Los pobres pagan nuestra salud

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Cualquier persona que haya vivido en algún país africano y se haya molestado en salir más allá de la capital no ha dejado de ver una estampa habitual que habla por sí sola: cientos de personas esperando pacientemente a ser atendidos en algún hospital o dispensario donde escasea el personal sanitario

Fuente: Antena misionera


Cada año 20.000 médicos y enfermeras formados en África emigran en busca de mejores oportunidades. Las consecuencias la pagan los propios africanos, para los cuales recibir una atención médica mínima –no digo de calidad porque sonaría demasiado pretencioso- es un lujo inalcanzable.


En la primera misión donde trabajé en el norte de Uganda había un hospital de 350 camas atendido por tres médicos, de los cuales sólo uno era africano. Era el único hospital para una zona habitada por medio millón de habitantes. No es un caso excepcional. Y lo peor es que uno de cada cuatro médicos africanos –formados en sus países de origen- se marcha de su país para trabajar en Europa, América del Norte o los Emiratos del Golfo.


Es la otra cara del tema de la inmigración, la de los que no vienen en pateras ni suponen ninguna «amenaza» ni «peligro» para ningún político de los que dicen que hay que poner «orden y control». En el fondo, esto supone que se trata al ser humano como una mercancía. Cuando el inmigrante es pobre y tiene poca formación se le suele explotar para los trabajos que los europeos no quieren hacer. Y cuando tiene una alta cualificación profesional se intenta atraerle sin reparar en el daño que se hace a su país de origen.


Un alto funcionario llamaba a este fenómeno el «síndrome de Robin Hood a la inversa»: robar a los pobres para dárselo a los ricos.