por las imágenes de la televisión e intimidada por las armas. En esta película, sin embargo, elegí hablar del miedo colectivo, de la histeria de masa que el poder consigue crear para distraer a la opinión pública de los verdaderos problemas. Como escribió George Orwell en su novela 1984, el líder de un pueblo debe mantenerlo en un estado de miedo constante, haciéndole creer que en cualquier momento puede ser atacado, por lo que renunciará a su libertad para vivir. Los estadounidenses llevan dos años y medio haciendo esto»[14].

 

El sentido del honor

Algunas guerras han tenido como motivación principal la búsqueda de la gloria, para asegurarse, de esa forma, la memoria heroica de sí mismos. Así fue para Luis XIV, Napoleón, Federico II, y lo mismo parece ser cierto para Putin. Del mismo modo, el sentimiento de haber sufrido un ultraje da lugar a la necesidad de venganza, que alimenta la voluntad de emprender nuevas guerras: «Tras la sorprendente derrota francesa a manos de la Confederación del Norte de Alemania en 1871, Francia cubrió todas las estatuas de París con un velo negro, indicando la pérdida de las provincias de Alsacia y Lorena. Cuando estalló la guerra en 1914, las multitudes jubilosas dejaron el luto. Por su parte, Alemania meditó la venganza tras su derrota en 1918»[15]. Y, de hecho, fue la tensión y la ira que siguieron a la paz de Versalles, combinadas con la grave crisis económica, las que aumentaron el deseo de venganza de Alemania, lo que condujo a un nuevo y más devastador conflicto.

El honor se identifica a menudo con el sentido de la valía personal. Y las armas parecen ser un medio de afirmarse o de ganarse el respeto: un símbolo de virilidad y de orgullo, tal vez confirmado por el sentimiento común. Pero tiene un precio terrible.

Gary Younge, en su libro Another Day in the Death of America. 24 hours, 8 states, 10 young lives lost to gun violence – el promedio de niños y adolescentes asesinados cada día en Estados Unidos –, preguntándose por qué la violencia y la muerte en este país no tienen parangón en el mundo, señala cómo el hábito de las armas ha configurado profundamente su identidad. Y cita un pasaje de Chris Kyle (el francotirador más famoso del ejército estadounidense en Irak), que en American Gun recorre la historia de Estados Unidos con 10 armas de fuego cada vez más perfeccionadas, precisas y mortales: «Cuando sostienes una pistola, un rifle o una carabina, estás sosteniendo un pedazo de la historia de Estados Unidos. Levanta el arma y huele el aroma del salitre y la pólvora. Apoya el rifle en tu hombro y mira el horizonte. Lo que ves no es un objetivo, sino todo un continente de potencial»[16].

En esta descripción, las armas de fuego adoptan la apariencia de un objeto sensual y amoroso que protege, da seguridad y placer. De ahí la atracción que lleva a los niños a ver las armas como una forma de ser adultos, respetados y temidos. Y muertos.

 

¿Es posible luchar contra la guerra?

«Es mucho más fácil hacer la guerra que la paz»: esta frase del ministro francés Georges Clémenceau resume la paradójica complejidad del problema. Para quienes la emprenden, la guerra suele presentarse como una solución fácil capaz de eliminar obstáculos y una fuente de beneficios inmediatos: sin embargo, siempre resulta después imprevisible, con enormes costos, ante todo – pero no sólo – en términos de vidas humanas. Rara vez se tienen en cuenta los escenarios posteriores y los problemas a los que habrá que hacer frente una vez que hayan cesado las hostilidades. El general Anthony Zinni, comandante en jefe del Mando Central de Estados Unidos para la invasión de Irak, dijo: «Nuestro mayor defecto es que nunca nos tomamos el tiempo para entender la cultura […]. Me llamó la atención que tuviéramos un plan para derrotar al ejército de Saddam Hussein pero no tuviéramos ninguno para reconstruir Irak»[17].

A pesar de ello, las guerras siguen librándose con facilidad. La paz es más difícil y compleja de proponer precisamente porque es más respetuosa con la verdad de las cosas, y con la verdad de nosotros mismos, ya que el conflicto surge primero dentro de nosotros mismos. Los problemas que subyacen a la guerra son muchos y no son fáciles de resolver. Algunos de ellos se han señalado en estas páginas, pero si no se abordan con determinación, darán lugar a nuevos y más dolorosos conflictos.

Pensemos en la desigualdad económica: según el Informe Mundial sobre la Desigualdad de 2021, el 38% de la riqueza mundial se concentra en manos del 1% de la población; el 50% inferior sólo puede disponer del 2%. Con la pandemia, la brecha se ha hecho aún más grande[18]. Un escenario que se antoja cada vez más dramático debido a la creciente escasez de recursos, como el agua potable (el «oro azul») y los productos del suelo, como consecuencia de la contaminación, el cambio climático y la desertificación de zonas cada vez más extensas. Todo esto aumentará los flujos migratorios hacia otros países para acceder a bienes que les son negados pero que son esenciales para la supervivencia. A esto hay que añadir las crisis económicas, los regímenes dictatoriales y la falta de atención sanitaria adecuada y de trabajo decente.

Remediar esta creciente brecha entre riqueza y pobreza, que contiene una enorme concentración de conflictos, no es ciertamente una tarea fácil. Hay demasiados intereses en juego. Es lógico pensar que la posibilidad de reducir su zona de confort no será bien recibida por quienes tienen el control. Además, como hemos visto, Occidente sigue haciendo un gran negocio con las guerras de otros, y a veces también con las suyas propias (como ocurrió con las fuentes de petróleo en Irak).

A la escasez de recursos se contrapone, como trágica paradoja, la gran disponibilidad de armas cada vez más sofisticadas: cibersoldados, robots asesinos, drones. Y con la proliferación del terrorismo y el fundamentalismo, la guerra se ha convertido en la norma en todas las naciones, y nadie puede pretender estar realmente a salvo.

Frente a estas múltiples y crecientes amenazas, hay que constatar, por desgracia, la reticencia a discutir el recurso de la guerra como solución al alcance de la mano. La cultura y el arte ayudarían sin duda a mostrar su inhumanidad y, lo que es más importante, a estimular a la opinión pública para que se pronuncie. Lo que puso fin al penoso conflicto de Vietnam, más que el estancamiento militar, fue la creciente protesta de la población gracias a los oportunos reportajes de los medios de comunicación (como las famosas tomas de una niña con la ropa quemada por el napalm o del prisionero asesinado a sangre fría) que mostraron la situación real de un conflicto que no mostraba piedad hacia nadie[19].

Desgraciadamente, sólo desde hace poco tiempo (y sobre todo en Occidente) se ha producido una importante inversión de esta tendencia. Se ha señalado que la palabra griega para paz, eirene, significa literalmente la pausa entre una guerra y otra; la palabra latina pax significa el acuerdo de no beligerancia temporal. Ambos términos transmiten el mensaje de que la paz es un estado de cosas excepcional y de corta duración y que la guerra es la norma[20]. No fue hasta el siglo XX cuando Gandhi acuñó una nueva palabra, satyagraha, «no violencia» (literalmente, la fuerza que nace del amor), para expresar su política de oposición a la ocupación británica. Y tuvo éxito donde los ejércitos y las armas habían fracasado. No era realmente un pacifista – declaró que la defensa era necesaria contra Hitler – pero utilizó la fuerza de forma no destructiva.

Otro aspecto importante a considerar es precisamente la tendencia a la destructividad, la cual, de acuerdo al psicoanálisis, está presente en todos. Esta tendencia puede ser domada principalmente a través de la educación, en particular a través de la sabiduría (o prudencia), el verdadero motor de la civilización y el bienestar[21]. Los antiguos la consideraban la guía de todas las virtudes. Gandhi comprendió muy bien que el camino hacia la libertad se lograba desde un corazón pacificado, que ha vencido el miedo, especialmente el miedo a morir, la madre de todos los miedos. Al enfrentarnos a ella, esta pierde extrañamente su mordacidad destructiva y libera nuevas energías: «La resistencia no violenta no sólo es una táctica eficaz en la lucha contra el mal. Su poder deriva de la profunda paz interior de los valientes que se atreven a rechazar la violencia e imaginar un mundo diferente»[22].

Pero la sabiduría no parece ser muy apreciada en la educación y la filosofía. Por el contrario, es demasiado fácil incitar al odio y la destrucción en las escuelas, en la política, en los libros y en los lugares de oración[23]. Esta pobreza cultural está en el origen de la debilidad operativa de los gobiernos y las organizaciones internacionales, más atentos a los intereses partidistas que a una paz que acabe beneficiando a todos a largo plazo. La reticencia a abordar estas cuestiones socava la credibilidad y la eficacia de las propuestas de paz.

Por todo ello, el camino de la paz, aunque deseado y apreciado como un bien evidente, en realidad se parece mucho al camino de la vida descrito por Jesús: «es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran» (Mt 7,14). Si de verdad queremos llevarlo a cabo, será necesario un gran esfuerzo y sacrificio a todos los niveles. Por parte de todos.

 

Fuente: La Civiltà Catholica, 22/4/2022