Al terminar, un hombre joven todavía, de unos 40 años, pero ya gastado, pidió la palabra y me dio tal vez la lección mas clara y contundente que he recibido en mi vida de educador.
Por Paulo Freire
Revista Autogestión
En aquella época yo daba largas charlas sobre los temas escogidos. Repitiendo el camino tradicional del discurso sobre, que se hace a los oyentes, pasé al debate, a la discusión, al diálogo en torno a un tema con los participantes. Ya aun cuando me preocupaba el ordenamiento, el desarrollo de las ideas, hacía casi como si estuviera hablando a los alumnos de la universidad…
Por otra parte, a pesar de algunos años de experiencia como educador, con trabajadores urbanos y rurales, yo todavía partía casi siempre de mi mundo, sin más explicación, como si éste tuviera que ser el “sur” que los orientase…
Un momento podría decir solemne, entre otros, de ese aprendizaje, ocurrió durante la mencionada gira de charlas en que examiné la cuestión de la autoridad, la libertad, el castigo y el premio en la educación…
Hablé largamente sobre el tema, citando al propio Piaget y defendiendo una relación dialógica, amorosa, entre padres, madres, hijas, hijos, que fuera sustituyendo el uso de castigos violentos…
Mi error estaba, primero, en el uso de mi lenguaje, de mi sintaxis, sin mayor esfuerzo de aproximación a los de los presentes. Segundo, en la casi nula atención prestada a la dura realidad del enorme público que tenía frente a mí.
Al terminar, un hombre joven todavía, de unos 40 años, pero ya gastado, pidió la palabra y me dio tal vez la lección mas clara y contundente que he recibido en mi vida de educador.
No sé su nombre… No sé si vive todavía. Posiblemente no. La malignidad de las estructuras socioeconómicas del país, que adquiere colores aún más fuertes en el Nordeste brasileño, el dolor, el hambre, la indiferencia de los poderosos, todo eso debe de haberlo tragado hace mucho.
Pidió la palabra y pronunció un discurso que jamás pude olvidar, que me ha acompañado vivo en la memoria de mi cuerpo durante todo ese tiempo y que ejerció sobre mí una influencia enorme…
Casi siempre, en las ceremonias académicas, lo veo de pie, en uno de los costados del salón grande, la cabeza erguida, los ojos vivos, la voz fuerte, clara, seguro de sí mismo, hablando su habla lúcida.
“Acabamos de escuchar -empezó- unas palabras bonitas del doctor Paulo Freire. Palabras bonitas de veras. Bien dichas. Algunas incluso simples, que uno entiende fácil. Otras más complicadas, pero pudimos entender las cosas más importantes que todas juntas dicen.
Ahora yo quería decirle al doctor algunas cosas en que creo que mis compañeros están de acuerdo -me contempló con ojos mansos pero penetrantes y preguntó-: Doctor Paulo, ¿usted sabe dónde vivimos nosotros? ¿Usted ya ha estado en la casa de alguno de nosotros?” Comenzó entonces a describir la geograía precaria de sus casas. La escasez de cuartos, los límites ínfimos de los espacios donde los cuerpos se codean. Habló de la falta de recursos para las más mínimas necesidades. Habló del cansancio del cuerpo, de la imposibilidad de soñar con un mañana mejor. De la prohibición que se les imponía de ser felices. De tener esperanza.
Siguiendo su discurso yo adivinaba lo que vendría, sentado como si fuera realmente hundiéndome en la silla, que en la necesidad de mi imaginación y en el deseo de mi cuerpo se iba convirtiendo en un hoyo para esconderme. Después guardó silencio por algunos segundos, paseó los ojos por el público entero, me miró de nuevo y dijo:
“Doctor, yo nunca fui a su casa, pero le voy a decir cómo es. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Son todos varones?”
“Cinco -dije yo hundiéndome aún más en la silla-. Tres niñas y dos niños.”
“Pues bien, doctor. Su casa debe ser una casa rodeada de jardín… Debe tener un cuarto sólo para usted y su mujer. Otro cuarto grande para las tres niñas. Hay otro tipo de doctor que tiene un cuarto para cada hijo o hija, pero usted no es de ese tipo, no. Hay otro cuarto para los dos niños. Baño con agua caliente… Un cuarto para la sirvienta, mucho más chico que los de los hijos y del lado de afuera de la casa. Un jardincito con césped… Usted debe de tener además un cuarto grande donde pone los libros, su biblioteca de estudio. Por cómo habla se ve que usted es hombre de muchas lecturas, de buena memoria.”
No había nada que agregar ni que quitar: aquella era mi casa. Un mundo diferente, espacioso, confortable.
“Ahora fíjese, doctor, en la diferencia. Usted llega a su casa cansado. Hasta le puede doler la cabeza con el trabajo que usted hace. Pensar, escribir, leer, hablar, el tipo de plática que usted nos acaba de dar. Todo eso cansa también. Pero -continuó- una cosa es llegar a su casa, incluso cansado, y encontrar a los niños bañados, vestiditos, limpiecitos, bien comidos, sin hambre, y otra es encontrar a los niños sucios, con hambre, gritando, haciendo barullo. Y uno se tiene que despertar al otro día a las cuatro de la mañana para empezar todo de nuevo, en el dolor, en la tristeza, en la falta de esperanza. Si uno le pega a los hijos y hasta se sale de los límites no es porque uno no les ame. Es porque la dureza de lavida no deja mucho para elegir.”
Esto es saber de clase, digo yo ahora. Ese discurso fue pronunciado hace cerca de 32 años. Jamás lo olvidé. Me dijo, aunque yo no lo haya percibido en el momento en que fue pronunciado, mucho más de lo que inmediatamente comunicaba…
El hecho de que no haya olvidado nunca la trama en que se dio ese discurso es significativo. El discurso de aquella noche lehana se aparece frente a mí como si fuese un texto escrito, un ensayo que tuviese que revisitar constantemente. En realidad fue el punto culminante de un aprendizaje iniciado mucho antes -el de que el educador o la educadora, aun cuando a veces tenga que hablarle al pueblo, debe ir transformando ese al en con el pueblo. Y eso implica respeto al “saber de experiencia hecho” del que siempre hablo, a partir del cual únicamente es posible superarlo.
Aquella noche, ya dentro del carro que nos llevaría de vuelta a casa, hablé un poco amargado con Elza, que raramente no me acompañaba a las reuniones y hacía excelentes observaciones que me ayudaban siempre.
“Pensé que había sido tan claro -dije-. Parece que no me entendieron.”
“¿No habrás sido tú, Paulo, quien no los entendió? -preguntó Elza, y continuó-: Creo que entendieron lo fundamental de tu plática. El discurso del obrero fue claro sobre eso. Ellos te entendieron a ti, pero necesitaban que tú les entendieras a ellos. Esa es la cuestión.”