Tras ver sus aldeas saqueadas, los sudaneses luchan por sobrevivir en el desierto

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Los Angeles Times, 17 de mayo de 2004

  • Tras ver sus aldeas saqueadas, los sudaneses luchan por sobrevivir en el desierto
  • Supervivientes de los ataques por parte de las milicias árabes, los campesinos han buscado refugio al otro lado de la frontera en Chad.

Por Robyn Dixon

GOUNGOUR, en la frontera entre Sudán y Chad. – Descalza y semidesnuda, Hamesa Adam, tras perder a su marido, cruzó el ardiente desierto sudanés durante seis días con sus dos hijos a su espalda. Otros dos hijos recorrieron el camino descalzos a su lado y otros dos a lomos de una mula. Uno de ellos, Mohammed, de 6 años, se sentía más y más débil cada día y tocándose el costado, no paraba de llorar. No tenían suficiente comida y al cuarto día el pequeño desmontó a duras penas y se tendió sobre la arena.

Le enterraron muy cerca, a medio metro bajo tierra, y pusieron unas ramas sobre su tumba para espantar a los animales e impedir que desenterrasen su cuerpo.

Ésta es la historia de la familia Adam. Campesinos sudaneses que fueron obligados a abandonar su hogar por las milicias árabes que hace unos tres meses entraron en su aldea, Selti, montados en caballos y camellos. Lo arrasaron todo con una especie de despiadada ira medieval: matando, violando, saqueando y quemando todo lo que se tropezaba en su camino. Algunos llegaron en Land Cruisers con armas automáticas. Desde el aire, dos helicópteros bombardearon el poblado.

Cerca de 100.000 campesinos en la región de Darfur, al oeste de Sudán, han emprendido el mismo épico viaje que la familia Adam durante estas últimas semanas y meses, huyendo hacia el oeste, al Chad. Quizás, la mitad de ellos hayan llegado a campos de refugiados. Los otros viven cerca de la frontera en el desierto, un horno despiadado y azotado por tormentas de arena.

La ONU ha calificado esta situación como una de las peores crisis mundiales. Un millón de sudaneses se han visto afectados por los enfrentamientos en Darfur desde que los rebeldes se alzaron en armas el año pasado a fin de hacerse con el poder y las reservas de petróleo del país. Han muerto ya 10.000 personas. Las milicias árabes pro gubernamentales llamadas janjaweed se baten con los rebeldes. Pero sus ataques tienen como objetivo principal a los habitantes de las tribus africanas.

La crisis empeora

En Darfur, según el grupo de ayuda Médicos Sin Fronteras, la crisis se “está agravando” con la escasez de agua y alimentos y la desnutrición infantil está aumentando de forma alarmante. El grupo reporta que “la asistencia proporcionada resulta absolutamente insuficiente”. El mayor temor es que cuando lleguen las lluvias en unas pocas semanas, decenas de miles de sudaneses en la frontera quedarán totalmente aislados sin alimentos y sin esperanza de conseguirlos.

Algunos refugiados dicen que las fuerzas del gobierno de Jartum han participado en esta política incendiaria que ha arrasado aldeas enteras y en el bombardeo de las mismas con helicópteros y aviones Antonov. Human Rights Watch, con base en Nueva York, ha informado que las fuerzas del gobierno, aliadas con las milicias árabes, han perpetrado matanzas y saqueos generalizados.

Las milicias árabes, formadas por tribus ganaderas en su mayoría, aterrorizan a los campesinos de las tribus africanas negras de los Zaghawa, los Fur y los Massalit y se hacen con el botín: su tierra, su ganado, su dinero y todo lo que consiguen robar. El gobierno de Jartum, dominado por una mayoría árabe, niega su control sobre las milicias. Pero los observadores han señalado que éstas sirven los intereses del gobierno por reprimir la zona controlada por los rebeldes.

La rebelión de Darfur se ha recrudecido en los últimos meses, cuando las negociaciones de paz para acabar con 21 años de guerra civil entre el gobierno y un ejército rebelde cristiano independiente del sur parecían estar llegando a su fin, con un pacto para repartirse el poder y la riqueza petrolífera del país.

Disparos al amanecer

El ataque a la aldea de la familia Adam se produjo al alba hace tres meses. Uno de los hermanos de Hamesa, Khalil, estaba desayunado cuando escuchó disparos y miró afuera.

Otro de sus hermanos, Saleman, salió corriendo de su casa y fue alcanzado por un disparo de un guerrero janjaweed montado a caballo.

Khalil le dijo a su esposa que corriese y se escondiese con su hijos en un wadi cercano (cauce seco de un río). Él agazapado corrió a esconderse en casa de un amigo.

Hamesa, de 45 años, estaba haciendo el té mientras su marido rezaba. Él se encontraba todavía en el dormitorio de su casa con techo de paja de cuatro habitaciones cuando los milicianos armados irrumpieron pidiendo dinero. Entonces le mataron, ordenaron a Hamesa que saliese e incendiaron su casa con su esposo dentro.

“Quemaron mi casa, agarraron al bebé que llevaba a la espalda y lo lanzaron al fuego. Se llevaron todo lo que tenía y todas mis vacas,” afirma, mientras mece a su hijo más pequeño, Khamiz, y con su pañuelo intenta espantar a las moscas de la quemadura en su pierna y pie. Unas moscas que sólo abandonan al niño a regañadientes para volverse a posar sobre la herida al poco rato.

Muchas mujeres fueron violadas en el ataque a la aldea de Selti. Tal vez Hamesa sea una de ellas. Pero las mujeres sudanesas no admiten jamás esa vergüenza.

Las milicias se llevaron su ropa, la ropa de sus hijos y sus vacas y cabras.

“Dijeron,’Eres abid, abid, abid. No puedes quedarte aquí,’” explica Hamesa, utilizando la palabra despectiva que significa “negra”. “Y añadieron, ‘mataremos a todos los hombres del pueblo y a las mujeres las dejaremos aquí, como esclavas para que nos ayuden a hacer todo lo que queramos’”.

Tres de sus primos, de 12, 17 y 32 años, salieron de sus casas cuando los helicópteros atacaban la ciudad y la inundaron a balazos. Los tres resultaron muertos. La hermana menor de Hamesa, Hadiya, de 23 años, perdió a su esposo ese día por los disparos de una metralleta.

Golpes, violaciones y matanzas

Khalil Adam afirma que murieron 15 personas, mientras que otro habitante de la aldea cifra el número de muertos en 32. El número no puede comprobarse. Dos mujeres fueron asesinadas a golpes de culata y otra apenas si logró sobrevivir a los golpes, continúa explicando Khalil, que vio cómo violaban a dos niñas de 10 y 12 años y cómo las marcaban en las manos como si fueran ganado, un estigma para toda su vida.

“Destruyeron nuestra aldea. Se llevaron todas nuestras cabras y vacas y ovejas,” afirma Khalil. “El ataque duró todo el día. Me quedé en la casa de mi amigo porque tuvimos que buscar a nuestra gente, averiguar quién seguía con vida, quién había muerto.”

Los sudaneses de otra aldea cuentan historias parecidas. Tahir Yousef, de 35 años, explica que su pueblo, Filita, fue atacado el mes pasado. Él mismo contó 300 muertos en sus casas, en el mercado, en los campos. La cifra tampoco puede verificarse. Human Rights Watch reportó la masacre de 136 hombres no árabes en Darfur el mes pasado.

Cada día, campesinos sudaneses desposeídos emprenden un viaje a través del desierto rumbo a Chad. Apenas hay comida o agua para el viaje y nada para las mulas.

Cien personas abandonaron Selti juntas después del ataque. Más de 10 murieron durante los seis primeros días.

Los hijos de Hamesa lloraron sin parar durante toda la travesía por el desierto. Los dos que iban a pie lloraban porque sus quemaduras ulceradas estaban recubiertas de moscas y Mohammed lloraba mientras yacía moribundo a lomos de la mula.

“Iba descalza y mis hijos tampoco llevaban zapatos. Ninguno de mis hijos tenía ropa que ponerse porque los militares se la habían robado,” cuenta Hamesa refiriéndose a las milicias árabes. “Llegamos aquí desnudos. Yo solamente levaba una camiseta.”

Sólo energía para sobrevivir

El sol, el trabajo duro y el dolor han hecho estragos en el rostro de Hamesa, pero sus ojos son muy hermosos. Cuenta su historia de una forma directa, como una autómata. Parece como si la pesadilla vivida la hubiese dejado adormecida – sin revelar odio alguno, sin derramar ni una lágrima. Como si su viaje y su dolor la hubiesen vaciado de todo menos de la energía necesaria para sobrevivir.

La hermana menor de Hamesa, Hadiya, cuyo esposo fue también asesinado, atravesó el desierto con su único hijo Ibrahim de 3 años, a su espalda. Al tercer día, el pequeño murió de sed. Khalil cavó su tumba con una rama de un árbol a modo de pala, que después cubrieron de ramas y con piedras. Histérica, Hadiya se precipitó contra el suelo y se golpeó la cara con unas piedras, derramando su sangre en la arena.

Al día siguiente, cuando enterraron a Mohammed, no hubo tiempo para llorarle. Un avión Antonov les sobrevoló para dispersarles y tuvieron que huir.

“Cuando mi hijo murió, lloré mucho y me sentí muy triste porque no había podido hacer nada para ayudarle,” nos explica Hamesa. “Lloré mientras le dimos sepultura. Las lágrimas caían de mis ojos mientras corrimos a escondernos en un cauce seco.”

Los refugiados de Sudán son bien recibidos en Chad, donde los lazos tribales se remontan siglos atrás. Pero el conflicto salpica con regularidad la aldea de Barata, en Chad, a poca distancia de la frontera con Sudán. El wadi al que los refugiados acuden en busca de agua, justo al otro lado de la frontera, es atacado a diario por las janjaweed.

El mes pasado, un habitante de Barata fue asesinado cuando fue en busca de agua. Hace poco, una mujer sudanesa de un campo de refugiados cercano fue golpeada y violada en el wadi. Los aldeanos no se atreven a enviar a quien sustenta a la familia en busca de agua y se ven obligados a tomar una terrible decisión: enviar a sus hijos en su lugar.

“Los niños tienen miedo y a veces regresan sin agua,” afirma el jefe de la aldea, Arbab Yahiyar. “Tememos que sean golpeados o asesinados, pero tenemos que enviarles. Dependemos de nuestros hijos cada día.”

Y cuando las janjaweed hacen incursiones y cruzan la frontera varias veces a la semana para atacar a los refugiados en sus emplazamientos y llevarse su ganado, y en ocasiones asesinar a la gente, también atacan Barata y otras aldeas en Chad, a pesar del alto el fuego que el mes pasado firmaron los rebeldes y el gobierno sudanés.

Hamesa y su hermano, Khalil, permanecieron unas 10 semanas aquí, en Goungour, sin apenas alimentos. Entonces, desesperados, se dirigieron al campo de refugiados de Farchana, a 100km, donde el Programa para la Alimentación Mundial distribuye alimentos a los refugiados registrados.

Se llevaron a sus hijos y a la esposa de Khalil, pero tuvieron que abandonar al resto de su familia – dos viudas recientes y sus hijos – porque no podían caminar una distancia tan larga.

El campo está lleno. Las mujeres intentan refugiarse del sol bajo unos ridículos árboles sin hojas y hacen cola durante siete horas para conseguir agua. Par los recién llegados todavía sin registrar como Hamesa no hay raciones alimenticias ni chequeo médico – ni siquiera una tienda. Los Adam se apelotonan a la pobre sombra de los árboles, dejan sus recipientes en la cola del agua para guardarse un sitio, y piden comida a los refugiados que han tenido la suerte de registrase en la Oficina del ACNUR.

En espera de ayuda

Mientras cuenta su historia, Hamesa amamanta a Khamiz, con las quemaduras en sus piernas supurando y recubiertas de moscas, y mece a su hijo hasta que se queda dormido. Lleva un paño de color azul brillante que otra refugiada le dio en Goungour cuando llegó con sólo una camiseta. Ni siquiera sabía que había médicos en el campo que podían tratar las heridas de Khamiz. Se le ilumina la cara cuando sabe que por fin alguien se hará cargo de curar las quemaduras de su hijo.

Se está construyendo un nuevo campo para acoger a la avalancha de refugiados que han ido llegando a Farchana. Hamesa, Khalil y los niños tienen que esperar hasta que esté acabado para irse allí y conseguir raciones alimenticias. Aún quedan muchas semanas.

Simon Salamini, responsable de la oficina del Programa para la Alimentación Mundial en la ciudad de Abeche, al este de Chad, tiene la labor de trasladar 7 toneladas de alimentos del puerto a la zona fronteriza antes de que lleguen las lluvias en mayo o junio.

Si los alimentos no llegan a tiempo, no habrá comida para los campos.

Cuando lleguen las lluvias, ¿qué ocurrirá con las decenas de miles de personas desamparadas y aisladas de todo que se encuentran en la frontera sin apenas nada que llevarse a la boca?

“Es una pregunta que no puedo responder,” dice Salamini.

Con la familia Adam, las janjaweed consiguieron su objetivo: desposeerles de todo y expulsarles del lugar. La familia ya no regresará.

La idea de regresar dibuja una sonrisa en los labios de Hamesa. Pero una sonrisa pintada de desesperación y tristeza.

“Mi familia, mi marido murieron allí. ¿Qué que voy a hacer en el nuevo campo? Pues viviré como refugiada. Ahora no tengo ninguna esperanza.”