Mensaje de Benedicto XVI. Miércoles de Ceniza de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, Miércoles de Ceniza, comenzamos el tiempo litúrgico de la Cuaresma, cuarenta días que nos preparan para la celebración de la Santa Pascua: es un tiempo de particular esfuerzo en nuestro camino espiritual.
El número cuarenta aparece varias veces en las Sagradas Escrituras. En particular, como sabemos, recuerda los cuarenta años en los que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un largo periodo de formación para convertirse en pueblo de Dios, pero también un largo periodo en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estuvo siempre presente.
Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para alcanzar el Monte de Dios, el Horeb, como también el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el diablo. En esta catequesis quisiera reflexionar sobre este momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo domingo.
Antes que nada, el desierto donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se encuentra ante las preguntas fundamentales de la existencia, está destinado a ir a lo esencial y por ello es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay tampoco vida, y es el lugar de la soledad, en el que el hombre siente más intensa la tentación.
Jesús va al desierto y allí experimenta la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros caminos más fáciles y mundanos (cfr Lc 4,1-13). Así Él se carga de nuestras tentaciones, porta consigo nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos al camino hacia Dios, el camino de la conversión.
Reflexionar sobre las tentaciones a las que es expuesto Jesús en el desierto es una invitación para cada uno de nosotros a responder a una pregunta fundamental: ¿qué cosa cuenta realmente en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús cambiar una piedra en pan para calmar el hambre. Jesús responde que el hombre vive de pan, pero no sólo de él: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cfr vv. 3-4).
En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús el camino del poder: lo conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano el que salva al mundo sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cfr vv. 5-8).
En la tercera tentación el diablo propone a Jesús lanzarse del pináculo del Templo de Jerusalén y hacerse salvar por Dios con sus ángeles, cumplir así cualquier cosa sensacional para poner a prueba a Dios mismo. Pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que se le impone nuestras condiciones: es el Señor de todo (cfr vv. 9-12).
¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que experimenta Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de usarlo para los propios intereses, para la propia gloria y para el propio éxito. Y entonces, en esencia, ponerse uno mismo en el lugar de Dios, sacándolo de la propia existencia y haciéndolo parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse entonces: ¿qué lugar tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?
Superar la tentación de someter a Dios a sí y a los propios intereses o de ponerlo en un ángulo y convertirse al justo orden de prioridad, dar a Dios el primer puesto, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. “Convertirse”, una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de modo que su Evangelio sea guía concreta de la vida, significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia, significa reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sobre todo “perdiendo” nuestra vida en Él podemos ganarla.
Esto exige hacer nuestras elecciones a la luz de la Palabra de Dios. Hoy ya no se puede ser cristianos como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace de una familia cristiana y es educado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, es decir dar a Dios el primer lugar ante las tentaciones que una cultura secularizada propone continuamente, ante el juicio crítico de muchos contemporáneos.
Las pruebas a las cuales la sociedad actual somete al cristiano, de hecho, son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior, no es fácil oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en el caso de un embarazo no deseado, la eutanasia en caso de enfermedad grave o la selección de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de poner aparte la propia fe siempre está presente y la conversión se vuelve una respuesta a Dios que debe ser confirmada más veces en la vida.
Son ejemplo y estímulo las grandes conversiones como la de San Pablo en el camino a Damasco, o la de San Agustín, pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado la gracias de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de tocar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen infestados por la secularización, como sucedió con el ruso ortodoxo Pavel Florenskij.
Luego de recibir una educación completamente agnóstica, tanto así como para probar verdaderamente la propia hostilidad hacia la enseñanza religiosa impartida en la escuela, el científico Florenskij se descubre exclamando: “¡No, no se puede vivir sin Dios!” y cambia completamente su vida, tanto así que se hace monje.
Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una joven holandesa de origen judío que murió en Auschwitz. Inicialmente lejana a Dios, lo descubre mirando en profundidad dentro de sí misma y escribe: “Un pozo muy profundo hay dentro de mí. Y Dios está en ese pozo. Tal vez logre alcanzarlo, aunque lo cubren con frecuencia la piedra y la arena Dios está sepultado. Hace falta de nuevo que lo desentierre” (Diario, 97).
En su vida dispersa e inquieta, reencuentra a Dios en medio de la gran tragedia del novecientos, la Shoah. Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se transforma en una mujer llena de amor y paz interior, capaz de afirmar: “Vivo constantemente en intimidad con Dios”.
La capacidad de oponerse a las adulaciones ideológicas de su tiempo para así elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe es testimoniada por otra mujer de nuestro tiempo, la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía confiesa abiertamente que ha caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista: “Quería ir con los manifestantes, ir a la cárcel, escribir, influenciar a otros y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma había en todo esto!”
El camino hacia la fe en un ambiente así secularizado era particularmente difícil, pero la Gracia obra, como ella misma subraya: “es cierto que sentí más frecuentemente la necesidad de ir a la iglesia, de arrodillarme, de poner mi cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría decir, porque no era consciente de rezar. Pero iba, me ponía en la atmósfera de oración…” Dios la ha conducido a una adhesión consciente a la Iglesia, en una vida dedicada a los desheredados.
En nuestra época no son pocas las conversiones intensas como el retorno de quien, luego de una educación cristiana con frecuencia superficial, se ha alejado por años de la fe y luego redescubre a Cristo y su Evangelio. En el libro del Apocalipsis leemos: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios y por ello no debe dejarse invadir por las ilusiones, las apariencias, las cosas materiales.
En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la Fe, renovemos nuestro esfuerzo en el camino de conversión, para superar la tendencia de cerrarnos en nosotros mismos y para hacer, en vez de eso, espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre cerrarnos a nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y los demás, podríamos decir que corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús: alternativa entre el poder humano y el amor de la Cruz, entre una redención vista solo en el bienestar material y una redención como obra de Dios, al que debemos dar el primado en la existencia.
Convertirse significa no cerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad y la fe en Dios y el amor se conviertan en la cosa más importante.