NUESTROS POBRES VIEJOS

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Nuestro gasto en pensiones -la principal forma de protección a la vejez- es el menor de todos los países de la UE, y su ritmo de crecimiento, por mucho que presuman los políticos, es inferior al del PIB. La situación se agrava especialmente para las mujeres, que aún hoy en día perciben mayoritariamente las miserables pensiones de viudedad.

 

Por Ángeles Caso

Revista Autogestión nº 61

Diciembre de 2005

Sin duda alguna aún no habrán olvidado ustedes el espanto que a todos nos produjo la noticia sobre los malos tratos a los que eran sometidos en una residencia de Valencia un desdichado grupo de enfermos mentales y de ancianos: la existencia de un zulo en el que se les encerraba, los relatos de los propios residentes sobre los golpes que recibían con un bate de béisbol, el abandono, la falta de higiene y de alimentación… Es espeluznante pensar que dos mujeres -detenidas como acusadas por los presuntos delitos- pudieran causar tanto daño a seres tan vulnerables y debilitados, sin capacidad ninguna de defensa. Pero igual de espeluznante es imaginar el absoluto desinterés de las familias que, supongo yo, se limitaron a dejar tirados a sus enfermos o molestos viejos sin preocuparse por comprobar después lo que allí ocurría, por verificar su estado físico, las marcas de los golpes, las pruebas imborrables de la desnutrición y la suciedad, el miedo que sin duda alguna debía de asomar como una muda llamada de auxilio en las miradas de esas desdichadas personas. Tampoco, según parece, las inspecciones de la Generalitat Valenciana habían sido capaces de detectar ninguna irregularidad. ¿Cómo es eso posible, me pregunto? Hay cosas que no se pueden ocultar. Salvo que resulte más cómodo cerrar lo ojos a lo evidente.

Por desgracia, no es la primera vez que situaciones parecidas ocurren en España. Cada cierto tiempo salta a los medios de comunicación la noticia de alguna de esas residencias de ancianos -legales o ilegales- que ha tenido que ser clausurada tras descubrirse ciertos horrores. Entonces siempre aparece algún lloroso familiar de alguno de los viejecitos quejándose de lo que le han hecho a su pobre madre, o al abuelito tan querido. Pero, ¿dónde estaban antes esos con- mocionados hijos o nietos ¿Cuántas veces habían ido a ver a sus mayores, cuánto tiempo habían dedicado a observar sus rostros y sus cuerpos, a escuchar sus quejas, a fijarse en el estado de sus habitaciones o sus salas comunes? Lo siento, pero nunca he conseguido creerme esas lágrimas de los que, según me parece, se fingen víctimas de una situación que ellos deberían haber sido los primeros -y los más interesados- en descubrir.Por las mismas fechas en las que se conocía el caso de la residencia de Valencia, el Instituto de Mayores y Servicios Sociales (IMSERSO) hacía público un informe que, la verdad, deja bastante mal paradas a las administraciones de este país en lo referente a la atención a los ancianos: a pesar de ser uno de los países con mayor porcentaje de población por encima de los 65 años, somos uno de los que menos invierte en protección y ayuda a las personas mayores. Ocupamos el tercer lugar por la cola, «superados» tan sólo por Irlanda y Portugal. Nuestro gasto anual por persona no llega a los 8.000 euros, menos de la mitad de la media de los 15 países de la antigua Unión. Los servicios sociales atienden tan sólo a poco más del 9 por ciento de una población de 7 millones de ancianos, a pesar de que las necesidades son infinitamente mayores: casi 2 millones de esas personas no pueden valerse por sí mismas. Muchas de ellas son cuidadas por las mujeres de sus familias, que no reciben ningún apoyo, ni económico ni de otro tipo, para poder hacer frente a todo el desgaste y el esfuerzo que esa situación supone. La ayuda domiciliaria apenas existe, y los centros de día -una estupenda solución para que los ancianos puedan seguir viviendo con sus familiares sin perturbar la vida laboral- son prácticamente una entelequia. Las residencias públicas o gestionadas por organizaciones de caridad tienen largas listas de espera y a menudo no aceptan a quienes no se valen por sí mismos. Las privadas cuestan un ojo de la cara o son, como vamos viendo, verdaderos antros donde cualquier cosa puede ocurrir a costa de la desprotección de los viejos, el desinterés de sus familias y la indiferencia de las administraciones. Y luego están los numerosos ancianos que mueren abandonados en sus casas, olvidados de todos, y cuyos cadáveres sólo se descubren cuando la peste inunda los portales. Unos cien al año tan solo en la ciudad de Madrid…

Pero el informe del IMSERSO pone ade- más de relieve algo que todos sospechamos cuando vemos a esos jubilados alemanes ingleses o suecos que pasan tranquilamente sus retiros en las costas de España: nuestro gasto en pensiones -la principal forma de protección a la vejez- es el menor de todos los países de la UE, y su ritmo de crecimiento, por mucho que presuman los políticos, es inferior al del PIB. La situación se agrava especialmente para las mujeres, que aún hoy en día perciben mayoritariamente las miserables pensiones de viudedad. Esa situación es tan mala, que las ancianas españolas son, después de las italianas, las más pobres de Europa. En medio de este panorama desolador, el Gobierno se ha comprometido a presentar en el Congreso de los Diputados una Ley de Autonomía Personal destinada a mejorar la ayuda a esos casi dos millones de ancianos que no pueden valerse por sí mismos. La verdad es que, con todos esos datos en la mano, dan ganas de no llegar a viejo