Uno de cada tres menores nacidos vive bajo una auténtica declaración de guerra, en medio de un infierno difícilmente comprensible ni con la razón ni con el corazón. Sobre uno de cada tres niños pesa una sentencia de muerte nada más nacer. Se trata de una sentencia de muerte estructural que no se resolverá con la mera compasión asistencial, por muy organizado y valorado que esté el moderno asistencialismo capitalista con forma de ONGs y fundaciones.
En muchos niños, la sentencia de muerte es simplemente el hambre.
En muchos niños, la sentencia de muerte es simplemente el hambre. La destrucción discriminada del empleo, la miseria que provoca las deudas, y la debilidad de los Estados es tal que millones de familias acaban perdiendo a sus hijos antes de cumplir los 5 años porque no tienen literalmente nada que darles de comer. Ni de entre los restos de comida que arrojan los buhoneros en los grandes e insalubres mercados de las barriadas urbanas, ni de entre los restos de la basura y los basureros. El hambre se les convirtió en patria.
En otros, la sentencia de “descarte” que pesa sobre los miserables de la Tierra los ha convertido en mercancía barata, de usar y tirar. Mercancía de compra y venta, de trata. En el comercio interno o en el comercio internacional. Son los niños vendidos o los abandonados, que se autovenden. El colapso socioeconómico provocado por la crisis planificada, desempleo y pobreza, conlleva niños desahuciados de sus casas por la violencia, por el abuso de drogas y alcohol, por el abandono del padre o la madre, por las crisis familiares,… Estos niños son gangas en el mercado del matrimonio forzoso, en el mercado del sexo y la prostitución, en el mercado de órganos. Son también los camellos y los sicarios de los narco-estados. Y, sobre todo, son stocks de bajo coste en el mercado de la explotación laboral: en las grandes plantaciones, en los talleres invisibles de proveedores de marcas, en las “maquilas” y los campos de trabajo forzado de las periferias suburbanas, en las casas de los más acomodados de las ciudades, o en los mil oficios inventados en la calle para ganarse la ración de pan rancio de cada día.
La patria se les convirtió en hambre. Sin otra ley que la impuesta por las mafias, constituyen el territorio de los “descartados” de toda nación y Estado. Aunque su explotación se envuelva en banderas y se llene de fronteras con muros que tratarán de saltarse a toda costa. Aún a costa de su vida.
No se nos olvida otra declaración de guerra, esta vez oficial, contra los niños. No cabe duda de que niñas y niños son las principales víctimas de los conflictos armados: muertos, heridos, huérfanos, refugiados (es un decir), desplazados, forzosamente apátridas… y, también, utilizados como máquinas de matar, fenómeno que va en aumento. Son los niños de la guerra y en la guerra. Uno de cada tres desplazados a un campo de refugiados es niño. Son ejército y munición. Algunos son las mismas bombas. Son carne de cañón. El hambre se convirtió en territorio de guerra y violencia.
Y aún hay otras declaraciones de guerra no menos cotidianas contra los niños. Las de los padres que sobrealimentan a sus hijos, engordando no sólo su cuerpo sino también su ego. Las de los padres que los sobreprotegen haciéndolos infrapersonas. Las de los padres que los abandonan en la hiperabundancia de caprichos convirtiéndolos en tiranos. Los que, violados por la falta de un trabajo y un techo, o desposeídos de esperanza y dignidad, emplean con sus hijos el único recurso que creen que funciona: la violencia directa y el maltrato.
Hablamos de la infancia que ha sido arrojada a las periferias existenciales, los hijos de las familias que “no tenían un lugar en el mesón”. Hablamos de la infancia que nace y vive en los pesebres, en los estercoleros, en los auténticos belenes vivientes del mundo. No hay nada más sagrado en la historia que la historia de estos niños. Ni injusticia tan horrenda como la de servir a los Herodes de hoy.