Los esclavos del ejército de Libia

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Las tropas del coronel utilizaban a africanos como escudos humanos y mulas de carga

Louis Esen Musa y su compañero Lucky Monye Collins dicen que no comprendieron la «maniobra» de los soldados de Muamar Gadafi el primer día. Pero la segunda noche que les obligaron a sentarse durante horas junto a los blindados y la artillería que mantenían instalada en los alrededores de Misrata se apercibieron del peligro que corrían.


«Nos habían engañado. Nos dijeron que teníamos que ir con ellos porque nos protegerían. Les pedimos que nos sacaran de allí», señala Musa en el colegio de Misrata donde reside desde hace sólo cinco días.


La pareja de nigerianos formaba parte del grupo de ocho ciudadanos de esa nacionalidad -la mitad de ellos mujeres- que fueron retenidos por las tropas del autócrata durante casi un mes. Pudieron escapar de la zona de combates en torno a Misrata junto a las decenas de familias que lo están haciendo al socaire del avance imparable de los milicianos de esta ciudad, que ayer tomaron el control de Taguarga, la principal población situada en el camino hacia Sirte, la villa natal de Gadafi.


Según Musa y Collins, los cuatro varones fueron usados durante semanas para acarrear munición después de ser capturados en su propio domicilio de Misrata. «Nos usaron como esclavos y muchas veces nos colocaron junto a los tanques. Cada vez que nos sacaban a trabajar a la línea del frente intentaban violar a nuestras esposas y una de ellas perdió el bebé que esperaba cuando la golpearon», indica Collins. Los inmigrantes nigerianos, que llevaban cuatro años residiendo en la nación árabe, tuvieron suerte. Cuando los militares les ofrecieron enrolarse junto a ellos «a cambio de dinero y un coche» se negaron. «Les explicamos que habíamos venido aquí a ganar nuestro pan diario y no a combatir», asevera Musa.


La liberación de los cientos de civiles aprisionados durante meses en el entorno de Misrata es uno de los principales motivos que esgrimen los rebeldes libios para justificar el ímpetu con el que continúan marchando sus columnas móviles.


Sin embargo, la ofensiva descubrió en Taguarga que los opositores comienzan a adentrarse en un territorio donde las lealtades a la revolución libia se encuentran eclipsadas por la fidelidad que la población local mantiene todavía hacia el dictador. Algo que ya les ocurrió en el este del país, cuando también comenzaron a aproximarse a la región de Sirte. La prueba eran las decenas de banderas verdes del régimen que adornaban las viviendas de esta pequeña urbe de más de 20.000 residentes sita. a 40 kilómetros de Misrata.


La arremetida definitiva contra Taguarga se inició a media mañana. Casi 200 vehículos artillados de los sublevados se lanzaron contra la población pasando entre los restos calcinados de los tanques destruidos por la aviación de la OTAN. Dos vehículos abrasados y el cuerpo de uno de sus conductores permanecían arrumbados en la ruta.


Taguarga se había convertido en una cuestión de honor para los milicianos de Misrata. Acusaban a sus habitantes no sólo de ser partidarios del dictador sino de participar activamente en los ataques contra la tercera urbe del país.


El nombre de varios de sus vecinos aparecía en el listado de comandos que recibió la orden de lanzarse sobre Misrata el pasado 2 de mayo. La orden estaba firmada por el general Salah Ali Zubeida. «Os enviamos a esta operación secreta para que ataquéis Misrata a partir de hoy», se leía en el documento que incautaron los revolucionarios. «La gente de Taguarga vino a Misrata a robar», precisó Abdel Nasser Abu Ezgeia, uno de los alzados.


La irrupción de los guerrilleros en la localidad se produjo entre el silbido de obuses y cohetes. Los que lanzaban ellos para acelerar la retirada del ejército y los que usaban éstos para cubrir su huida. Los gritos de victoria eran acallados por las deflagraciones o el silbido de las balas.


Muy pronto varias viviendas de las que exhibían el estandarte oficialista ardían bajo las llamas provocadas por los recién llegados. Algunos intentaron frenar la ira popular. «¡Por favor, chavales, no queméis más casas! ¿Quién las está quemando?», gritaba uno de los comandantes.


Pero los sublevados no escondían su animadversión hacia el enclave. Un grupo utilizó una ametralladora pesada para derribar una de las puertas de otra casa. Otro acabó a tiros con la desesperada resistencia de dos militares de Gadafi que se habían quedado aislados en una residencia cercana. Alguien colocó un retrato del déspota en el suelo, frente a la entrada de la mezquita local. Lo pisotearon antes de rajarlo. «Gadafi dijo que atacaría Misrata zanga, zanga, dar, dar [callejón por callejón, casa por casa] pero somos nosotros los que estamos echándole a él puerta a puerta», opinó Ezgeia.