Tregua de Navidad: Carta de un soldado en las trincheras

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A comienzos de la Primera Guerra Mundial, unos saludos de buena voluntad atravesaron trincheras europeas a lo largo de una Nochebuena inolvidable en que los soldados enemigos se desearon una Feliz Navidad.

El villancico que más unió a los soldados en las trincheras fue “Adeste Fideles”. También juntos cantaron otras canciones que no eran villancicos.

Fueron muchas las cartas que los soldados escribieron a sus familias narrando los hechos de esa Navidad en las trincheras, muchos publicados en periódicos, como era costumbre en esa época. Destaca en particular una encontrada y transcrita por Marion Robson. Es una carta del Private Frederick W. Heath que narra la tregua de principio a fin. Aquí la tenemos:

“La noche llegó pronto las sombras fantasmales que se aparecen en las trincheras vinieron a acompañarnos mientras nos poníamos en vigilancia. Bajo una luna pálida, uno podía apenas ver la cuesta parecida a una tumba que marcaba las trincheras alemanas a doscientas yardas de distancia.

El fuego en las líneas inglesas se había acallado, y sólo el chapoteo de las empapadas botas en el barro, las órdenes susurradas de los oficiales y de los “NCOs”, y el gemido del viento rompía el silencio de la noche. La Nochebuena había llegado por fin para los soldados, y no era el momento o el lugar para sentirse uno agradecido por eso”.

“El recuerdo de la iglesia nos mantenía silenciosos y tristes. Allá en algún lugar en Inglaterra, los fuegos ardían en cuartos acogedores; en mi imaginación oí risas y las mil melodías de la reunión de Nochebuena.

Con el abrigo fornido de barro mojado, las manos agrietadas y dolidas por la escarcha, me apoyé contra un lado de la trinchera, y, mirando por un agujero, fijé los ojos cansados en las trincheras alemanas. Los pensamientos surgían como locos por mi mente; pero no tenían secuencia, ni cohesión. La mayor parte eran recuerdos del hogar donde lo había celebrado a lo largo de los años hasta ahora. Me pregunté por qué estaba en las trincheras, en la miseria, cuando podría haber estado en Inglaterra caliente y feliz.

Esa pregunta involuntaria fue respondida enseguida. Porque ¿no hay en Inglaterra una multitud de casas y no tiene alguien que protegerlas intactas? Pensé en una casita de campo destrozada en…, y me alegré de estar en las trincheras. Esa casita fue una vez la casa de alguien”.

“Todavía mirando y soñando, mis ojos descubrieron una bengala en la oscuridad. Una luz en las trincheras enemigas era tan raro a esas horas que propagué el mensaje por el frente. Apenas había hablado cuando resplandor tras resplandor se alzaba en el frente alemán. Entonces, bastante cerca de nuestros refugios, tan cerca como para hacerme saltar y agarrar mi rifle, oí una voz.

No se podía confundir esa voz con su timbre gutural. Con el oído aguzado, escuché, y entonces, por todo el frente de trincheras, vino a nuestros oídos un saludo único en la guerra: “¡Soldado inglés, soldado inglés, feliz Navidad, feliz Navidad!”

“Después de ese saludo estalló la invitación de esas voces discordantes: “Sal, soldado inglés, ven aquí con nosotros.” Durante algún momento fuimos prudentes, y ni siquiera respondíamos. Los oficiales, temiendo una emboscada, mandaron a los hombres que guardaran silencio. Pero de un lado a otro de nuestro frente uno oía a hombres respondiendo a ese saludo de Navidad del enemigo. ¿Cómo podíamos resistir desearnos los unos a los otros una feliz Navidad, aunque volviéramos a estar como el perro y el gato inmediatamente después? O sea, que mantuvimos una conversación con los alemanes, con nuestras manos prestas sobre nuestros rifles. Sangre y paz, enemistad y fraternidad, la paradoja más asombrosa de la guerra. La noche se prodigó hasta el amanecer, una noche hecha más llevadera por canciones de las trincheras alemanas, por los caramillos de flautines y en nuestro amplio frente, risas y villancicos. No hubo ningún disparo, excepto más abajo a nuestra derecha, donde estaba la artillería francesa”.

“Llegó el amanecer, dibujando el cielo de gris y rosa. Bajo la luz de madrugada, descubrimos a nuestros enemigos moviéndose imprudentemente sobre sus trincheras. Eran valientes, no buscando el resguardo del refugio, parecía una invitación descarada a que disparáramos matándoles con seguridad.

¿Pero disparamos? ¡Desde luego que no! Nos levantamos nosotros y gritamos bendiciones a los alemanes. Entonces vino la invitación de salir de las trincheras y de encontrarnos a mitad de camino”.

“Aún cautelosos, nosotros nos quedamos atrás. No los otros, que corrieron hacia adelante en pequeños grupos, con las manos alzadas sobre sus cabezas, pidiéndonos que hiciéramos lo mismo. No por mucho tiempo se podía resistir tal ruego, además, ¿no estaba la valentía hasta ahora toda en un solo campo? Saltando el parapeto, unos pocos de los nuestros avanzaron para encontrarse con los alemanes que avanzaban. Sacaron las manos y se estrecharon en el apretón de la amistad. La Navidad había hecho amigos de los más empedernidos enemigos”.

“Aquí no había deseo de matar, sólo el deseo de unos pocos soldados sencillos (y nadie es tan sencillo como un soldado) que el Día de la Navidad, por lo menos, hubiera un alto al fuego. Nos dimos cigarrillos e intercambiamos toda clase de cosas. Escribimos nuestros nombres y nuestras direcciones en tarjetas del servicio militar, y las cambiamos por tarjetas alemanas. Cortamos los botones de nuestros abrigos y recibimos a cambio las Armas Imperiales de Alemania. Pero el regalo entre los regalos era el bizcocho de Navidad. A la vista de él, los ojos de los alemanes se agrandaban de hambriento asombro, y al primer mordisco eran nuestros amigos para siempre. Dada una suficiente cantidad de bizcocho de Navidad, todos los alemanes de las trincheras se hubieran rendido ante las nuestras”.

“Y así permanecimos juntos un rato y hablamos, aunque todo el tiempo hubo una sensación tensa de sospecha que arruinó algo este armisticio de Navidad. No podíamos evitar recordar que éramos enemigos, aunque nos hubiéramos dado la mano. No nos atrevíamos a avanzar mas cerca de sus trincheras para no ver mas de la cuenta, ni podían los alemanes venir más allá del alambre de púas que había delante de las nuestras. Después de charlar, volvimos a nuestras respectivas trincheras para el desayuno”.

“A lo largo del día no hubo ningún disparo, y lo único que hicimos fue hablarnos y confesar cosas que, quizás, eran más verdaderas en ese curioso momento que en tiempos normales de guerra. Cuán lejos se extendía por el frente esta tregua no oficial, no lo sé, pero sí sé que lo que he escrito aquí se aplica también de nuestro lado y a la Brigada Alemana 158, compuesta de personas de Westfalia”.

“Mientras termino esta descripción corta y superficial de un evento extrañamente humano, estamos disparando rápidamente a las trincheras alemanas y ellos están devolviendo el cumplido con la misma ferocidad. Chillando por el aire sobre nosotros están despedazándose los proyectiles de baterías rivales de artillería. O sea que hemos vuelto de nuevo a la terrible experiencia del fuego»