Mendigos para descontaminar Fukushima

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Los héroes han sido reemplazados por mendigos, desempleados sin recursos, jubilados en apuros, personas endeudadas o jóvenes sin formación que en ocasiones trabajan por el equivalente a cinco euros a la hora, menos del salario mínimo en la prefectura de Fukushima.
Los «yakuza» cobran los salarios y dan una pequeña parte a los empleados, que pierden hasta el 80% del plus por peligro.

Sin ingresos y durmiendo en la calle, Tsuyoshi Kaneko recibió en 2012 la primera oferta de trabajo en años. Ochenta euros al día por un puesto de limpieza que solo tenía un inconveniente: se encontraba en una zona altamente radiactiva de la Zona de Exclusión Nuclear, en la prefectura de Fukushima.

Kaneko empezó a trabajar, sin máscara ni traje de protección, en las labores de descontaminación de la hoy desierta ciudad de Naraha. Meses después fue destinado en un puesto de control encargado de medir los niveles de radiactividad de los vehículos que entran y salen de la central. «Empecé a ver nublado y a perder la vista», recuerda el indigente de 55 años al relatar sus primeros problemas de salud, que hoy le mantienen inactivo. «Los médicos no encuentran la causa de mis problemas, pero yo sé que es la radiactividad».

Japón está llevando a cabo la mayor operación de limpieza radiactiva jamás emprendida, un intento de descontaminar una extensión equivalente a dos veces la ciudad de Madrid.

Parques, fachadas, viviendas, plantas, vehículos abandonados y cada centímetro de tierra están siendo desinfectados con el objetivo de hacer habitables ciudades de las que fueron evacuadas cerca de 150.000 personas. A la vez, miles de operarios siguen luchando por detener las fugas radiactivas de la central, que no ha dejado de verter agua radiactiva al Pacífico. Fukushima Daiichi ha dejado de ocupar titulares, pero sigue sin estar bajo control.

La planta fue dañada tras el tsunami que golpeó la costa de Tohoku en marzo de 2011, provocando la muerte o desaparición de cerca de 18.000 personas y la mayor crisis nuclear desde Chernóbil en 1986. Las explosiones en el interior de la central mantuvieron al mundo en vilo durante días y llevaron a un grupo de hombres anónimos a protagonizar una de las acciones más heroicas de la reciente historia japonesa. Mientras decenas de miles de personas trataban de abandonar el país, un grupo de voluntarios tomaron el camino inverso y se atrincheraron en Fukushima Daiichi para intentar apagar los incendios y reactivar los sistemas de refrigeración de los reactores. Apodados inicialmente como los 50 de Fukushima, a pesar de que fueron muchos más, los trabajadores evitaron un desastre mucho mayor.

Nada queda hoy, tres años después, del espíritu de sacrificio que conmovió al mundo y llevó a los voluntarios de Fukushima a ganar el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia por su «valeroso y ejemplar comportamiento».

Los héroes han sido reemplazados por mendigos, desempleados sin recursos, jubilados en apuros, personas endeudadas o jóvenes sin formación que en ocasiones trabajan por el equivalente a cinco euros a la hora, menos del salario mínimo en la prefectura de Fukushima.

La obligación legal de deshacerse de quienes han recibido el tope de radiactividad permitida obliga a renovar las plantillas constantemente. Las empresas de reclutamiento contratadas por Tepco, la compañía propietaria de la central, han delegado la captación de mano de obra barata en la única corporación japonesa capaz de facilitarla. Los yakuza, la mafia más adinerada y secreta del mundo, han pasado a controlar el suministro de empleados, beneficiándose de parte de los 75.000 millones de euros que serán invertidos en recuperar la zona en los próximos años.

El hampa controla desde hace décadas el mercado laboral clandestino en Japón. Las familias yakuza tienen la capacidad de movilizar a muchos trabajadores en poco tiempo y a menudo se convierten en la solución para empresas que emprenden grandes proyectos. Las redes criminales se encargan de cobrar los salarios y dan una pequeña parte a los empleados, que en el caso de la central de Fukushima pierden hasta el 80% del extra de peligrosidad que les corresponde. Los sin techo solo cobran los días que trabajan, no tienen seguro médico y son obligados a pagar su propia comida. Tampoco reciben formación y, una vez enferman, son desechados sin ninguna compensación. «No soy el único que ha sufrido daños por la radiactividad. Muchos de los que estábamos allí padecen consecuencias», asegura Tsuyoshi Kaneko, relatando los casos de compañeros que han ido cayendo enfermos.

La policía japonesa arrestó el pasado mes de octubre a varios gánsteres que merodeaban las estaciones de trenes cercanas a Fukushima para reclutar a mendigos como Shizuya Nishiyama, un indigente de 57 años. Tras una vida trabajando como peón de obra, las empresas constructoras habían dejado de contratarle. Viajó desde la región de Hokkaido a la zona del tsunami con la esperanza de ser contratado en las labores de reconstrucción, pero tras un breve contrato temporal volvió a quedarse en la calle y terminó durmiendo entre cartones en la estación de Sendai.

Autor: David Jiménez / Makiko Segawa ( *Extracto)