Mounier ha muerto, ¡viva Mounier!

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Carlos Díaz reivindica, en el centenario del nacimiento de Mounier, fundador de la revista ´Esprit´, la calidad humanista de su cristianismo.

Carlos Díaz, doctor en Filosofía y licenciado en Derecho, enseña Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.
01-04-2005

Emmanuel Mounier es católico, pero la revista Esprit por él fundada no lo es. Algunos de sus colaboradores pertenecen a diversas iglesias; otros, a ninguna. Prodigio de ecumenismo exigente, allí colaboran católicos, protestantes, judíos, socialistas, libertarios… A un abonado increyente le escribe en 1934: «No se trata, señor, de saber si yo le invito, si yo le acojo a usted, pues partimos juntos y en plena igualdad humana. Si usted, no católico, está de acuerdo en nuestras posiciones fundamentales, tiene un lugar de primer orden en Esprit, tan esencial como el mío. Esprit faltaría a su misión si le diésemos motivos para dudar de eso». ¡Y qué decir de la lista de quienes escribieron en Esprit! Alain, Aron, Barth, Bataille, Benda, Bergamín, Bernanos, Cela, Congar, Danielou, Dolléans, Dufrenne, Duméry, Ellul, Gilson, Guitton, Gurvitch, Lévinas, Lévi-Strauss, De Lubac, Lukacs, Marcel, Maritain, Mauriac, Morin, Ricoeur, Teilhard de Chardin…

Mounier no sólo da conferencias, sino que pone los cimientos para el surgimiento de los grupos Esprit. No le lleva una agencia de viajes con ruta prediseñada, ni se desplaza en automóviles de lujo. Va abriendo hueco con su cuerpo, sin otro parabrisas que su propia maleta, y duerme en las casas de quienes le reciben. Hace misión minuto a minuto, atando cabos, anudando indicios, tejiendo la red, explorando el caos. Y poco a poco la malla se adensa en un tejido relacional, expansivo, personalista y comunitario. Los grupos Esprit no
estaban destinados a servir de correa de transmisión entre los elegidos de la capital y los «provincianos»; por el contrario Esprit debería enriquecerse y nutrirse con aquella riqueza de las reflexiones, las vivencias y la información procedentes de las bases mismas, autogestionariamente.

Pocos como Mounier han luchado más denodada y testimonialmente contra el cáncer burgués, cuyas metástasis se reproducen en la derecha, la izquierda, el centro; dedica la mayor parte de su artillería pesada a bombardear semejantes posiciones, donde toda ruindad e iniquidad tienen su trinchera, haciendo imposible el cambio del corazón, es decir, el paso del individualismo al personalismo comunitario. El burgués es capaz de todo con tal de que su ego nadie se lo limite; está dispuesto a blindarse, y si hace falta, a partirse en dos, sus cuentas con el diablo, su espiritualidad con Dios, «lo malo -dice Mounier- es que una verdad dividida en dos no hace dos verdades, sino dos errores; y éstos, una vez desgajados del eje viviente, proliferan en todas las confusiones y en todos los engaños».

Frente al espíritu burgués, Mounier hace de la persona el centro de su reflexión filosófica: la persona como fin en sí misma, nunca como medio o instrumento. Una persona encarnada, comprometida con la justicia y la libertad, desde la fraternidad. Tan sólo eso basta para ser encarcelado. El comisario le anuncia que acaba de ser descubierto un importante movimiento clandestino, cuyo jefe de zona para la región de Lyón «soy yo». Un compañero de prisión testimonia:
«Emmanuel Mounier era el rayo de sol de la celda, pues tenía siempre la palabra amable para calmar un enervamiento momentáneo, transmitiendo a su entorno la paz de su alma». Aprovecha la cárcel para seguir escribiendo y para formar un círculo de estudio con los otros reclusos, sin perder el sentido del humor: «Para luchar contra el debilitamiento, encaramado a la ventana con el torso desnudo para beneficiarse de los rayos de sol, se agarraba a un barrote del calabozo, y leía. Cuando sentía un calambre, cambiaba de lado. Y todos nosotros nos reíamos de esta gimnasia de mono». Los meses pasan y no se le comunica la causa de su reclusión, por lo que inicia una huelga de hambre, que Radio Londres noticia. Es un «acto frágil» llevado a cabo cuando cualquier otro medio de resistencia se ha impedido. Mounier, sabiendo como cristiano que no tiene ningún derecho de atentar contra su vida ni a comprometer gravemente su salud, ha pedido en secreto al médico amigo que le sigue darle la orden de cesar la huelga el día en que estime que se ha llegado a la zona de peligro grave, y el primer día de la huelga le ha escrito una nota confidencial en este sentido. El médico podrá así atestiguar, dado el caso, que la detención de la huelga en esas condiciones no es imputable a un momento de debilidad, sino a un límite que su paciente mismo había fijado con anterioridad, en nombre de sus convicciones.

A la cárcel le lleva también la crítica de un cristianismo que se presentaba como un espiritualismo desencarnado sólo preocupado por el «problema de la salvación del alma». A este código de conducta más burgués que evangélico contrapone el del creyente que asume plenamente la lógica de la Encarnación. Por eso mismo Mounier no se sustrae al difícil diálogo con los comunistas. Sus escritos muestran el drama de un creyente que sabe que en conciencia no puede dar su adhesión a una doctrina que tergiversa la vocación humana, pero al mismo tiempo comprende que en el partido comunista convergen las esperanzas de los pobres, a los que el cristiano debe permanecer fiel: «En este 1946 es difícil no ser comunista, y es aún más difícil serlo, si se quiere abarcar toda la complejidad de la época». Eso no impide su critica a las tesis del Manifeste des chrétiens progressistes, juzgando insostenible que «el partido comunista es el unico medio para defender hoy la clase obrera y la esperanza de una democracia popular». En el número especial de mayo-junio de 1948 Mounier escribe que la «debilidad del marxismo» está «en elevar un sistema válido en ciertos límites del tiempo a voluntad de despliegue universal y totalitaria». Si dialoga con el
marxismo es pensando en la liberación de los pobres. En fin, François Mauriac resume así: «He sido contemporáneo de auténticos santos de los que he desconfiado porque su posición política se prestaba a equívocos. Es necesario que ciertos seres mueran para poder acercarse a ellos. El ejemplo de Mounier ayuda a comprender que estar del lado de los pobres no tiene sentido en una vida aburguesada. Él había elegido desde el primer momento, sin ostentación, pero deliberadamente, la pobreza. Nació pobre. La pobreza es un estado del alma».