LOS CONCEJOS: Las formas del gobierno local y la representación popular

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Las relaciones entre los hombres eran también relaciones de autoridad, en muchos sentidos. Aquí me refiero al hecho de que, por la mera razón de ser hombre, conforme a la vieja y vigente doctrina aristotélica, cada cual era súbdito.

Por lo general, la comunidad urbana -la aldea, el lugar, la ciudad- era también una unidad administrativa y, por tanto, una organización. Con uno u otro nombre, cada una de esas unidades tenía un gobierno local cuyos miembros llegaban al poder de muy distinta forma. Pero casi siempre por una de estas cinco:

  • por alguna suerte de juego de azar sólo que institucional,

  • por elección democrática,

  • por elección orgánica,

  • por derecho propio o

  • por imposición nominal del príncipe.

En el pequeño reino de Navarra, por ejemplo, era muy corriente que sucediera lo primero: algunos de los regidores de sus concejos -en muchos pueblos, sobre todo pequeños, todos- eran designados por turno entre los vecinos o por inseculación (que consistía en poner en bolas los nombres de los que eran elegibles, dentro de una bolsa, y sacar las que hiciese falta, claro es que a ciegas).

En no pocos sitios este procedimiento del azar se combinaba con la designación por estamentos y cada uno de éstos tenía su bolsa de «inseculados», como se decía en España, de la que se sacaban los nombres que hicieran falta, cuando llegaba el momento de renovar los cargos.

En todo caso, esta segunda fórmula (la división del gobierno por grupos sociales) casi siempre estamentos, fueran nombrados los ediles por azar, por elección de sus correspondientes grupos o incluso por derecho propio, era asimismo muy frecuente en todo Occidente.

En algunos lugares subsistía la antigua democracia municipal, ejemplo característico de la cual era el concejo abierto -según la denominación castellana; los Landsgemeinden en Suiza-, que consistía en la reunión y participación de todos los vecinos a la hora de tomar decisiones y concretamente a la hora de elegir a los que habían de gobernar durante el año.

Muchos Landsgemeinden y concejos abiertos fueron marginados o suprimidos sobre todo en los siglos XVII y XVIII. Y en casi toda Europa, principalmente desde el Quinientos (aunque las salvedades son numerosas), se dio un proceso de imposición de los más poderosos, de suerte que los oficios municipales quedaron monopolizados por unas pocas familias. En muchos casos, los príncipes acudieron simplemente al expediente de vendérselos.

La "oligarquización" o "aristocratización" consiguientes del poder local no estuvo sólo unida, sin embargo, a las necesidades de la Hacienda, ni únicamente al carácter honorífico que se veía en tales cargos, sino también y acaso más al mero desenvolvimiento del Estado y de los vínculos sociales, que, al complicarse y multiplicarse, debieron de restar eficacia a la democracia directa y aconsejar el reforzamiento -por tanto, la centralización personal- y la especialización del poder. De hecho, el proceso se justificó muchas veces, de forma expresa, en la ineficacia, la falta de rigor y de preparación personal que se había observado en los gobiernos que hoy llamaríamos democráticos.

Por otro lado, la "oligarquización" no respondió tan sólo a la enajenación unilateral del poder por parte de los príncipes, sino a la propia práctica electoral, que a veces generaba formas institucionales de perpetuación. Incluso en muchos de los concejos donde existían cargos electivos, eran personas de las principales familias de cada lugar quienes solían coparlos. Una mera actitud de deferencia por parte de la mayoría, cuando no absolutamente de todos, bastaba para crear situaciones de perpetuación fáctica, como la que se ha hallado en Artois, donde las relaciones de dependencia laboral entre trabajadores y granjeros (fermiers) se traducían también en el voto. En otras -muchas- partes, la deferencia no requería siquiera esta relación contractual; sencillamente, se prefería a alguien importante, entre otras cosas porque predominaba la idea de que era a los importantes a quienes por principio correspondía la función de mandar -función que, además, podía ser onerosa- y, segundo, eran ellos quienes tenían capacidad para hacerse oír por los gobernantes de más alto nivel y ser por lo tanto eficaces, incluso para el bien común.

Las elecciones que se van estudiando, incluso la estricta dinámica del acto electoral, no dejan duda de que era esto lo que, por lo general, sucedía. En 1766, en España, Carlos III decidió que en todos los concejos hubiese por lo menos tres o cinco -según los habitantes- representantes del Común, llamados diputados y síndicos, que serían elegidos democráticamente (por los vecinos varones) y se asegurarían de que las cuestiones de abastos se administraran bien. Y ocurrió, paradójicamente, que en la mayoría de los lugares, la gente -la poca gente que acudió a votar- eligió a personas de nota -de nota diversa, claro es- para que la representaran.

De nota diversa, decimos: La afirmación –usual entre historiadores- de que solían ejercer el poder municipal personas importantes es, en realidad, esencialmente relativa; se trataba de los que tenían importancia en el lugar respectivo, y eso implicaba que esas "oligarquías" eran, de hecho, de lo más variopinto. No había nada parejo, en otras palabras, a una -una sola y la misma- oligarquía dominante en Europa y América, o en cada uno de los Estados; la composición social y económica del concejo de Cádiz no tenía nada que ver con la de San Leonardo, un pueblo de la provincia de Burgos donde apenas podía hallarse un campesino que tuviera un corro de tierra mayor que el de los otros o unas cuantas carretas más (porque muchos tenían que pasarse el año por los caminos, porteando sal, trigo o cualquier otra cosa que les diera para sobrevivir).

 

Del libro: "Historia general de la gente poco importante" (1991).