Los inválidos de la langosta

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Durante muchos años todos ellos se sumergieron para llevar a las mesas de medio mundo las langostas más sabrosas salidas del Caribe. Sin embargo aquellos tiempos de oro en los que podían ganar hasta 1.200 euros mensuales se esfumaron. Como sus piernas, sus articulaciones, su sistema nervioso… o la vida. En total más de 400 indígenas muertos y 4.200 paralíticos conviven en esta región en la que decir langosta es decir sufrimiento.

Cuando cae el sol, los buzos de Puerto Lempira se alejan del mar Caribe, le dan la espalda al azul turquesa y ascienden en sus sillas de ruedas por la calle de tierra que atraviesa la ciudad. Sin embargo, cuando llueve, se quedan inmóviles bajo el agua a dejarse mojar durante largo rato. Entonces, sacan el jabón y se frotan el cuerpo dejando que la lluvia les lave. En una tierra de pobres, sólo el aguacero quiere hacer este trabajo.

En la Mosquitia hondureña miles de paralíticos malviven en este olvidado rincón de Centroamérica. Después de pasarse toda la vida pescando langostas hoy ni siquiera pueden hacer por sí mismos sus necesidades debido al nitrógeno y los voraces estómagos del norte que demandan más y más marisco barato.

Durante muchos años todos ellos se sumergieron para llevar a las mesas de medio mundo las langostas más sabrosas salidas del Caribe. Sin embargo aquellos tiempos de oro en los que podían ganar hasta 1.200 euros mensuales se esfumaron. Como sus piernas, sus articulaciones, su sistema nervioso… o la vida. En total más de 400 indígenas muertos y 4.200 paralíticos conviven en esta región en la que decir langosta es decir sufrimiento.

CÁMARA HIPERBÁRICA

Elston Michel nació hace más de 50 años y vive en un miserable barrio de Puerto Lempira. Un lugar paradisiaco entre palmeras y casas de madera, pero en el que parece imposible moverse con la silla de ruedas en la que lleva 15 años. «Estaba bajo el agua cuando sentí un mareo muy fuerte. Apenas pude subir hasta el cayuco antes de quedar inconsciente del todo», recuerda. «Pasé ocho días en la cámara hiperbárica pero nunca volví a caminar», explica mientras sigue dando brochazos de pegamento al cayuco con el que ahora se gana la vida.

Durante años Michel ha estado tumbado en la cama, pero gracias a la silla de ruedas hoy puede llegar hasta la playa, se sube a su barquita con ayuda de sus hijos y echa la red con la que consigue algo de pesca.

Apoyado en su bastón Julián Williams Santos también se arrastra cada día hasta el muelle. Unas veces para conseguir unas lempiras, algo de comida, ropa o un periodista que cuente su historia. «Yo estuve en la cámara ocho días, me recuperé un poco y volví en el barco langostero y estuve un mes en terapia y me recuperé un poco. Pero he perdido movilidad, a veces me dan calambres y no tengo equilibrio». Con cierto pudor reconoce que tampoco controla los esfínteres y se orina encima porque tiene atrofiado el sistema nervioso.

En torpe español, Williams Santos resume la técnica de captura de langosta que ha terminado con sus extremidades. «Antes de que empiece la temporada (de marzo a julio) Puerto Lempira se llena de contratistas que nos convencen de volver a bucear porque aquí no hay otra fuente de trabajo. Entonces nos llevan a un barco langostero con otras 50 personas. Dormimos mal, comemos mal… hay olores. Desde por la mañana salimos al mar en el cayuco junto a otra persona, entonces empezamos a hacer inmersiones de 45 minutos, hasta que gastamos el tanque. Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba… Cuando se agota el tanque subes, descansas 25 minutos y lo cambias por otro. Así cuatro veces en la tarde y cuatro veces en la mañana. Hay veces que gastamos entre ocho y 10 tanques de aire», explica. «Luego vuelves cansado de estar todo el día nadando y tampoco tenemos una cama propia, sino que hay que esperar a que alguien esté en el mar para dormir. Así 12 días seguidos, paramos una semana y otros 12 días», detalla frente un plato de frijoles y una baleada (taco hondureño).

Los estándares internacionales (según el curso PADI) obligan a que una persona que está 45 minutos a 20 metros de profundidad debe hacer una pausa de al menos una hora. En la siguiente inmersión sólo puede estar bajo el agua 24 minutos sin poner en riesgo su vida. ¿Y todo esto por cuánto dinero? «Actualmente nos pagan a 65 lempiras (2,30 euros) la libra de langosta (casi medio kilo) y un mes bueno te puedes sacar 32.000 lempiras (1.100 euros) una vez que has pagado al ayudante».

¿Alguna vez alguien le advirtió de los peligros? «No, nunca». ¿Algún curso? «No, nunca».

Según las organizaciones de Derechos Humanos, unos 400 indígenas misquitos hondureños han muerto en los últimos años, y 4.200 han quedado discapacitados por la pesca de la langosta. Lo vienen denunciando ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, que juzga el caso.

Acusan a las empresas langosteras de obligar a subir y bajar rápidamente a los pescadores hasta profundidades superiores a los 20 metros. Un frenético ritmo que provoca la enfermedad de descompresión o enfermedad del buzo que genera que los niveles de nitrógeno en sangre se disparen y formen la temida burbuja. En condiciones normales las burbujas son inofensivas, ya que pueden ser filtradas en los pulmones y exhaladas en el exterior con el tiempo suficiente.

Las complicaciones aparecen cuando se supera la capacidad de filtración de los pulmones. Si el nitrógeno llega a la médula espinal puede provocar daños irreversibles en el sistema nervioso o incluso la muerte. Si la burbuja de nitrógeno se queda, se mueve por el resto del cuerpo. Suele atrofiar el sistema urinario y provocar la parálisis de las extremidades, ya que se instala en las rótulas y se come el líquido que las hace funcionar.

La ciudad de Puerto Lempira (capital de Gracias a Dios) ha vivido siempre del mar. Los indígenas que habitan estas tierras tienen fama de ser grandes buzos y de aguantar bajo el agua más tiempo y más metros que ningún otro mortal. Pero un día llegaron los grandes barcos y las multinacionales estadounidenses del marisco fast-food,que ofrecen por pocos dólares inmensas langostas a sus clientes, y empezaron a reclutarlos para que hicieran con tanques de aire lo que antes hacían a pulmón. Entonces pasaron de sacar del fondo dos o tres animales a más de100 cada día. Mano de obra barata que durante la temporada de pesca llenaba de dinero el pueblo.

Y todo ello a pocos kilómetros de uno de los lugares más turísticos del Caribe, las islas de la Bahía, el archipiélago que forman Utila, Roatán y Guanaja, un paraíso elegido cada año por miles de buzos que se sumergen en sus cristalinas aguas para disfrutar de la segunda barrera coralina más grande del mundo. Precisamente aquí es donde está la única cámara hiperbárica que funciona en el país, de uso exclusivo para los turistas.

Autor: Jacobo G. García (* Extracto)