Tumbando testigos

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Sé que acudirás a votar dentro de poco: pregúntale a tu candidato qué piensa de todo esto, si es que algo le importa…

POR GONZALO SÁNCHEZ-TERÁN
Guinea Conakry, 26 de febrero de 2004.

Para bajar desde Guéckédou, la ciudad en la que hemos reconstruido 400 casas destruidas por la guerra, hasta el campo de refugiados de Lainé, tengo que recorrer de parte a parte la selva de Guinea. Te resina el alma. Donde hace menos de un siglo la arboleda apenas acogía claros hoy se extiende una desolación de palmeras distanciadas y malezas. Sólo permanecen como boyas de espesura los montes de Ziama y los bosques sagrados de los pueblos. Desde el norte es difícil comprender lo que para esta gente supone el bosque sagrado: en él moran sus dioses, en él descansan los más sabios de entre sus ancestros, hasta él acuden los jóvenes año con año para realizar la Iniciación. Es algo así como la Biblioteca Nacional de cada aldea.

¿A qué no adivinas dónde acaba esa madera? En el mismo lugar donde terminan los diamantes que descuartizaron Sierra Leona, los minerales que mataron a tres millones de seres humanos en el Congo, y el petróleo: en los países civilizados, en tu casa y en la mía. Gracias a ellos podemos comprar más, más bonito, más barato.

Aquí no hay industria alguna. Los campesinos rebañan la tierra que se empobrece, carecen de salarios, malviven. Por eso, cuando hace unos meses vimos que estaban levantando lo que parecía una fábrica junto a la carretera fue como si al fin hubieran llamado al cerrajero para desatrancar el porvenir. Puestos de trabajo, sueldos dignos, seguridad social. Hasta que comprendimos lo que era: una inmensa serrería. Madereros chinos secundados por la esposa del dictador habían recibido autorización para afeitar las últimas sobras de selva. Escupiendo a la faz de estas etnias llamaron a la empresa Forêt Forte, la selva fuerte. Y comenzaron a talar. Pronto acudieron a las aldeas para comprar los bosques sagrados. Les prometieron que construirían escuelas a cambio de doblegar los árboles, y los ancianos, compelidos a escoger entre su corazón y el futuro de sus nietos, entregaron su corazón a las sierras eléctricas. No creo que jamás hagan los colegios, pero ya he visto pasar camiones y camiones cargados de troncos colosales que muestran sus anillos como viudos de sus raíces. Los chinos envían los leños serrados a Conakry y allí los vende. ¿A qué no adivinas dónde acaba esa madera? En el mismo lugar donde terminan los diamantes que descuartizaron Sierra Leona, los minerales que mataron a tres millones de seres humanos en el Congo, y el petróleo: en los países civilizados, en tu casa y en la mía. Gracias a ellos podemos comprar más, más bonito, más barato.

Sé que acudirás a votar dentro de poco: pregúntale a tu candidato qué piensa de todo esto, si es que algo le importa.