MISIONERA ENTRE LAS PROSTITUTAS

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Por carisma y vocación, los religiosos y misioneros, estamos llamados a defender los derechos de los pobres, de los que no tienen voz, de las personas necesitadas de ayuda, como las mujeres y los menores.

Hna. Eugenia Bonetti


Agosto de 2006


Todo empezó a raíz del encuentro con una prostituta.


Era un día lluvioso y frío en Turín (Italia), el 2 de noviembre de 1993. Trabajaba en Cáritas desde hacía unos meses, tras mi vuelta de África. Salía para ir a misa y, en ese momento, entró una mujer africana con un certificado médico. De su comportamiento, y de su modo de vestir, deduje que podía ser una de las mujeres que se ven obligadas a vender su cuerpo.


Me sentí incómoda, le respondí cuatro cosas y quise marcharme. Estaba nerviosa. Ella me explicó que era madre de tres niños, que había dejado en Nigeria. Vi que necesitaba ser operada, pero no tenía papeles. Yo estaba desconcertada y me incomodaba pensar que iba llegar tarde a misa. En aquel momento, la misa era para mí más importante que los problemas de María –ése es su nombre-.


Vino conmigo, a la iglesia. Por el camino me di cuenta cómo la gente se sorprendía de ver a una monja acompañada de una prostituta. Se quedó arrodillada en el último banco de la iglesia y se la oía llorar. Me coloqué más adelante y no podía rezar. Me acordé de la parábola del fariseo y el publicano y pensé con qué frecuencia había pensado que yo, religiosa misionera, era mejor que muchas mujeres obligadas a trabajar en la calle.


Aquella noche la pasé en blanco. Me enfrenté a mi misterio pascual. Eugenia ¿dónde está tu hermana? Aquel encuentro cuestionó mi vida, mi vocación y mis valores.


 


Publicado el 25 de julio de 2006


 


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Después de 24 años de trabajo en Kenya, a la Hna Eugenia Bonetti, misionera de la Consolata, le pidieron volver a Italia. Ella misma nos cuenta.


 


Cuando me pidieron dejar Kenya mis sentimientos fueron de rebelión. Me sentía feliz e integrada en el ambiente africano, trabajando en actividades sociales, educativas y pastorales con mujeres y jóvenes africanas. La mujer africana que he conocido tiene un profundo sentido de alegría, de celebración, de hospitalidad, de solidaridad. Sabían afrontar la vida con coraje y determinación, a pesar de vivir en la indigencia y sometidas a una sociedad machista.


Compartir con ellas la lucha para mejorar las condiciones de vida, promover la educación y la emancipación, transmitir un mensaje de esperanza y liberación a aquellas mujeres había dado sentido a mi vida durante muchos años. ¿Qué iba a hacer ahora en Italia?


 El encuentro inesperado con María volvió a dar contenido a mi vocación misionera. María se restableció, y no sólo físicamente. Dejó su vida en la calle, empezó a estudiar italiano. Encontró un trabajo y fue ella la que me ayudó a conocer el mundo de la noche.


 


Misionera de la calle


Desde hace trece años mi servicio misionero se desarrolla en distintos caminos que bajan de «Jerusalén a Jericó» (ver Lucas 10, 29-37) y me pide inclinarme con amor y compasión hacia tantas mujeres inmigrantes, heridas y privadas de su dignidad, identidad y libertad para ayudarlas a curarse y reencontrar la esperanza de una vida nueva.


Mis días como «misionera de la calle» están repletos de encuentros con personas con rostro, nombre, historias distintas, pero que a la vez tienen elementos comunes que revelan un profundo sufrimiento:


* Regina, nigeriana, la traen a Italia con 14 años vendida por su tío a traficantes de seres humanos; obligada a prostituirse en la calle, es detenida por la policía y enviada a una comunidad para menores; pierde el contacto con la familia, pero después de seis años, gracias al trabajo en red de las congregaciones religiosas, reencuentra a su madre y el año pasado volvió con su familia para celebrar la Navidad, tras siete años de ausencia


* Gladys sale de Nigeria con otras jóvenes para alcanzar la meta de sus sueños: Europa, donde piensa trabajar para ayudar a su familia; viaja a través del desierto de Sahara sin documentos; el viaje es extenuante y sufre sed, hambre, calor, cansancio y enfermedades; en el viaje ve esqueletos de personas que han muerto en el camino, piensa que ese será su destino;


* Patricia, 19 años, la mayor de ocho hermanos, deja la casa para ayudar a la familia y que sus hermanos pudieran ir a la escuela; durante el viaje es violada y queda embarazada; durante seis trabaja en la calle para pagar una deuda de 8 millones de las antiguas pesetas contraída, sin saberlo, con la organización criminal; nadie sabe de su embarazo; un grupo de ayuda la convence para dejar la calle y es acogida en una casa de familia gestionada por religiosas; acompaña con amor es capaz de aceptar el don de la vida que lleva en su seno;


* Rita, apenas 18 años cumplidos, es detenida en la calle por la policía y enviada un Centro de Estancia Temporal en Roma; en 15 meses ha mandado 55.000 euros a sus tres hermanastras que la enviaron a Italia; en la calle era muy solicitada por los «clientes» dada su corta edad; las religiosas que visitan el Centro consiguen que sea aceptada en una comunidad con un programa de reinserción social;


* Gloria, 22 años, trabaja como prostituta para pagar la gran deuda contraída con los traficantes; en la calle uno de los «clientes» –divorciado de 38 años- «se enamora» de ella y la quiere llevar a casa; ella lo rechaza; él se venga tirándola desde un puente y su cuerpo sin vida es encontrado al día siguiente.


Los casos podrían continuar como los eslabones de una larga cadena que forma la nueva esclavitud del siglo XXI y que tiene prisioneras a tantas personas, mujeres y menores explotadas, fruto de un tráfico sin escrúpulos y sostienen numerosos y rentables negocios.


 


Cadena y esclavitud


Símbolo de toda esclavitud ha sido siempre la cadena que arranca a la persona la libertad de acción y la somete a la voluntad de otro. Y como al igual que la cadena está formada de distintos eslabones, lo mismo ocurre con esta nueva esclavitud del siglo XXI: los eslabones tiene nombres y son los de las víctimas y los de su pobreza, los de los traficantes con sus incalculables ganancias, los de los clientes con sus frustraciones, de la sociedad con su falta de valores y su hipocresía, los gobiernos con sus sistemas de corrupción y sus complicidades, de la Iglesia y de cada cristiano, incluidos los religiosos, con el silencio y la indiferencia.


 


Un reciente informe de la ONU habla de más de 4 millones de mujeres víctimas del tráfico de personas. Sólo en Europa, la Organización Internacional de Migraciones habla de más de medio millón de mujeres, de ellas el 40% entre los 14 y 18 años de edad.


Estamos ante un «negocio» que mueve unos 10 mil millones de euros al año. No es extraño que haya tantos implicados en esta infernal cadena.


Mientras tanto la mujer víctima de la explotación sexual se siente privada de sus valores profundos y de su ser mujer, de la auto estima y la capacidad de amar. Vive en medio de contradicciones: se siente buscada y deseada por los «clientes» y a la vez juzgada, condenada y rechazada por la sociedad del bienestar y del consumo. Vive la soledad y el aislamiento, y carga un fuerte sentimiento de culpa y vergüenza.


Estas jóvenes abandonan sus países atraídas por un espejismo. Imaginan una vida diferente y acaban, como algunas que he conocido, humilladas y asesinadas.


Por otra parte hay una gran complicidad de las autoridades e instituciones que no quieren enfrentarse a los traficantes. 


También hay hipocresía religiosa: son pocas las voces que se levantan para denunciar la explotación y el tráfico de mujeres, y es demasiado común la condena y de desdén ante estas mujeres que «dañan la imagen de nuestra calle».


 


Un desafío para los religiosos y misioneros


Por carisma y vocación, los religiosos y misioneros, estamos llamados a defender los derechos de los pobres, de los que no tienen voz, de las personas necesitadas de ayuda, como las mujeres y los menores.


En más de una ocasión he notado cómo la vida religiosa femenina, aunque sufra un momento de envejecimiento y disminución numérica, han sabido encontrar fuerza para renovarse si se han metido en la Iglesia y en la sociedad al servicio de las nuevas pobrezas. Es lo que llamamos la imaginación de la caridad.


Pienso en aquellas religiosas que, en la década de los 90, fueron las primeras en desarrollar la diaconía de la caridad, acogiendo en sus propias estructuras a mujeres víctimas de la trata de personas, y lo hicieron sin miedo a ensuciarse las manos o a contaminarse.


Recordemos que muchas congregaciones femeninas nacieron en el siglo XIX para defender a la mujer vulnerable. Pues bien, la mujer vulnerable, hoy es la que está obligada a vender su cuerpo.


Desde hace un tiempo estamos organizando cursos de formación para religiosas en varios países, porque en general nadie se imagina que el problema de la trata de blancas sea tan grave y con dimensiones psicológicas, sociales y económicas tan fuertes.


El hecho de que muchas de estas mujeres provengan del Tercer Mundo, nos implica especialmente a quienes elegimos la vida misionera.


Pero nadie que se considere cristiano puede permanecer indiferentes. Es una responsabilidad de todos.


* La Hna Eugenia Bonetti es responsable del departamento «Trata de Mujeres y Menores» de la USMI (Unión de Superiores Mayores de Italia)