Revista Id y Evangelizad 129 “Iberoamérica, ¿por qué estás dejando de ser católica?”

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Editorial

El trigo y la cizaña de la Iglesia en Iberoamérica

En las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo XX, cuando se hablaba de la Iglesia en Iberoamérica se describían sus numerosas comunidades, mayoritariamente pobres, jóvenes, muy dinámicas y comprometidas, con una gran sensibilidad social y religiosa; muchas de ellas perseguidas. En aquellos tiempos se repetía que el futuro de la Iglesia estaba en Iberoamérica; así lo parecía confirmar el alto número de vocaciones que cosechaban diversas congregaciones religiosas y algunos seminarios, al igual que la cantidad de catequistas y asociaciones seglares que surgían en las iglesias locales sudamericanas y centroamericanas. Eran los tiempos de las Conferencias del CELAM (Medellín y Puebla, especialmente); la época de múltiples experiencias de encarnación en los últimos de la Tierra. La Iglesia en Iberoamérica hizo tomar conciencia al resto de la catolicidad de algo que está en el ADN de ésta: los empobrecidos son sacramento de Cristo y luchar por la Justicia es inherente a la Evangelización, no es opcional, como lo reconocieron los sucesivos Pontífices.

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Pero, en aquellos años, además de las semillas del martirio y de la encarnación, también se sembraron otras que resultaron malignas y esterilizantes, cuyos frutos amargos estamos recogiendo hoy, en pleno siglo XXI. El origen de esa mala simiente está en el desprecio a nuestra Tradición y la implantación de un germen agotado, pero muy invasivo e infeccioso, que es la teología secularista que importaron de Centroeuropa varias congregaciones religiosas y en la que formaron a un par de generaciones de clérigos y catequistas autóctonos. En las facultades de teología (monopolizadas por los jesuitas), seminarios, casas de formación religiosas y -en consecuencia- en cientos de diócesis y miles de parroquias de toda Iberoamérica, las categorías sociológicas liberal-marxistas desbancaron a las verdaderamente teológicas católicas que, siglos antes, habían conseguido una de las hazañas más grandes del género humano: la evangelización pacífica de todo un continente en apenas dos o tres generaciones. En vez de imitar lo bueno de sus antepasados heroicos (reconociendo los errores, que los hubo, pero que fueron infinitamente menores y aun de otra naturaleza que los aciertos –porque fueron pecados–), se les ridiculizó. Todo lo anterior a las modas que se importaban de Centroeuropa se presentaba como malo: la Cristiandad era mala, las devociones tradicionales eran malas, la estructura milenaria de la Iglesia era mala… En consecuencia, en esta segunda década del siglo XXI el panorama es desolador: con el pretexto de que hay que seguir lo moderno, lo eficaz y lo popular, se ha extendido una doctrina extraña al cuerpo del cristianismo, basada en la primacía de lo pastoral sobre lo teológico, la inculturación sociológica sobre la verdadera encarnación, el protagonismo humano (el liderazgo) sobre el misterio divino y eclesial, los grupos de poder sobre la tradición de la Iglesia, la mentira travestida de consenso sobre la verdad.

Iberoamérica está dejando de ser católica casi con tanta velocidad como con la que nuestros primeros evangelizadores difundieron el Evangelio de Cristo. La mayoría de las diócesis ya están en situación crítica en cuanto al número y la idoneidad de las vocaciones al ministerio apostólico y a la especial consagración; en casi toda Iberoamérica el avance del cristianismo fundamentalista (pentecostales y evangélicos, principalmente) es arrollador y pronto sobrepasará al catolicismo en el conjunto del continente; la desorientación teológica, espiritual y pastoral es sorprendente, a pesar de que se disfrace con sucesivas campañas de marketing y una pesada burocracia.

Y, sin embargo, Iberoamérica sigue siendo continente de la esperanza porque el Señor ha querido que los empobrecidos sean los primeros destinatarios y responsables de su Evangelio. En este número de nuestra revista, proponemos algunas salidas al callejón oscuro en el que nos hemos metido, inspiradas en la mejor teología y praxis; especialmente interesante nos parece el testimonio de Rovirosa –llevado a Iberoamérica por Julián Gómez del Castillo–, que aúna como pocos en nuestra época el compromiso radical con los explotados y la trascendencia y fidelidad eclesial. ¿Qué hubiese ocurrido en Iberoamérica si la fundamentación de la (imprescindible) encarnación en los empobrecidos se hubiese inspirado en el compromiso bautismal que propugnaba Rovirosa en vez de en el temporal de la teología liberal-marxista? Sin duda, estaríamos hablando de otro panorama.